¿IR MÁS RÁPIDO O LLEGAR ANTES?

Artículo publicado en el año 2005 en las revistas CICLOS y HABITAT, y titulado «Velocidad: ¿ir más rápido o llegar antes?». En el preámbulo decía lo siguiente: «La mayor parte de los ciudadanos valora la velocidad como algo positivo y, en concreto, la posibilidad de utilizar coches cada vez más potentes y veloces. Cada vez circulamos más rápido, sin embargo no tardamos menos en alcanzar nuestros destinos cotidianos porque, junto con la velocidad, también las distancias que  recorremos se hacen cada vez mayores. La velocidad no puede analizarse sólo como un fenómeno relacionado con la libertad de elección del individuo, sino como un hecho social, ya que es la acumulación en las carreteras de coches cada vez más veloces lo que ha generado la paradoja actual: circulamos más rápidos para llegar más tarde».

 

¿Ir más rápido o llegar antes?

Resumen: La mayor parte de los ciudadanos valora la velocidad como algo positivo y, en concreto, la posibilidad de utilizar coches cada vez más potentes y veloces. Cada vez circulamos más rápido, sin embargo no tardamos menos en alcanzar nuestros destinos cotidianos porque, junto con la velocidad, también las distancias que  recorremos se hacen cada vez mayores. La velocidad no puede analizarse sólo como un fenómeno relacionado con la libertad de elección del individuo, sino como un hecho social, ya que es la acumulación en las carreteras de coches cada vez más veloces lo que ha generado la paradoja actual: circulamos más rápidos para llegar más tarde. La libertad de conducir a elevada velocidad debe sujetarse a normas estrictas, no sólo por ser la velocidad la principal causa de la accidentalidad, sino por la pura eficiencia del sistema de transporte.

Algunas verdades ocultas sobre la velocidad

La velocidad expresa la relación entre el espacio recorrido y el tiempo transcurrido. Si contemplamos el tiempo como un coste, la velocidad sería expresión del coste horario -el tiempo invertido en recorrer una distancia-. Más velocidad significaría menor coste y, por tanto, la ambición de ser rápidos sería coherente con el reto de la productividad y la eficiencia, tal y como se asume en nuestra sociedad competitiva: hacer las cosas en menos tiempo significaría, en suma, poder hacer más.

Más velocidad, mayor rapidez. Así se define uno de los anhelos más universalmente extendidos de nuestra cultura y de los desarrollos tecnológicos del último siglo: avanzar cada vez más rápido, no sólo en el transporte, sino también en los negocios, en la producción, en casi cualquier actividad humana ser cada vez más productivos y eficientes. Pero la rapidez puede expresar dos realidades diferentes: tardar menos en recorrer una misma distancia o recorrer más distancia en un mismo tiempo.

Si uno contempla los avances en la productividad comprueba que las ganancias en tiempo tampoco se han traducido tanto en reducción de jornada laboral, cuanto en incrementar la producción trabajando lo mismo. Algo similar ha ocurrido con la velocidad y el logro de la mayor rapidez. No empleamos menores tiempos de viaje para hacer las mismas cosas, sino que paulatinamente crecen las distancias que recorremos para hacer lo mismo: ir de compras, asistir al trabajo, disfrutar del ocio, etc. La mayor eficiencia en el transporte no se ha traducido en reducir los tiempos de acceso a nuestros destinos sino en recorrer, más velozmente, las distancias, mucho mayores, que nos separan de ellos. Lo mismo ha ocurrido en la economía capitalista y la interpretación que ofrece de la productividad, porque no tiene el mismo efecto social y ambiental reducir el tiempo empleado en realizar una actividad productiva que fabricar más mercancías en el mismo tiempo de trabajo.

La eficiencia o la productividad del transporte se traduce, como en la economía, en recorrer cada vez mayores distancias yendo cada vez más rápido. Si se compara el tiempo que nuestros antepasados han dedicado a la movilidad, o el que diferentes grupos sociales con muy diferente nivel de vida dedican hoy día al transporte, sorprende advertir que, en todas las culturas, la media de tiempo empleado para el desplazamiento personal se mantiene constante: no más de hora y media diaria (Bleijenberg, 2002).

Figura 1: Tiempo medio empleado para el transporte diario según nivel de renta (tomada de Bleijenberg, 2002)

La ideología del desarrollo proclama que la tecnología del transporte ha reducido las distancias que nos separan. Pero ello resulta totalmente falso. Cada vez debemos movernos más, recorrer mayores distancias para realizar las mismas cosas. Y si lo hacemos sin incrementar los tiempos de viaje, es porque la velocidad, la productividad al servicio del transporte, se ha incrementado. Pero el logro de elevadas velocidades no es gratuito. Para que un ingenio alcance alta velocidad debe utilizar energía para vencer tanto el rozamiento del aire como el de sus piezas mecánicas, y también la del suelo, si hablamos de transporte terrestre. Esto se traduce en que por cada nuevo dígito del velocímetro mayor cantidad de energía deba emplearse para alcanzarlo, ya que las pérdidas por rozamiento aerodinámico son superiores por cada nuevo incremento de la velocidad. Esta sencilla ley termodinámica sirve para constatar por qué a nivel energético y de contaminación, y por tanto, desde el punto de vista económico, no resulta igual alcanzar la rapidez por incrementar la velocidad que en su contra, por acercar las distancias. Si habitáramos una burbuja sin rozamiento, en un aire tan sutil como el éter, la cosa no poseería mayor importancia. Pero transportar cosas y personas cuesta energía y provoca perturbaciones en los territorios. Estos largos recorridos a velocidades crecientes provocan el incremento del coste del transporte medido en vidas humanas por accidentes de tráfico, en problemas de salud derivados de la contaminación y de impactos globales sobre el clima por las emisiones de CO2. Lo cual demuestra que la interpretación sesgada que nuestra sociedad hace de la rapidez, considerando que ésta se consigue más por el incremento de la velocidad que por el acortamiento real de las distancias, nos lleva a la ruina económica y al colapso ambiental.

El incremento de la velocidad nos lleva a la ruina económica y al colapso ambiental, de modo que no es baladí preguntarnos si no sería más valioso emplear los recursos invertidos en lograr este tipo de rapidez en otras alternativas de mayor valor social.

Velocidad y distancia: un círculo vicioso que se retroalimenta

Se acepta, en general, que las prácticas actuales de ordenación del territorio, tendentes a la dispersión en núcleos de baja densidad y a la especialización funcional del territorio, incrementan las distancias recorridas para acceder al puesto de trabajo, la cultura, la sanidad o el ocio y, por tanto, la necesidad de transporte. Pero es, más bien, el logro de la rapidez lo que ha convertido en atractivos territorios cada vez más distantes. Es decir, son las infraestructuras del transporte y los automóviles cada vez más veloces los que crean la ilusión de “acercar el territorio” en tiempo y, como consecuencia, hacen factible la dispersión. Lejos de ser los urbanistas quienes deciden sobre la movilidad, son los medios de transportes y sus infraestructuras quienes marcan principalmente las pautas de ocupación de suelo.

La mayor parte de los desplazamientos personales tiene lugar en los entornos urbanos: para comprar, trabajar o acceder a los servicios de salud, educación y ocio. Cada vez nos movemos más, gastamos más energía y contaminamos más para realizar estas actividades. Pero un elemento clave a añadir a este enredo, y que no debería soslayarse, es la diferente capacidad de las personas para realizar estos desplazamientos y para lograr altas velocidades en los mismos. A elevada velocidad sólo pueden circular los elegidos. Es decir, a medida que las cosas se alejan, los medios no motorizados de transporte, accesibles a todos, empiezan a perder funcionalidad. Comienza, así, a producirse un proceso de segregación social, en función de la diferente capacidad económica y social de las personas para desplazarse con rapidez, y, por tanto, una distribución desigual de la libertad de los ciudadanos para acceder a los servicios públicos, al ocio o a los puestos de trabajo.

El objetivo de incrementar, a toda costa, la velocidad media de desplazamiento se torna, de hecho, un medio muy poco eficiente, caro e injusto de conseguir el acceso de los ciudadanos a las actividades en el territorio. Mantener un sistema de transporte veloz entra en confrontación con un sistema de transporte equitativo, que garantice el acceso universal e igualitario a los servicios públicos y al puesto de trabajo; con un sistema de transporte sostenible, que no perjudique al clima global ni nos embarque en guerras por el control de las fuentes de combustibles; con un sistema de transporte de proximidad, que permita dedicar menos tiempo a acceder a las actividades esenciales para el desarrollo humano y para el bienestar.

Frente al pacto por la velocidad, elogio de la lentitud

El sistema fordista de producción rebasa la fábrica y diseña el espacio, porque la fabricación de coches, cada vez más veloces, alimentados con combustibles fósiles, acaba consumiendo no sólo el petróleo disponible sino también el mismo territorio humano y natural. En lugar de construir ciudades cálidas, bien trabadas, policéntricas e igualitarias, asistimos a su explosión y posterior reconstrucción en centros de actividad distantes y jerarquizados, unidos por redes de transporte de gran capacidad, cuyo trazado fragmenta y desestructura el espacio y el territorio. No sólo los lugares origen y destino de nuestros desplazamientos diarios se alejan, sino que las trayectorias que seguimos son cada vez más curvilíneas e hiperbólicas, a través de una geografía de circunvalaciones, by-pass, variantes, etc., que convierte la red de transporte en un espacio de movilidad enloquecida y cada vez más frenética.

La velocidad es fruto de la alianza histórica entre las grandes petroleras, la industria del automóvil y los Gobiernos. Cada actor con su papel propio y bien coordinado, en una estrategia de crecimiento económico y acumulación cuyas claves están cambiando como consecuencia de varios factores: la contaminación en las grandes ciudades, el cambio climático, el agotamiento del petróleo y los elevados costes económicos, sociales y políticos de mantener las fuentes de suministro energético. Esta alianza, en la que los Gobiernos construían infraestructuras y aseguraban unos mínimos equilibrios geoestratégicos, las petroleras suministraban combustible barato y la industria automovilística ofertaba puestos de trabajo y coches, baratos y veloces, para transportarnos, se está desmoronando por la crisis fiscal que aqueja a los Gobiernos y el agotamiento del medio natural y humano.

Asistimos a un intento de reestructuración de aquella alianza que, bajo el signo de la globalización y la sociedad de la información, de la guerra preventiva y la extensión de la pobreza y la crisis ambiental, consolide una nueva fase de estabilidad social y de crecimiento económico. De nosotros depende que ese nuevo pacto entre poderosos no dé otra vuelta de tuerca que nos ahogue, y que el objetivo del transporte no sea la rapidez sino el ahorro de tiempo, de recursos naturales y de sufrimiento humano.

Por ello, aunque resulte paradójico, debemos ir más lentos para llegar antes. A los Gobiernos les correspondería, en este reto de lograr una movilidad sostenible, asumir su cuota de responsabilidad y trabajar para construir un sistema de transporte eficiente, justo y respetuoso con el medio ambiente y la salud de los ciudadanos. Pero ni ellos, ni la sociedad que los vota están aún maduros para sellar un pacto por la lentitud y la cercanía. Se necesita aún mucha información, educación y debate social para alterar el actual sistema de transporte; para transformar, en síntesis, el sistema de producción y de distribución de bienes y de personas sustentado en el consumo masivo de combustibles fósiles que contaminan y que se están agotando.

Es en este contexto en el que hay que valorar la propuesta de reducir el límite máximo de velocidad permitida, lanzada, el pasado verano, desde el Ministerio de Medio Ambiente. Hacer efectiva una norma que prohíba la alta velocidad, unida a otros instrumentos coherentes con ella, ayudaría a alterar significativamente las señales que recibe el sistema de producción capitalista, del que dependen las pautas insostenibles de movilidad, el sistema de transporte actual y la ubicación dispersa de actividades en un territorio progresivamente fragmentado.

El cambio debería conducirnos a entender la eficiencia en el transporte como un proceso paulatino de innovación y planificación de redes, de aplicación de nuevas tecnologías, de ordenación del territorio y diseño de ciudades con el objetivo último de reducir el tiempo de viaje y mejorar la accesibilidad. Debería conducir, también, a que la industria del automóvil dejara de producir coches veloces, y se dedicara a innovar verdaderamente en la construcción de vehículos más pequeños, más ligeros, más eficientes, y sobre todo, menos potentes. En síntesis, coches más lentos para un sistema de transporte más eficaz, equitativo y sostenible.

 

BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

Bleijenberg, A. 2002. The driving forces behind transport growth and their implications for policy. International Seminar, ECMT (European Conference of Ministers of Transport).

Transport Research Board. 2000. Highway Capacity Manual.

Illich, I. 1974. Energía y equidad. Seix Barral.

OCDE. 2004. Can cars come clean? Strategies for low-emission vehicles.

Schallaböck, K. O., Petersen, R. 1998. Traffic congestion in Europe: Germany. En Traffic congestion in Europe, ECMT Round Table 110.

LA CONGESTIÓN Y SUS PARADOJAS

Aquellos lugares aquejados por la congestión denotan, sin embargo, desarrollo y crecimiento económico, actividad, riqueza. Nada más desolador para la rentabilidad social y económica que una autovía vacía. Sin embargo, la congestión, cuando supera un determinado nivel, tiene un coste, el que sufren todos aquellos automovilistas que deben ir más lentos y demorar su tiempo de viaje por la presencia de otros en la misma calzada. Pero olvidamos demasiado frecuentemente que una infraestructura vacía también posee un coste, el derivado de su misma ociosidad. Se ha asumido como un objetivo del actual sistema de transporte eliminar la congestión porque coarta el crecimiento económico, ya que se considera que las demoras perjudican la actividad productiva, incrementan el consumo de combustible y aumentan la contaminación. Ampliar la capacidad por la construcción de una nueva infraestructura viaria eliminaría las demoras, el flujo sería más fluido y por tanto, más eficiente y menos contaminante. Pero este ciclo de impacto y respuesta se ha demostrado falaz en el logro de un sistema de transporte sostenible. A pesar de que la energía necesaria para transportar una tonelada o un pasajero no se ha reducido durante los últimos años, sí lo ha hecho, en cambio, el coste de transportar cosas y personas, dado que el transporte, a pesar de la fiscalidad que soporta, resulta una actividad fuertemente subvencionada al no sufragar todos los costes que provoca a la sociedad vía accidentes, infraestructura, escasez de combustibles fósiles y contaminación. Por tanto, cada nueva infraestructura construida con objeto de eliminar la congestión incrementa el tráfico, porque disminuye los costes del transporte, al reducir las demoras, y hacer atractivos territorios donde nuevas actividades generarán tráficos suplementarios. Si tenemos en cuenta el hecho comprobado de que el tiempo medio de viaje diario se mantiene constante -independientemente del nivel de desarrollo económico-(Figura 1), las nuevas infraestructura, lejos de reducir las distancias producen su estiramiento y el incremento de la velocidad de los viajes para acceder a las actividades y a los servicios públicos. Por tanto, como el consumo de combustible y la contaminación por CO2 crecen exponencialmente con la velocidad, la nueva infraestructura anti-congestión, ni incrementará la eficiencia ni reducirá la contaminación. Evidentemente no resulta muy eficiente un coche discurriendo a 40 km/h de media con sucesivas paradas y aceleraciones, pero si para evitarlo el coche tiene que recorrer, para alcanzar su destino en el mismo tiempo, el triple de la distancia a 120 km/h, tanto su consumo de combustible como la contaminación, serán superiores. Por ello, las estrategias tradicionales contra la congestión han promovido finalmente más desplazamientos, más rápidos y cada vez más lejanos, lo que ha provocado mayores gastos en combustible y mayor contaminación. Consecuentemente, cuanto más se lucha contra la congestión mayor nivel de congestión se acaba cosechando. La justificación de esta paradoja es la siguiente. La congestión suele medirse por los tiempos de demora soportados por los automovilistas. Como se ha demostrado, las nuevas infraestructuras anti-congestión disminuyen los tiempos de demora medios (durante el período en que no vuelven a saturarse), pero a la vez inducen un incremento del tráfico. El producto de esas nuevas demoras medias (menores) por las demandas de transporte crecientes da como resultado, en la mayor parte de los casos, un mayor nivel de congestión. Cuando verdaderamente cada automovilista, individualmente, percibe menos demora. Esta forma de medir y alarmar a la población provoca que la sociedad sienta, a pesar de las costosas infraestructuras, que la congestión se agrava, a pesar de los esfuerzos por contenerla, y que el ciudadano demande continuamente nuevas obras de ampliación de la capacidad que como hemos visto empeoran y hacen más ineficiente el sistema de transporte, no por la congestión en sí, que realmente disminuye para los agraciados que pueden circular rápido, sino porque crece la contaminación, los accidentes y el gasto energético provocados por el aumento continuado de la velocidad media y de la longitud de los desplazamientos.

 

ALGUNA INFORMACIÓN ÚTIL

Una carretera alcanza su máxima capacidad cuando la velocidad media de los vehículos es de aproximadamente 60 km/h. Elevar la velocidad media hasta 90 km/h supone reducir la capacidad (es decir, los coches que pueden circulan) en un 20%. Y elevar la velocidad máxima de circulación hasta los 120 km/h puede reducir la capacidad hasta un 50% (Highway Capacity Manual, 2000). Por tanto, parece que un control efectivo de la velocidad contribuye a la eficiencia del sistema de transporte, por no hablar de la seguridad.

Un coche parado al ralentí consume en una hora aproximadamente 1 litro de combustible. A 130 km/h, unos 12 l/h, a 85 km/h aproximadamente 5 l/h, y en congestión (stop and go) a 10 km/h unos 13 l/h. Es decir, dado que el presupuesto horario en transporte se mantiene constante, de media, independientemente de la renta (Bleijenberg, 2002), cuanto mayor sea la velocidad mayor será el consumo total y la contaminación. Cabe meditar en el hecho de que el consumo de un coche, en una hora de congestión, es similar al del mismo coche circulando a alta velocidad.

Alemania suele mencionarse como ejemplo de carreteras congestionadas. Pero un estudio del Wuppertal Institut (Schalaböck, 1998) muestra que tan sólo el 2% del tiempo dedicado a la conducción se desarrolla en condiciones de congestión. Es decir, 11 horas al año, o 1,8 minutos al día, cifra muy reducida y que contrasta con la percepción general del público. Hay que destacar que las demoras que los peatones sufren al día ante los semáforos es un tiempo muy superior.

Según datos de la Dirección General de Tráfico, en la A-3, el porcentaje de vehículos (ligeros y pesados) que circulan a una velocidad media superior de 120 km/h es el 30%. El 80 % circula a mas de 100 km/h de media. Es decir, una reducción de la velocidad media hasta 90 km/h, supondría un ahorro importantísimo de combustible. Si se consulta el último mapa de tráfico (2003) publicado por el Ministerio de Fomento, en el que aparecen las velocidades medias de recorrido de vehículos ligeros, se comprueba que en la mayor parte de las vías de alta capacidad los turismos circulan a velocidades medias superiores a 120 km/h. Se considera que la velocidad media de los turismos en las autovías españolas es de 144 km/h.

Ante la velocidad y su influencia sobre la seguridad, se considera que los muertos en carretera son el tributo necesario que nuestra sociedad debe pagar por el progreso y el bienestar. Pero eso resulta falso, ya que la velocidad supone el factor más influyente en la siniestralidad y en la mortalidad en carretera, una variable que puede controlarse con medidas coercitivas, cultura y regulación sobre la industria del automóvil. Se puede observar que las tasas de mortalidad en carretera son muchos más reducidas en aquellos países que poseen límites de velocidad más estrictos y autoridades de tráfico menos permisivas. Por ejemplo, en un estudio sobre accidentalidad realizado en la autovía A-92[1] se demuestra que los índices de peligrosidad son superiores en los tramos con menor cantidad de vehículos, “posiblemente a causa de las mayores velocidades que permiten las bajas intensidades de tráfico”. Durante los últimos años se ha producido un incremento continuado, asociado al aumento de la velocidad media de circulación, de los índices de mortalidad, de letalidad y de gravedad de los accidentes en carretera. A pesar de las mejoras en la red y en las infraestructuras se ha constatado que “a medida que se disminuye el número de accidentes por factor carretera, los accidentes tienden a producirse en los tramos con mayores velocidades medias y mayores tasas de infracción de los límites de velocidad”.

Durante la primera crisis del petróleo, a comienzos de los años 70, la principal medida que adoptó Estados Unidos en el sector del transporte para reducir su dependencia energética fue reducir drásticamente la máxima velocidad permitida de circulación en carretera. En 1987, una vez superada la situación, aquel país incrementó el límite de velocidad de 55 a 65 millas por hora, lo que se tradujo en un incremento de más del 20% en el número de fallecimientos en accidentes de automóvil. En esas mismas fechas Suecia disminuyó en 10 kilómetros el límite de velocidad y los accidentes se redujeron un 21%.

Según un informe reciente de la OCDE (2004) resulta mucho más eficaz y rápido, para disminuir la contaminación y el consumo de combustible, reducir la velocidad y sobre todo, disminuir la relación potencia/peso de los coches, que en su contra, incrementar la eficiencia de los motores y emplear combustibles alternativos. Sin embargo, durante los últimos años, la industria del automóvil ha promovido lo contrario, tanto con la publicidad, como por los diseños puestos a la venta, lo que está provocando el incumplimiento de los acuerdos voluntarios que habían suscrito con la UE con objeto de reducir las emisiones contaminantes de CO2 de los nuevos vehículos (véase la Figura 2)

El incremento de la eficiencia energética de los motores provoca, si no se aplica ninguna otra política de transporte consecuente con la reducción del consumo y de las emisiones, el aumento de la demanda de combustible, ya que el coste del transporte disminuye, lo que provoca el alza en la demanda de transporte. Por tanto, más coches más limpios no hacen al sistema de transporte mejor. O usando otras palabras, para lograr un sistema de transporte eficaz y racional no basta con poseer coches muy eficientes.

Figura 2: Evolución de las emisiones de CO2, el peso y la potencia de los automóviles producidos cada año.

 

[1] Cazorla Sánchez, J.F. y Domínguez García, J.R. 2004. Las velocidades de circulación de los vehículos en la autovía A-92 y su relación con la accidentalidad. En revista Carreteras, Nº 134, jul-Ago 2004, páginas 6-18.

Ver el artículo (.pdf)
Licencia de Creative Commons
¿Ir más rápido o llegar antes? by Juan Manuel Ruiz García is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

Deja un comentario

Web construida con WordPress.com.

Subir ↑