POR LOS CAMINOS DE LA DEMENCIA

Le arrojé el bote de isotónico, pero lamentablemente estaba vacío. Apenas le rocé la cabeza, un leve golpe, sin embargo el gesto fue suficiente para que iniciara una persecución que se desarrolló más allá de los montes de Santelo, por los valles de ese río que nunca lleva agua y que por tal razón, con gran sentido común y elocuencia, le llaman Seco, entre la región del Faciter, de donde era mi padre, y la menos conocida de Los Porletos. Carreteras estrechas, empinadas, reviradas, casi asfixiadas por el gres y la caliza, camufladas entre las gravas de las torrenteras, de un asfalto gris desleído y entreverado de grietas. Así es el paisaje indómito en el que me las tuve que ver con mi perseguidor. He aquí el relato de mi fuga en bicicleta.

Acababa de leer una líneas sobre cómo Suitiño había ascendido el Col de la Malisién dejándose el alma en la cuneta y cómo ésta había acabado disuelta en las aguas del río Testrona, el mismo que nace de las nieves perpetuas que visten aquel paso de la Malisién en el que decíamos que Suitiño se había abandonado al delirio, la victoria y la cabeza perdidas, por lo que ya nunca más sería reconocido como ese ciclista generoso y extrovertido que entusiasmó al público con sus galopadas alegres, con su esfuerzo generoso y un tanto temerario.

Me río yo de Suitiño. Cacho de bestia.

Alcanzo el pueblo de Mendaño, famoso por su sidra caliente y las habas churruscadas. A nadie encuentro en sus calles. El agua de la fuente, a pesar de ser finales del verano, fluye a carajo sacado y me tienta, pero no paro, sigo como una grulla enloquecida, acoplado, rozando las esquinas y los poyetes donde deberían haber estado descansado los viejos de aquel lugar curiosamente inhóspito a pesar del calor, del sol tan diáfano, y de las banderitas regionales que engalanan las calles. El del pinganillo me dijo que tuviera cuidado, que estaban en fiestas, y que los de Mendaño eran muy brutos. Pero salimos del pueblo indemnes, ni un aplauso, quizás nos vieran desde detrás de los visillos, entre las rendijas de las persianas echadas, tras las gateras o en sus televisores, comprobando que su pueblo seguía allí, tal y como era hacía unos minutos cuando salieron de la iglesia, a la misma hora en la que tantas veces habían visto cómo esos mismos ciclistas, al pasar por otras ciudades, eran ovacionados por sus calles atestadas. Nadie avisó a los de Mendaño, ninguno de ellos advirtió que ese día precisamente la Vuelta pasaba por la puerta de sus casas, y cuando salieron a la calle, sorprendidos de ver su callejero vacío por la tele, ya nos habíamos ido. De allí era Suitiño, y nadie salió a recibirlo, sólo un perro golfo que vio el pelotón como una santa compaña diurna, tan acostumbrado que estaba a lo sobrenatural.

Hasta aquel día todavía hubo respeto. Yo era el gregario de su máximo contrincante. Me llamo Rui Valdivia, me conocerán por la toña que me pegué en el Giro, un día de ventisca, bravo, y al doblar la esquina de uno de las revueltas del descenso del Montirolo un golpe de viento rastrero me lanzó contra el pretil, con tan buena fortuna que fui a caer sobre el techo del coche del director de la carrera, que promisoriamente circulaba en ese mismo segundo por la curva de un poco más abajo. Nada se rompió aquel día, pero desde entonces me llaman el polizón, será por el abordaje, y también con cierto recochineo, por las veces que otros chupan mi rueda, costumbre que se ha convertido en hábito, un tanto lacerante, de mi profesión. ¡Menudos gorrones!

Empecé en la mountain bike, y les confesaré  que uno de mis mayores retos lo acometí cuando suplanté la personalidad de mi misma novia en la prueba de descenso celebrada en la localidad ocilense de la Lastia Pelada, un macizo rocoso pelágico levantado en medio de la meseta bacense, y donde las torrenteras han erosionado cañones de una dimensión y espectacularidad tan bellacas que no podían dejar de llamar la atención de los descerebrados del descenso. Allí fui con mi novia. Y allí la suplanté, como ya he dicho. Cosa inaudita y hasta ahora desconocida. Pero lo cuento por sincerarme, por huir de mi mala conciencia, y porque el cabrito de Suitiño me la quitó. Lo que yo hice por ti en aquel descenso, Maribel, olvídate, nadie lo hará. Por supuesto que no ganaste, tampoco me despeñé, afortunadamente. Vestí tus protecciones, me puse tu casco, dejé que un mechón de tu pelo cobrizo asomara por entre los agujeritos de aireación, camuflado tras el plástico ahumado, me dirigí al box de salida donde falsifiqué tu firma, silencioso como un búho, y me lancé al vacío con el ánimo encogido sólo por tu amor, Maribel, por esa montaña rusa descarriada. El orujo todavía te tenía inconsciente cuando crucé la meta. A mi la cabeza me estuvo rebotando dislocada durante varios días. Ya por la tarde, al poco de despertar, te enteraste de tu pésima clasificación, de esa segunda manga desaprovechada en la que descendiste al inframundo de la clasificación. Nunca fui un crack de la bici ni de nada. No lo siento, porque lo compensé con otras habilidades, pero aquel día en aquellas oquedades sin alma, por  aquel pedregal movedizo de pendiente inverosímil, deseé parecerme a uno de los grandes, haberte podido ofrecer una victoria merecida y no dejar que tu fama de walkiria fuera pisoteada por tus contrincantes de aquel día.

Lo mío no era el descenso, sino el enduro, una modalidad en la que tampoco brillé especialmente, pero que logró quitarme el miedo cerval que le tenía al vacío y ofrecerme la seguridad suficiente para que unos años más tarde pudiera convertirme en el profesional de la ruta que ahora soy. Allí conocí a Perandones, unos años menor que yo, y del que ya nunca me he separado, en uno de esos episodios que marcan toda una vida, uno de esos cruces de caminos en los que siempre, los que acabaremos convertidos en gregarios, tomamos el equivocado. No iba primero, pero casi, una de mis mejores actuaciones. Maribel me gritaba y yo sentía que al fin el mundo se empezaba a poner a mis pies. Al culminar por penúltima vez la cuesta más dura del circuito, apenas unos segundos por detrás del trío delantero, un contrincante que creía en el culo me saluda según se sitúa a mi lado para comenzar el descenso, en paralelo los dos, como dos machotes, cada vez más rápido, escalofriante, un duelo a puro machetazo, hombro contra hombro, miradas fieras de inquina, un desafío en cada curva según nos acercábamos a un estrechamiento donde él o yo debíamos ceder el paso para evitar el choque múltiple y el acabose de nuestras posibilidades de triunfo. Pero ¿por qué tuve que ser yo el que frenara? El cabrito de Perandones luego me lo agradeció. Ganó aquella carrera, y luego otras muchas, y casi siempre allí estuve yo para cederle el paso en el momento oportuno, para cargar con el trabajo sucio, perder la novia y sufrir el ataque acervo del bruto de Suitiño.

He de alcanzar el pueblo de Lobradejos cuanto antes, porque a partir de este punto la carretera se revira como un escorpión y la ventaja sobre el fiero Suitiño será mía. Conozco esas curvas, esos repechos insanos desde que de niño mi padre me llevara a montar por aquella región montaraz del Faciter, donde las abejas se dedican a escarbar en la mugre y en los detritus de la muerte la materia prima de una miel cuyas propiedades afrodisiacas afortunadamente resultan desconocidas por las masas, en cuyos escondrijos de pétrea arenisca se esconde la única serpiente con orejas y vista cansada, en los mansos del río, un sapo cuyos pedos fétidos contienen suficiente metano como para caldear una casa durante un día entero, en fin, una tierra salvaje donde podré encelar a mi perseguidor, abrumarle con el despiste, jugar con su alma hasta acabar por convertirlo en un pelele sujeto al albur de mi voluntad.

Todo empezó de forma repentina, unos kilómetros después de Mendaño. Me dijo Perandones, ataca cabrón, ésta es la tuya. Diez días pedaleando, casi dos mil kilómetros machacados a fuerza de encono y repentinamente el jefe me dice que ataque. Imposible, tío, las piernas me van a estallar. Estábamos subiendo un puerto de los que yo llamo traicioneros, objetivamente no muy duro, tampoco muy largo, a mitad de jornada, después de haber encarado más de 100 kilómetros de llano ventoso tirando de Perandones como un perro, y ahora, a mitad de un puerto plagado de cambios de ritmo me dice que ataque. Y el miserable de Suitiño que lo oye, y que se mofa de mi respuesta. No, no ataqué, me comí la mala hostia hasta llegar arriba, mascullando el desquite.

¿Por qué me azuzaría Perandones? Yo era el único del equipo que aún estaba con él. Me lo dijo directamente, no el director a través del pinganillo, a él mismo se le ocurrió. ¿Qué pretendía? Cuando dos días después le lancé el inofensivo isotónico al bestia de Suitiño, ya lo había comprendido, pero en aquel momento me quedé perplejo.

Una vez has dejado Lobradejos, apenas pasada una curva contrapeada a la sombra de una olma centenaria, la carretera se bifurca y hay que optar o por la subida al Mendón y el consiguiente descenso hasta las Sabinas del Espigate, o continuar recto en pronunciada bajada hasta el paso del Endrigo, punto en que la casi imperceptible carretera se empina hasta alcanzar, esta vez por el lado del norte, el pueblo solariego antes mencionado de las Sabinas del Espigate, donde se decía que las hembras nacían con dos huevos que al poco se le agostaban como pasas. Nunca comprendí la razón de construir dos carreteras para llegar al mismo sitio, pero en aquellos momentos la decisión no resultaba baladí, ya que la primera opción casi doblaba en longitud a la otra, pero ésta, en cambio, tenía el inconveniente de sorprender al ingenuo, al final ya, con un repecho no muy corto y de sobrehumana pendiente. Me figuré al cabroncete del Suitiño llegando al cruce, alucinado por los dos carteles indicadores de la misma dirección, pero con dígitos bien diferentes. No hace falta ser un lince para intuir que ese simplón cogería la vía corta, desconocedor del perfil de los dos trazados alternativos, y también de la loca del pedernal. Por supuesto, que yo tomé el tramo largo y recé porque la loca estuviera apostada en su atalaya.

Los técnicos encorbatados de la agencia anti-doping me dieron el pésame con unos golpecitos en la espalda, aquella noche después del episodio de Mendaño. El hematocrito lo tenía por los suelos. Un ejemplo para el pelotón ciclista. Mejor que me quedara acostado y no tomara la salida al día siguiente. Eran las tres de la madrugada. El equipo entero soliviantado. Dejé a Perandones gritando, al director llorando en un taburete del cuarto de baño. Me fui a dar un paseo. Estaba cansado más allá de toda lógica. El fresco me sentó bien. El poco oxígeno que me quedaba en las venas fluyó al cerebro que inició un proceso obsesivo de recursividad, imparable, al que únicamente podría hacer frente tomando unas copas de coñac. Pero ¿dónde? Me interné por un parque denso de árboles, cada vez más oscuro, en el que mis pasos sobre la grava seca dejaban un eco mosqueante a mis espaldas. El ritmo de mis pasos entró entonces en resonancia con los ciclos cerebrales y un súbito mundo de traiciones, sutiles referencias, mala leche condensada empezó a rebelárseme en una especie de polifonía cubista en la que cada cristal roto me mostraba una imagen no por harto conocida, menos sospechosa de anunciarme una tragedia. A falta de coñac atisbé unas intermitencias verdes de una cruz que no pude dejar de perseguir. Una farmacia de guardia a cuyo timbre llamé buscando otras respuestas plausibles. Una boticaria desgreñada que terminaba de abotonarse la bata se acercó al otro lado del interfono. No sé lo que vio en mis ojos de huevo pasados por agua, en mi pijama, en mi tez morena jibarizada por el entrenamiento y la alta competición, pero me abrió la puerta y me dejó pasar a su mundo de aromas asépticos: sentado en una butaca le intenté relatar el absurdo de mis bucles mentales, la ínfima coherencia de unos pensamientos que habían aflorado en la anoxia.

Ahora lo sé. Le di pena. Antes incluso de que hubiera abierto la boca. Una lástima que lejos de cabrearme me dejó como narcotizado. Tenía puesta la radio, muy baja, y sobre la mesa descansaba una melita cargada de café. No recuerdo si me preguntó, si comentó algo al hilo de mis confesiones, por supuesto que no las interpretó, ni me ayudó a buscar alguna coherencia escondida, quizás fuera la voz de la radio la que me hizo hablar, contestar no sé qué preguntas lanzadas al espacio electromagnético en una noche enervante de verano y que por azar fueron a parar a la rebotica donde un gregario al borde de la anemia se confesaba ante una boticaria desvelada y la mar de generosa.

Me fui quedando dormido, pero percibí que se levantaba, que cambiaba la radio por un cd de una especie de jazz mórbido, que traía cajas y botes de potingues, que me dio un jarabe, unas pastillas disueltas en café, y que me quitó la ropa y me extendió, sobre todo por las piernas, varias cremas que no parecía que fueran hidratantes. Eso fue lo que aconteció aquella noche. No sé nada más. En menos de 48 horas mi vida cambiaría.

Cuando alcancé las Sabinas del Espigate el bueno de Suitiño ya había llegado, tal y como yo había anticipado. Me esperaba en la casa de socorro, descalabrado por las pedradas certeras de la loca del pedernal, que desde su refugio entre las breñas intentaba atizar a todo bicho que osara subir desde el paso del Endrigo, justo en las rampas más duras del repechón que asciende hasta el pueblo donde Suitiño penaba de sus heridas a pesar del casco, que sólo le protegió de las primeras pedernaladas. Deliraba, bañado en sudor y restos de sangre, gritaba asido a la virgen de los desamparados que colgaba siempre de su cuello, y me decía, entre dos guardias civiles que le asían de los sobacos, que le diera aguardiente de garrafón, que le perdonara, que no me había perseguido hasta este fin del mundo de pesadilla para atizarme con la bomba del aire, sino para prevenirme acerca del cerdo de Perandones. El muy pérfido.

Porque su enfrentamiento se remonta a las competiciones de juveniles. Aunque eran de diferentes regiones, bastaron dos marchas casi seguidas en los campeonatos nacionales para sentenciarlos como enemigos cerrunos, más allá de toda lógica. Yo llegué después, y Maribel, cuando ya estaban enfrentados. Y opté por la amistad de Perandones, quizás porque la vehemencia de Suitiño me amedrentaba un poco. Pero desde la Malisién, y como decía antes, Suitiño ya no fue ese niño grande y  espontáneo, pletórico de generoso derroche. Yo estuve allí, en la celada que le montamos a mitad de la ascensión. Su último gregario acababa de dejarse caer hasta el coche de asistencia, y ya subía cargado de agua y geles cuando atacamos, impidiendo que Suitiño se pudiera aprovisionar antes de encarar el tramo más duro del largo ascenso. Yo estuve a su lado cuando Perandones atacó y nos dejó solos, a él y a los últimos cinco locos que aquel día conseguimos llegar en solitario a ese monte de atractivo lunar arrasado de morrenas glaciales. Le vi perder la razón, consumirse como un pajarito. A pesar de la deshidratación, lloraba. Ninguno le dimos un relevo. A pesar de ello, nada nos recriminó, no nos gritó como hubiera hecho en otras ocasiones, sino que se pegó al manillar, se contrajo como un feto, e intentando aspirar todo el aire del mundo, fue subiendo cada vez más lento y más doliente el calvario del col de la Malisién. Yo ya sabía que Maribel me la estaba pegando. Que Suitiño se la beneficiaba. Pueden suponer que disfruté de lo lindo aquel día. Pues se confunden. No, no lo hice. Me quedé  frío y aturdido, y cuando Perandones me abrazó apenas pude sostenerle la mirada. No se lo creerán, pero sentí un poco de vergüenza.

Me gusta leer las historias que cuentan sobre las grandes gestas ciclistas. Me río yo de tanto farsante. Todo mentira. Sobre lo de la Malisién, ni les cuento. Disfruto porque sé la verdad de algunas de estas historias, porque las he vivido, estuve allí y sé que todas esas interpretaciones son falsas, inventadas o producto del engaño. Por lo que intuyo que también los cuentos que se escriben sobre otras en las que yo no estuve, también lo son. Pero todas estas lecturas aberrantes forman, junto con la verdad que ocultan, los escombros de mis sueños. Todavía no he conseguido leer nada de interés sobre el último Suitiño, tampoco acerca de aquella persecución que empecé a narrarles. Quizás nadie se enteró. Es cierto que no ha transcurrido mucho tiempo. Quizás ya no le importe a nadie. Fíjense que Perandones recién se despeñó ayer. Encaró de frente la curva, ni frenó ni intentó mover el manillar. Hoy todos los periódicos hablan de despiste. Mentiras.

Pero he de hablarles antes de Maribel. Dije que Suitiño me la quitó. Pero no es verdad. Ella se fue porque le dio la gana. Bueno, he de matizar que la tramposa no se fue para siempre, porque a pesar de haberse convertido en la chica oficial de ese crack seguimos viéndonos. Y no a escondidas. Pero creo que a Suitiño tampoco le importaba demasiado. En cambio, el que sí se enfadaba y rezumaba odio callado era Perandones. Yo entonces no lo supe. Suitiño me lo gritó aturdido todavía por la pedradas de la loca, llorando de rabia. Y entonces comprendí por qué el toro manso de Perandones me incitó a atacar, tras atravesar el pueblo fantasma de Mendaño, dos días antes, cuando ninguna lógica lo aconsejaba.

Daba gusto verla descender, con qué suavidad, apenas levantaba polvo tras de si, sobrevolando más que estrujando las piedras sueltas de las trialeras, saltando sutilmente los toboganes y aterrizando apenas con un gemido y un crujido leve de su montura. No recuerdo la vida sin Maribel. Coincidimos en la misma guardería, y juntos empezamos a andar y a montar en el triciclo. El mismo brazo nos lo rompimos casi a la vez, ella al chocar contra un árbol, yo al día siguiente por omisión. Olvidé que los columpios van, y que después regresan. Estaba empujando a mi hermana que me gritaba que deseaba darle una vuelta completa al eje y que la subiera bien alto, cuando omití apartarme. Aquello nos unió mucho. Un mes sin poder montar en bici, aprendimos a comernos juntos el cabreo y la impotencia. Para no perder la forma física montábamos en sendas bicis estáticas del gimnasio, hombro con hombro, sudando tanto que se nos acabó reblandeciendo la escayola hasta tal punto que no necesitamos ir al médico para que nos la quitaran. Las tiramos al contenedor. Teníamos catorce años. Ahora han pasado ya otros tantos.

Al día siguiente logré pasar el control de firmas por un pelo. Ya era de día cuando abandoné la farmacia. Un taxi me devolvió al hotel cuando ya no quedaba nadie. Entré por las cocinas, que estaban vacías, y subí a mi habitación, donde no habían dejado nada, sólo las camas deshechas. Salí al pasillo y vi que todavía no se habían llevado todas las maletas. Identifiqué la mía y me puse todo lo necesario para intentar tomar la salida. Perandones me guiñó un ojo y el director, todavía con ojeras, me dio un pescozón. Así me saludaron poco antes de comenzar el tramo controlado. Asombrosamente, me sentía fresco como una lechuga. Al salir de Lebrelos un hecho insólito, considerado de mal augurio por casi todos, me espoleó al fin a tomar las riendas de mi destino, una nube de saltamontes cruzaba la carretera a nuestro paso, chocando contra los radios de las bicis, espanzurrándose contra el asfalto, un suicidio colectivo que llenó de asco sobre todo a Suitiño, que paró y lo dejamos atrás vomitando en la cuneta. Pero Perandones tampoco tenía mejor cara, nervioso dándose golpes según notaba que algún bicho se le metía por el maillot o anidaba en el culotte. La marcha se ralentizó, los compañeros de Suitiño pararon a esperar a su jefe, los pinganillos enmudecieron, la carretera se oscureció como si un eclipse nos estuviera amenazando con un mal presagio, y entonces aproveché para lanzar un ataque despiadado. Nadie se dio cuenta, porque en esa nube animal todo el mundo estaba nervioso y aturdido, pendiente únicamente de sí mismo y del asco. Debí tardar casi media hora en dejar atrás a los saltamontes. Iba muy rápido. Así que el pelotón no debió advertir mi ausencia hasta pasada más de una hora, una vez recompuesto del susto. Nadie me encontraba. Me dijeron que Perandones se puso a gritar mi nombre. Suitiño, que a duras penas había logrado reincorporarse al grupo apuntó que quizás me hubieran devorado los insectos. Era el único que faltaba. Estaban ya buscándome por las cunetas cuando un helicóptero de la guardia civil dio el aviso de que circulaba con más de media hora de ventaja sobre el pelotón, por una zona de la carretera sin control de tráfico, ya que incluso había adelantado a las motos encargadas de abrirnos paso, sin que se hubiesen dado cuenta de tan cabreados que estaban los civiles aplastando bichos contra el parabrisas de sus motos.

Estaba fuera del alcance de las radios. Así que no pude oír los gritos enfurecidos del director, que me decía que me detuviera a pesar de haberme convertido en aquel momento en el líder de la Vuelta. Me sentía poseído por el diablo, un calor desconocido caldeaba mis entrañas, la musculatura se tensaba con un placer casi lúbrico, me había transmutado en puro arte, un pura sangre rebosando sudor a medida que los kilómetros iban cayendo a golpe de pedal.

De Sabinas del Espigate salen tres carreteras, las dos anteriormente aludidas y otra que se interna en los Porletos, una meseta expuesta al lóbrego viento del norte, y en verano a la fatal insolación inclemente de un sol que no encuentra sombra alguna en toda su extensión tan llana y yerma como un panel solar.  Allí busque a Perandones, en esa región donde nada puede esconderse, en la que el mejor escondrijo consiste en camuflarse, tras dejar a Suitiño ya más calmado y después de haber espiado su conciencia, al cuidado de una monjita arrugada que le acariciaba la mano y refrescaba la frente con una compresa de espliego. Por allí debía estar Perandones. Metamorfoseado quién sabe en qué inmunda apariencia. Me había engañado de varias formas, me había estado antidopando, había abusado de mi generosidad, el muy ruin no aguantó que le pudiera hacer sombra en el pelotón y me persiguió sin clemencia poniendo a todos en mi contra. No podía escapárseme.

Al cabo de un rato la carrera logró recomponerse del doble susto, el de los saltamontes y el que yo mismo con mi absurda galopada les di a todos, así que primero las motos de la guardia civil y después el coche de nuestro director deportivo, consiguieron al fin alcanzarme, unas con sus bocinas y sirenas, el otro con sus gritos destemplados. Pero no paré, ni ralenticé mi marcha. Aquel día no había ningún puerto, sólo un perfil nervioso de continuos cambios de gradiente, el clásico rompepiernas que hay que encarar con confianza y extrema frialdad con objeto de no perder la cabeza entre tanto cambio de ritmo, de rasante y de marchas. Que fue lo que le ocurrió a Suitiño, y para mi sorpresa, también a Perandones, cuando enloquecidos de rabia se lanzaron en mi persecución, alternando relevos con total impudicia para intentar alcanzar a un gregario que había sacado los pies del tiesto.

Después supe por qué me persiguió mi propio equipo. No podía entender que mi director me estorbara la galopada: se ponía delante entorpeciéndome la marcha, no me daban agua, se arrimaban tanto que pareciera que me quisiesen tirar contra la cuneta, me insultaban, llegaron a arrojarme alguna barrita energética retándome a que parara a recogerlas. Varias veces la propia benemérita, así como los jueces de la vuelta, le llamaron la atención, hasta que finalmente lo sancionaron y le obligaron a retroceder para dejarme en paz. Sé que los servicios jurídicos del equipo estudiaron mi contrato y el reglamento para encontrar alguna argucia legal con la que poder detenerme. No sé si la encontraron, pero al cabo de un par de horas de galopar en solitario, alcancé la meta. Y allí estaba Maribel, alucinada con un brillo flotando entre sus pupilas como sólo había visto antes en una ocasión, cuando hicimos nuestra primera comunión y me vio con mi uniforme de almirante. Dejé la bici apoyada en una de las vallas, me quité las zapatillas y salí corriendo mientras los flashes danzaban a mi alrededor y el ATS de la prueba me perseguía con un matraz, me monté detrás de Maribel en su vespa y antes de alcanzar su hotel ya estábamos follándonos en un soto de los montes de Santelo. Era un dios, nada podía detenerme, por primera vez en tantos años me veía como un demiurgo a punto de emerger de la nada, Urano a punto de ser emasculado por Afrodita, Zeus meando oro sobre los senos de Danae, un sátiro que sodomiza sus propios deseos onanistas, a la vera del manantial de las Espérmices en el que Maribel se estaba refrescando el chichi mientras me confesaba que ella era uno de los vértices de un cuadrilátero que había deseado perfecto, donde en las restantes esquinas estábamos Suitiño, Perandones y Valdivia. Pero en aquel momento ya nada me importaba, a pesar de la sorpresa al conocer los cuernos que mi propio jefe de filas me estaba poniendo. Salí corriendo, alcancé un camión de ajos que me acercó otra vez a la meta, donde ya sólo quedaban los últimos borrachos, los operarios de mudanzas y un par de azafatas aburridas nadando en champán. Allí estaba todavía mi bicicleta. A su lado mis zapatillas, y mientras me las ponía se me acercó Suitiño, desconozco de dónde salió, si me había estado esperando, pero allí se paró delante de mí y me dijo que Maribel y él se iban a casar, que la había dejado preñada y que a mí me habían descalificado por incomparecencia doble, y entonces fue cuando le arrojé el bote vacío de isotónico y salí pitando no tanto por el susto, sino por seguir sudando los mejunjes anfetamínicos y la testosterona que la boticaria me había aplicado  por vía oral, tópica y anal, y ahora dudo si también intravenosa.

Y ahora ya he regresado. Lúcido. Mi hematocrito estabilizado. Desconozco lo que harán esos dos. No les guardo rencor. Quizás el hijo que creen de Suitiño sea mío. Y si fuera de Perandones, ya a nadie le va a importar. Porque Perandones ya no existe.

No pudo ser de otro modo. Ahora lo sé. No es que todo esté muy claro, pero lo cierto es que fui engañado durante casi todo el tiempo que estuve de gregario. No crean que me arrepiento de lo que hice. Bastante conseguí a pesar de lo que me metían en el cuerpo. Ahora me conformo con pensar que Perandones me envidiaba, temía mi capacidad, mi posible habilidad para hacerle sombra y entre él y el director idearon todo esa falsa de mi indolencia, de mi falta de espíritu de sacrificio, la chispa que me faltaba para ser un as y dejar de ser el gregario perfecto de aquel buitre.

Habíamos desaparecido, el primero de la clasificación, que era yo, y también el segundo y el tercero, Perandones y Suitiño. Habría entendido al organizador si se hubiera abierto las venas. Todo el pódium huido. Las crónicas recuerdan que al día siguiente nadie logró alcanzar la meta. El pelotón se perdió en una tolvanera de limo sahariano, y la septuagésima edición de la Vuelta finalizó sin haber podido acabar. Mientras tanto, yo buscaba a mi jefe, bajo el cielo afiebrado.

Perandones estaba alojado en una casa rural en la meseta de los Porletos. Dos días enteros me estuvo esperando, hundido en una bañera de agua de azahar helada, bajo unos surtidores en forma de ménade de cuyos pechos rebosantes de esperma manaba un gel azul turquesa extraído de las huevas del manatí. Sobre la mesa quedaban los restos de la cocaína. Pero él parecía lúcido. Eso sí, tan arrugado como una oruga. Le dije que le daba una hora para huir. A la caída de la tarde del día siguiente me dijeron que había parado a tomarse una gaseosa y un helado de crocanti. Al final accedí a tomarme un sorbo de orujo helado, antes de continuar. Sabía que iba a alcanzarle antes de llegar a la bajada del Estiví, una cárcava excavada en puro yeso y  cuyos brillos espeluznantes asombran a todos los viajeros que se internan en estas soledades las noches con luna. Ya se veían las primeras estrellas cuando logré ponerme a su lado. Durante un rato pedaleamos juntos sin hablar, muy rápido, a plato, desplegando una potencia equina de visos sobrehumanos. Alcanzamos a ver el brillo de los yesos, allá donde la carretera parece que se despeña y se inicia la abrupta bajada hacia el precipicio del Estiví. Yo frené, le cedí el paso, como siempre, pero él continuó recto hacia la victoria.
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Una respuesta a “POR LOS CAMINOS DE LA DEMENCIA

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  1. genial! Lo único que no me cuadra es la palabra chichi, pienso que con esa verborrea desmedida del texto podías haber utilizado cualquiera de lis restantes 999 nombres la la concha….

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