ENSAYO SOBRE LAS DOS RUEDAS (xxiii)

…………….continúa…

Ávidos de glucosa

El cuerpo humano puede obtener energía de numerosas fuentes. Determinados órganos y células poseen predilección por ciertos sustratos energéticos frente a otros. Sin embargo, los mecanismos de obtención de energía resultan redundantes en el ser humano, en el sentido de que para suplir una determinada escasez el metabolismo humano puede recurrir a fuentes energéticas alternativas o no usuales en condiciones normales de aprovisionamiento. Glucosa y grasa son las sustancias alimentarias que suministran la mayor parte de la energía al cuerpo humano. Bien es verdad también que las proteínas pueden satisfacer determinadas necesidades energéticas. Las fibras musculares de contracción rápida prefieren el glucógeno (glucosa), pero las lentas consumen fundamentalmente grasas, aunque también les gusta el lactato (el corazón, por ejemplo). El cerebro prefiere la glucosa, pero en determinadas situaciones las neuronas pueden consumir ketones del metabolismo de las grasas. Sólo son algunos ejemplos que muestran nuestra versatilidad.

Nuestra genética, testigo de nuestra evolución, nos presenta un ser humano ávido por metabolizar glucosa. Nuestro metabolismo considera a la glucosa como un combustible escaso (en el ambiente original donde evolucionó nuestra especie), pero de gran valor biológico, por lo que estamos preparados para desencadenar una serie de reacciones muy precisas para almacenar y utilizar muy eficientemente la glucosa en los órganos más sensibles, por ejemplo, el cerebro y el feto humano. Hasta tal punto llega la avidez “golosa” del ser humano que nuestro cerebro posee receptores de tipo opiáceo que nos procuran placer y digamos incluso, adicción a su consumo.

Pero ¿qué ocurre cuando la glucosa deja de ser un combustible escaso y caro y se transforma, tal y como testifica la realidad alimenticia occidental, en un alimento barato, subvencionado y ubicuo?

En coherencia con la original escasez natural alimenticia de glucosa, nuestro organismo dispuso su política de consumo y almacenamiento energético. Por ello las grasas suponen el principal sustrato energético original del ser humano, tanto a nivel de consumo metabólico en reposo y en ejercicio (de moderado a medianamente intenso), como de almacenaje, ya que en contraste con los reducidos almacenes de glucosa (aproximadamente 300 gramos en músculos y 100 gramos en hígado), los de grasa, ampliamente superan el 15% del peso corporal (más de 15 kilos en una persona sana de 70 kilogramos).

Cuando la “escasa” y apetecible glucosa se incorpora en nuestro organismo se activan prodigiosos mecanismos con el objetivo inmediato de captarla y almacenarla en sus depósitos de glucógeno muscular y hepático. El proceso más destacado y conocido corresponde a la secreción de insulina por el páncreas, que estimula el consumo y almacenamiento de glucosa con objeto de retirarla lo antes posible del flujo sanguíneo y restituir sus niveles normales y apropiados para suministrar energía al cerebro. La glucosa posee un enorme valor biológico, pero resulta altamente peligrosa, precisamente por su alta capacidad oxidativa, por lo que las células del organismo no sólo poseen enorme avidez por ella, sino también mecanismos de defensa frente a momentáneas concentraciones excesivas de glucosa en sangre (resistencia a la insulina).

El cuerpo humano está diseñado para que la glucosa ingerida en pequeñas cantidades se consuma inmediatamente y se almacene como glucógeno, y únicamente en determinadas situaciones excepcionales, para que se transforme en grasa (triglicéridos) y se almacene en los adipocitos. La grasa animal fue mucho menos escasa que la glucosa durante nuestra evolución, por lo que sus depósitos no sólo son mucho mayores, sino que directamente se aprovisionaban de las grasas ingeridas en la dieta y sólo muy excepcionalmente transformando la glucosa en grasas.

Se considera que el ser humano fraguó su genética en un ambiente donde resultaba muy difícil superar los 100 gramos de glucosa diaria de ingesta (frutas, verduras, ocasionalmente miel, y no olvidemos que hasta el neolítico –hace sólo 10.000 años-, cuando ya está construido genéticamente el ser humano, no se incorporan los hidratos de carbono de los cereales). Actualmente, una dieta habitual occidental de una persona no obesa puede incorporar fácilmente más de 500 gramos de glucosa. Y si la persona es sedentaria, y por tanto, no vacía periódicamente sus reservas de glucógeno muscular, el camino anormal que recorrerá la glucosa ingerida será, tanto permanecer en la sangre más tiempo del aconsejable, como convertirse en triglicéridos y almacenarse como grasa. No me detendré ahora en las anormales concentraciones de triglicéridos y sus consabidos problemas de salud, derivados de esta anómala manera de suministrar energía al cuerpo humano, fundamentalmente con glucosa y no con grasas. Me centraré, sin embargo, en la glucosa en sangre.

…………..continuará…

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