El deseo de leer

Algunos libros se convierten en fetiches. Instantáneamente, según se huelen, apenas leo unas pocas líneas, o se acarician. Los detecto sin ninguna duda, y nunca me han defraudado. Acabaré guardando en mi biblioteca unos cuantos libros, y estos serán únicamente mis fetiches preferidos. El resto lo almacenaré en el hiperespacio, sólo bites que concitaré a golpe de return. Alabada la red y el uso compartido de información electrónica. Pero que nadie toque mi pequeño mausoleo de libros analógicos.

¿Qué debe tener un libro para ser amado? Muchas cosas diferentes, y no siempre las mismas. No muy lejos, el viernes pasado caí otra vez hechizado. Una reedición de una colección que en su día publicó la editorial TANDEM, y que ahora saca a la luz FRONTERAD, unos libros sobre filosofía escritos por Maite Larrauri e ilustrados por Max, en concreto, el primero de la colección dedicado al deseo en la obra de Deleuze, sólo 100 páginas de magia y claridad expositiva.

En todos los amores, las circunstancias, el lugar, el ambiente aportan su aquello, en este caso METALIBRERIA, una tienda que sólo vende libros de ensayo, pensamiento, filosofía, una rara avis en el corazón de Chamberí y que desconozco a qué benevolentes designios debe que se pueda mantener como un emblema del pensamiento y la crítica.

Deleuze afirmaba que el filósofo se dedica a fabricar conceptos. En este aspecto el escritor francés brilló, aunque no nos lo puso nada fácil a los que nos acercamos a sus obras sin una preparación previa. “El Anti-Edipo”, “Mil Mesetas” o la misma “¿Qué es la filosofía?” (en colaboración con Guattari), son obras de lectura compleja, porque sus frases tienen la mala costumbre de tener que comprenderse recursivamente, y sólo cuando ya uno se ha adentrado prolijamente en los libros y se ha perdido, echa la vista atrás y reconoce que aquellos párrafos que antes no entendió comienzan a arrojar ahora algo de luz. Sus conceptos no se han elaborado taxonómicamente, comenzando por los sencillos y sumando ladrillos para construir los más complejos. Porque su rizoma conceptual no lo enraíza en tierra alguna, sino que lo sostiene como un sistema gravitatorio, únicamente en virtud de las relaciones entre ellos y no por obra de una etimología o una hermenéutica que los haga derivar de intuiciones claras.

El libro del que les hablo posee la extraordinaria virtud de hacer apetecible la lectura de Deleuze, de convertir en atractiva su perspicaz mirada, porque su análisis radical de la sociedad y del papel del pensamiento en la transformación de la vida y en la búsqueda de un nuevo arte de vivir posee enorme valor y actualidad.

Deleuze avanzó, entre otros pensadores, durante los años 70 del pasado siglo, muchos de los elementos constitutivos y delimitadores de nuestro actual mundo. Uno de ellos, que se ha consolidado como un hecho indiscutible, el que el conocimiento esté sustituyendo a la materia en el valor que las mercancías le ofrecen a la sociedad. Una especie de desmaterialización de la economía del conocimiento que está aconteciendo, entre otras cosas, por la exangüe cantidad de materia y energía que necesitan los bites para transmitirse.  Si no fuera por los nuevos cercamientos legales y coercitivos que los monopolios y los Estados le imponen a la libre difusión del conocimiento creando escasez artificial, el valor de uso de las mercancías hubiera crecido mucho más en relación a su valor de cambio, reportándonos muchos mayores beneficios.  

Pero recuerdo esta realidad porque deseo ir más allá de la abundancia que nos podría ofrecer la era digital, y lo quiero hacer sirviéndome del libro que reposa aquí al lado de mi ordenador. Es materia, qué duda cabe, y se ha confeccionado con recursos naturales, papel, tinta, pegamento, electricidad, entre otros muchos que hacen posible que haya llegado a una librería y lo pueda yo leer tranquilamente en mi sofá. Me recuerda que jamás nos vamos a poder desprender de la materia. Parece razonable.  Y deseable. Pero no sólo los bites poseen esa magia de la reproductibilidad casi infinita, también la materia, ese trozo de arte o reliquia que conservamos por puro placer y cuya única presencia, vista o tacto nos produce continuos placeres, como un libro, o cualquier otro objeto que cuidamos para que la entropía no nos lo arrebate, y en el que volcamos una parte de nuestro ser, porque en justa reciprocidad nos ofrecerá placer y va a formar parte de ese cosmos individual que todos anhelamos fabricar y al que Deleuze llamó DESEO.

Un nuevo bienestar que hay que aprender a extraer del flujo de los datos y de la información digital, pero también de la capacidad individual para saber sacarle placer a cada átomo de materia fabricada a través de su olor, su pura semiótica, la imaginación, las vivencias que nos pueden generar las cosas que poseemos y que compartimos, a través de su cuidado, de la reutilización, el reciclaje, la compraventa, el préstamo, la reubicación, la resignificación, etc, en suma, gracias a la generación artificial de abundancia en el que se basa todo verdadero arte de vivir.
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4 respuestas a “El deseo de leer

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