EL CUENTO DE LOS TRES BURGUESES PERVERSOS

En El retrato de Dorian Grey el novelista irlandés O. Wilde nos anticipa algunas de las razones de la afrenta que la culta y estética Alemania le infringió a la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial. Se suele decir que el arte, la alta educación y que la cultura clásica se constituyen necesariamente en vacunas contra el totalitarismo y el racismo, en bálsamos sociales que fomentan la democracia y la tolerancia. Pero Dorian Grey, precisamente aguijoneado por su celo esteta, por el deseo de colmar al máximo su sed de cultura y refinamiento, se abalanzó a una carrera delictiva y asesina muy similar a la que la refinada Alemania emprendió en los años treinta del pasado siglo.   

Al burgués abnegado le heredará el hedonista, al abuelo hecho a sí mismo con esfuerzo y sacrificio le sucederá el nieto inversor y rentista. La tecnocracia nacerá así, como el valido-ministro de los reyes absolutistas, los capataces del feudo y de las empresas, los gestores eficaces a los que sólo se les pedirá rentabilidad y pocas explicaciones.

Dorian Grey nos propone un dilema ético inconmensurable y atractivo. Y bastante lógico desde su posición de rentista que busca el placer refinado de la belleza, que aspira a disfrutar infinitamente de la cultura y el éxtasis: un pacto con las fuerzas oscuras del tiempo para extirpar de sí el mal, al otro, lo inferior, todo aquello que nos impide ser nosotros mismos, y en este caso, personas cultas y amantes de los más excelsos placeres de la carne y de las musas, un ansia antropoémica –como dijera Lévi-Strauss, vomitar al otro que habita en mí- similar a la de todos aquellos que han pretendido extirpar el mal de sus almas para convertirlas en un dechado de virtudes, de expulsar de sí al semita, al negro o al gitano para convertirse en seres aspirantes a la pureza.

Algo similar a lo que Stevenson nos mostró a través del doctor Jeckyll. Ya sea un cuadro que recoja todo el mal, o una pócima que nos purgue de todo lo feo y bajo, y lo concentre en un míster Hyde –oculto- que personifica lo odiado como símbolo de lo otro, lo inferior, del distinto, del inmigrante, etc. No importa tanto la moraleja final de ambos personajes, suicidados al querer matar al otro-yo, sino ese deseo de placer elevado, culto, que como en el caso del nazi educado en la Hochschulle y en el Gymnasium, en el amor excelso y devoto a Goethe y Beethoven, se transformaría en un buscador de placeres ocultos, bajos, rastreros y asesinos.

Durante todo el período de apogeo de la burguesía se pensó que el ser humano ocultaba en su interior un fondo perverso de salvajismo y que la labor civilizatoria universal a la que se lanzó el capitalismo consistió, al igual que nos muestra la dupla Jeckyll-Hyde, en extirpar el instinto animal de un burgués que inventó la figura del salvaje para evangelizarlo o desarrollarlo, para transformar el monstruo que él mismo veía en su interior exorcizándolo en la imagen del otro, del diferente.

Ambos burgueses, tanto Jeckyll como Gray, simbolizan el afán tan moderno por expulsar el mal, como si nos habitaran dos homúnculos en disputa y hubiera que intentar, con el auxilio de la cultura, el arte y la religión, también del psicoanálisis, escindirnos en dos almas antagónicas y no sólo expulsar la mala, sino también, asesinarla. El magnífico y siempre ocurrente Italo Calvino, ironizó sobre esta pretensión tan propia del burgués y que tantas desgracias ha arrojado sobre este mundo, y creó al vizconde Medardo de Terralba, demediado física y espiritualmente, por una bala de cañón, exactamente en su parte buena y su mitad mala. Y que finaliza con la afortunada curación del vizconde, la fusión de sus dos partes, y las sabias palabras de Pamela,

– Al fin tendré un marido con todos sus atributos

No deja de ser ambiguo este deseo de escisión, ya que por un lado se ambiciona expulsar lo pecaminoso en un afán casi fáustico de alcanzar algún tipo de esencia sublime, cultura y conocimiento, pero por otro lado, uno encuentra de forma más o menos explícita, el deseo también de ser como la parte mala y pecaminosa, de poder alcanzar el placer que la moral, la sociedad o las buenas costumbres nos tiene vedado. En la historia de los pactos diabólicos que proliferan en la literatura se puede apreciar la evolución del deseo humano por el poder, y a partir de determinada época, la del burgués perverso queriendo probar lo prohibido a la vez que hipócritamente le niega el placer al resto de la humanidad. En El mágico prodigioso de Calderón de la Barca, el pacto por el que se vende el alma se realiza para conseguir algo muy concreto, en este caso, el amor de la santa Justina. Pero ya Marlowe en La trágica historia del doctor Fausto, introduce el tema del conocimiento, de conseguir que el diablo le muestre la magia, el poder de ampliar los límites de lo posible. Se empieza a vislumbrar ya la relación tan clara que el llamado espíritu fáustico mantiene con el concepto moderno del progreso y la ampliación continua e inexorable del potencial humano para transformar la naturaleza y ampliar nuestra libertad, nuestro potencial para la acción.

Pero será Goethe el que va a introducir, sobre todo en la segunda parte de su Fausto, la relación entre la aspiración a la alta cultura y el conocimiento, y por otro lado el instinto diabólico para hacer el mal, una advertencia a las generaciones venideras sobre los peligros del deseo, de las fatales consecuencias que la ampliación de la libertad podría provocar si no va unida a la autolimitación, a la expulsión del instinto, de ese otro yo salvaje que en alianza con el conocimiento y la técnica podría cometer barbaridades.

La historia del burgués se ha construido sobre el extermino. Sombart nos lo presenta al comienzo de su andadura histórica como racional, programador, mesurado, ahorrativo, sacrificado, laborioso. Más tarde, a estas características Schumpeter le agregará la de ser innovador y emprendedor, un demiurgo de la organización eficiente y de la gestión creativa. Pero como Mumford nos aconseja, no deberíamos dejarnos engañar por su frialdad, su frugalidad, lo gris de sus aspiraciones, sus costumbres hogareñas, porque su hybris colérica se esconde tras su fachada de sana virtud y pacífica compostura, el burgués, recordemos la historia, ha sido el cruel represor de las revoluciones decimonónicas, el sujeto que ha codificado la violencia, que ha colonizado todo el planeta y ha construido la bomba atómica y los crematorios. Y que ha justificado la existencia de sus víctimas como imprescindibles para el progreso, sus males, como necesarios en su camino hacia el conocimiento científico, la cultura y el arte. Porque no olvidemos que el burgués, tal y como Dorian Gray nos muestra, sólo puede concebir una bella flor si esta se nutre de la mierda.

Por ello Thomas Mann creó su Doctor Faustus con la idea de ofrecernos un nuevo giro de este mito, en esta ocasión, a la vuelta ya de los campos de exterminio, la de un músico que aspira a componer la mejor música del mundo, a encontrar una nueva forma de ensamblar sonidos y que por tanto, sólo podrá lograr la inspiración sumergiéndose en un pacto mefistofélico que justificará el mal por su capacidad para hacer surgir la belleza y la alta cultura.

Recordemos que este ser salvaje que hay que mantener oculto bajo la máscara de la hipocresía y las normas sociales encuentra también su paralelo en Kurtz, el protagonista que se va desvelando a través de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, un hombre convencional, inteligente y meritorio al que todos auguraban éxitos seguros en su carrera profesional en las colonias del imperio y al que el contacto con la ferocidad de la naturaleza primigenia del Congo, sin la protección de los convencionalismos de la sociedad burguesa, acabará convirtiendo en un ser salvaje, instintivo y despiadado que gritará, en su lecho de muerte, “¡El horror!, ¡El horror!”, algo similar al grito mismo que acompañe el apuñalamiento-suicidio de Gray, o el “¡¡¡Fracaso total!!!” de Jeckyll cediéndole el protagonismo a un Hyde que al cabo le trasciende y acaba venciendo.

Pero lo que se oculta realmente tras la figura de Kurtz, y que aflora en lo más profundo de la selva, no es el instinto transgresor y pecaminoso del salvaje primigenio, sino el salvajismo real del colonizador, del misionero, del humanizador.  Si se lee esa biografía alucinante de Roger Casement, y novelada por Vargas Llosa en El sueño del celta, se aprecia que la inhumanidad de los colonizadores, de los burgueses gentilhombres que llevaron el desarrollo a la selva no la adquirieron por contagio, sino que la llevaban dentro de sí desde las cultas y civilizadas Europa y Estados Unidos, que era consustancial a su espíritu burgués y que ocultaron, como Gray o Hyde, tras un cuadro o en un ser marginal.

No debería resultar sorprendente que estos tres burgueses que nos interrogan –Gray, Jekyll y Kurtz- se den justo cuando Inglaterra se lanza a colonizar y a explotar el mundo con la excusa de su celo civilizador, con el objetivo de expurgar el salvajismo y el subdesarrollo del prójimo, cuando realmente estaba intentando extirpar el mal que habitaba en su propio corazón, oculto en sus entrañas como un subconsciente aletargado y siempre dispuesto a la perversión.

Todas estas obras y hechos contemporáneos parecen darse la mano y representan, en cierto modo, a ese prototipo de capitalista liberal y burgués que reinó durante esos años y que tan bien nos ha retratado Hobsbawm a través de sus libros de historia. No en otro lugar ni sociedad hubiera sido posible crear tan singulares personajes, que muestran, desde diferentes perspectivas y con variados matices, la perversión ética de la que nació y se nutrió el capitalismo moderno: su terror ante el salvaje de ultramar, al que había que exterminar en previsión de que nos devorara, y su horror ante el subconsciente, al que había que reprimir con el culto a la belleza, al arte y al orden.
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5 respuestas a “EL CUENTO DE LOS TRES BURGUESES PERVERSOS

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  1. @ruivaldivia Se me antoja que –no en el mundo de ficción, sino en el real– la figura de H.P. Lovecraft no le va a la zaga a esa terna de monstruos, que imaginan que librándose de lo que experimentan como inmundo pueden alcanzar inmaculadamente lo sublime. Menuda radiografía, gracias por ese repaso títulos y nombres! 🙂

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  2. @exetio @ruivaldivia me llama la atención que ninguno de ellos sea realmente burgués, sino miembros de clases tradicionalmente ligadas a las Iglesias cristianas: la aristocracia católica inglesa, la pequeña burguesía socialcristiana anglicana y el muy católico ejército belga. Y es que el tema de la escisión del alma es justamente un tema cristiano medieval… con el que acaba el burgués sombartiano, pero especialmente el weberiano. Es el cristiano, el cristianismo en realidad, el que ve escindida su alma en la sociedad liberal. El burgués es «de una pieza», tanto que necesita inventar el calvinismo para que nada le separe del foco principal y el procedure: la acumulación «originaria» que cuando es burguesa, no estatal, no se da «entre el fango y la sangre» como dijo Marx, sino entre la austeridad del mercader devoto y el lujo frívolo del producto que vende al príncipe. El burgués es pues paradójico  pero no es dual ni contradictorio. Como decía Sombart hace nacer el capitalismo como «hijo legítimo del amor ilegítimo» que condena como una pérdida de rumbo.

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