HESPÈRION XXI

Me pregunto qué puede empujar a setecientas personas a asistir a un concierto de música oriental, en concreto, una selección de composiciones sefardíes, armenias y griegas que fueron interpretadas en el siglo XVII en Constantinopla, tocadas con instrumentos originales y con la pretensión de recuperar unas prácticas singulares y casi perdidas. También me suscita interés conocer qué significó para el público esta escucha, qué experiencias extrajimos de esta ejecución realizada en un auditorio moderno y con el ritual propio de un concierto de música clásica: cada uno en su butaca, en silencio, y sin mover un músculo, a pesar del ritmo contagioso de la música, y del hecho manifiesto de que fue interpretada en ambiente y contexto muy ajeno al original.

Más allá de la curiosidad, o del afán por conocer otras culturas o historias, debió existir también un deseo por conectar los sonidos con la emoción, objetivo que siempre está presente en un concierto. Como en el caso de las lenguas habladas, cada tipo de lenguaje musical posee unas características propias, y así como afirmamos que la lengua es universal al ser humano, pero no sus lenguas particulares, del mismo modo con la música ocurre algo similar, la música es universal, pero no así los diferentes estilos o tradiciones musicales, que precisan de un aprendizaje cultural para ser comprendidas. Por ello, fue grato y sorprendente comprobar la receptividad, los calurosos elogios, la sensación de plenitud y gozo que muchos experimentamos y que expresamos con aplausos y vítores. Muchas cosas se nos debieron escapar, pero a pesar de ello hubo una aceptable comprensión, ya sea por la electrizante interpretación o por la atención y experiencia que muchos aplicamos en la escucha.

La música culta occidental ha estado obsesionada con la armonía, con la afinación perfecta de los instrumentos, la selección de las escalas y en consecuencia, con la mejor forma de armonizar diferentes voces, pasión que contribuyó a teorizar e investigar sobre la polifonía, y a inventar el arte del contrapunto como forma musical y escuela de aprendizaje. Otras tradiciones, como la turca que se mostró en el concierto, en cambio, prestaron mayor atención al timbre y al ritmo. A pesar de que el oído humano resulta mucho más sensible al compás de la música y a su color, sin embargo, la mayor elaboración teórica de la práctica musical occidental se desarrolló sobre la armonía, es decir, sobre la ciencia de las alturas (frecuencias) de los sonidos, en lugar que sobre el tiempo y el color. Por ello la notación musical occidental se centró en primer lugar en poder plasmar exactamente esas alturas, y más adelante el tempo, pero con gran simplicidad, y mucho peor el timbre. Música, la occidental, por tanto, elaborada y sobre todo escrita con un alto nivel de abstracción, a través de una serie de normas cada vez más depuradas y concienzudas sobre cómo los sonidos se debían mezclar entre sí no tanto para crear un determinado color, sino para generar unas estructuras de armonías-disonancias sobre las que se ha basado incluso buena parte de los desarrollos formales de las composiciones musicales en occidente (la forma sonata, por ejemplo).

A consecuencia de esta evolución, una de las variables que hay que considerar para entender la historia de la música occidental a partir del siglo XX ha sido precisamente la diversificación del ritmo y del color en la música. A igual que los pintores y escultores de las vanguardias europeas se dejaron subyugar por el arte africano y oriental, los músicos encontraron en las prácticas tradicionales de la música un rico patrimonio rítmico y tímbrico en el que poder inspirarse. Por ello la música occidental, a partir de Debussy, se va a nutrir de ritmos populares, folclóricos y orientales, de sonidos nunca oídos hasta entonces en una sala de conciertos, con el objetivo de componer una música donde el compositor pudiera también jugar mucho más libremente con el compás y el timbre, al margen a veces de las melodías y de las armonías tal y como se habían definido y establecido tradicionalmente en occidente.

Este concierto nos mostró, por tanto, otra práctica musical diferente a la occidental, recogida en parte por Cantemir, un moldavo que en el siglo XVIII inventó una notación musical novedosa para recopilar la tradición sincrética de músicas que en aquella época se interpretaban en la corte del sultán otomano. Una reducidísima selección de las más de 300 composiciones incluidas en su Libro de la ciencia de la música se interpretó el viernes en la sala de cámara del Auditorio Nacional de Música, junto con otras recogidas de las tradiciones sefardíes y armenias. Música instrumental que se nutría de los ritmos y las melodías populares, y que por tanto ha pervivido en la tradición oral, aunque ya con un elevado grado de sofisticación, y que quizás al oyente actual le resulte familiar por haber utilizado escalas similares a las que la Iglesia empleó durante el medievo.

Interesa destacar cómo dos tradiciones de música culta coinciden temporalmente en dos sociedades rivales y que hasta hacía poco habían guerreado a las puertas de Viena, donde otro imperio, con músicos muy diferentes, estaba iniciando el estilo clasicista. Y llama la atención que estos músicos, y también la sociedad, se dejara subyugar por la música guerrera de los jenízaros, por sus marchas militares rítmicas y ricamente ornamentadas con profusa percusión. No sólo la marcha turca de Mozart, o algunos momentos de El rapto en el serrallo, sino También Rameau, Gluck, Telemann, Haydn, y hasta el mismo Beethoven –en el cuarto movimiento de la sinfonía 9 la famosa marcha turca antes de la entrada del tenor y de la fuga-, se dejaron influir por esta moda. Incluso se transformaron instrumentos, los llamados pianos “jenízaros”, por ejemplo, para poder simular el color de la música turca adaptada al clasicismo vienés.

Por ello resulta grato comprobar cómo 300 años después, y en el marco habitual donde se interpreta música occidental culta, en esta ocasión el grupo de Jordi Savall nos haya traído aquella música sincrónica,  sobre todo que la haya sabido adaptar e interpretar para que nuestros oídos sean capaces de disfrutar con ella. Porque hemos podido percibir varias cosas relevantes. En primer lugar, advertido que la historia de la música ni es única, ni se puede definir por unos parámetros homogéneos de análisis, que la música no sólo hay que definirla y narrarla por la técnica musical, sino también por el contexto cultural en el que se interpreta, y en este caso, ambos criterios nos ofrecen dos tradiciones incomparables que un oído cultivado puede distinguir y apreciar sin apelativos ni jerarquizaciones.

Pero lo que más sorprendió, quizás, fue la diversidad rítmica, realmente espectacular, y el color, que en esta ocasión lo aportaron instrumentos tan originales como el kanun, el oud, las flautas ney y duduk, el santur y el tanbur junto con la lira y la viela de Savall, y la percusión de Pedro Estevan-, no sólo individualmente, sino en elaboradas “polifonías” de colores. A las personas que atienden fundamentalmente a la melodía, esta música les podrá resultar un tanto incomprensible, y hasta monótona, ya sea por las partes introductorias en las que la música no parece encontrar una dirección, como por las insistentes repeticiones de los mismos módulos melódicos, pero cuando se consiguen activar y liberar las zonas cerebrales que elaboran el ritmo y los timbres esta música adquiere nueva vida.

Finalizo destacando que los seis músicos tocaron sin dirección, y que nos ofrecieron un auténtico ejercicio de asamblea instrumental, una fabricación de sonido cómplice y equilibrada. Lo extraordinario del lenguaje musical reside en que todos podemos hablar a la vez. Si en el lenguaje hablado se deben alternar y suceder los discursos individuales mientras el resto de la audiencia calla y escucha, en cambio, en una obra musical todos los músicos tocan a la vez y amalgaman sus voces para crear un solo discurso musical. Por ello la música se erige en un lenguaje con una elevada capacidad para crear comunidad, porque todos pueden participar y además todos lo hacemos a la vez, sobre todo en los casos en los que la partitura sólo orienta y parece que ofrece un campo fértil para la imaginación y la emergencia de momentos únicos. Cuando no existe director y los músicos se buscan con la mirada y se escuchan para tocar, esta particularidad coral y democrática del lenguaje de la música surge con toda su intensidad propositiva. Sobre todo cuando la música es capaz de hacer cooperar a intérpretes griegos, armenios y turcos, que junto con un catalán y un alicantino nos alumbraron sobre cómo convivir en la simultaneidad y la igualdad de las voces.
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7 respuestas a “HESPÈRION XXI

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  1. Me alegro de que este tipo de música salga del espacio de la 2 de TVE a un espacio como el Audoitorio Nacional y envidio sanamente a los que asistieron y disfrutaron del concierto.

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