27. Arte para el espectáculo

Comienzo con una frase de Descartes, de sus “Cogitationes Privatae” un cuaderno de notas que Leibniz encontró y seleccionó, y en el que el filósofo francés incluyó numerosísimas reflexiones sobre las imágenes y la imaginación.

Así yo, al penetrar en este teatro del mundo en el que hasta ahora he sido espectador, avanzo enmascarado.

Así propondría yo que penetráramos en la sociedad del espectáculo que nos describió G. Debord en los años 60 del pasado siglo, y de la que somos herederos, que entremos como auténticos actores del espectáculo mediático, propagandístico y publicitario, pero con esa capacidad de distancia y perspectiva que nos puede ofrecer la máscara, que no deja de ser un sabotaje de la misma representación, un engaño que convierte en real nuestra propia imagen deformada por la propaganda.

Si nos quedáramos con la primera idea que se nos viene a la cabeza cuando los situacionistas nos hablaron de la actual sociedad del espectáculo, poco habríamos avanzado respecto a la interpretación de la realidad derivada del mito platónico de la caverna. El modelo de mundo espectáculo que Debord nos adelanta va más allá del idealismo platónico, o del teatro del mundo barroco, a pesar de la propia ambigüedad que a veces posee el texto original de Debord, y sobre todo, de algunas interpretaciones que se han realizado posteriormente y que sólo han incidido en las imágenes de nuestro mundo espectáculo como parte de un decorado, como maquillaje de la realidad o como un puro engaño. Esto es cierto, pero el espectáculo es más que eso.

La interpretación que habría que realizar del mundo espectáculo actual supera al modelo platónico o al cartesiano. Por varios motivos: no existe un autor, ni divino ni humano, de la comedia, y por tanto, no existe un único responsable de lo que ocurre en nuestro mundo, aunque bien es cierto que el poder de decidir sobre la imágenes no se reparte por igual, pero también es verdad que en nuestro espectáculo se da la posibilidad de que los mismos espectadores podamos actuar sobre el escenario. Tampoco las imágenes representan ninguna esencia o verdad oculta del mundo que deba ser comprendida universalmente y que tras el engaño de los sentidos sólo el sabio o el investigador será capaz de desenmascarar. Las imágenes nos puedan engañar, claro, pero el criterio de referencia ya no será más la voluntad del actor de los hilos (dios), ni la luz de las candilejas (la razón universal), sino precisamente el resto de las imágenes del mundo, un criterio que deja de ser transcendente y que se hace material, inmanente al mismo mundo de las imágenes.

Las experiencias artísticas modernas han tendido siempre a mantener la distancia entre el espectador pasivo y la obra de arte, de igual modo a cómo el espectáculo teatral o cinematográfico se expone a la contemplación o admiración del espectador. Y también muchos de los análisis que se han realizado de nuestra sociedad y del papel que los medios de comunicación, la propaganda y la publicidad juegan en el engaño, ficción y encantamiento del mundo falso que se nos muestra, han tendido a considerar de forma pasiva y acrítica a los consumidores o espectadores que estamos expuestos al impacto del espectáculo.

El mismo Descartes en sus apuntes ya nos avanzó esta posibilidad en cierto modo emancipadora, que Ranciere recogió en “El espectador emancipado”, la posibilidad o más bien, obligación, de convertirnos en actores del espectáculo. Porque la definición quizás más productiva, a nivel de autonomía, sobre lo que es la sociedad el espectáculo la ofrece el mismo Debord al comienzo de su libro, y dice así: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. Y sobre ello, Ranciere afirmaría lo siguiente:

El espectáculo es ante todo una relación social, que está construida a partir de imágenes y por tanto a través de mensajes y una forma de entender y codificar dichos mensajes. Dicho de otro modo, y de manera amplia, una relación basada en toda una cultura visual. Del mismo modo se habla de capital, no para designar al dinero, la riqueza o los medios de producción; sino, a todo un conjunto de relaciones sociales mediadas y construidas por la riqueza y las relaciones de producción y dominación. En tal sentido, se entiende el espectáculo como forma social totalizante (…) Por lo tanto, el espectáculo no es decorado, maquillaje, o escenografía, que encubra la realidad del mundo; esto sólo puede ser afirmado de manera muy general. El espectáculo es la realización de una forma de mundo que vive la imagen como irrealidad, como separación.

Lo cual enlaza con ese resumen, un tanto críptico, que Debord realiza de la sociedad del espectáculo cuando afirma conclusivamente que el espectáculo es «el capital en tal grado de acumulación que deviene imagen«. Es decir, que en una sociedad como la actual, en la que los medios de producción se extienden al mismo capital que resulta imprescindible para fabricar mensajes, cultura, ideas,  modos de vida y emociones, el capital tradicional entendido como máquina de producción de mercancías se transforma en capital para la producción de imágenes, en eso que se ha llamado el capitalismo cognitivo o cultural que está sustituyendo al tradicional capitalismo “sucio” de la maquinaria y de la producción material de mercancías. No significa esto que el capitalismo tradicional haya dejado de existir. Pero su peso y representatividad decrece y se concentra en colectivos de bajo salario y pobreza, tanto en zonas hiperexplotadas del Tercer Mundo, como en los márgenes de las sociedades avanzadas.

Todas las épocas han concebido el mundo a través de imágenes. Esto no es nada nuevo. Los discursos y las imágenes suelen ir de la mano, y se han complementado alrededor de las ideologías y hegemonías que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. El arte ha sido uno de los grandes proveedores de textos y de imágenes, tanto de las experiencias artísticas  promovidas por los poderosos como de las nacidas en el seno de los oprimidos o en los movimientos de liberación y emancipación.

A los humanos nos resulta muy difícil distinguir la naturaleza de la cultura y de la tecnología. La línea fronteriza entre esos campos cada vez resulta más difícil de establecer. Porque lo que percibimos depende de lo que Marx denominó el “régimen de los sensible”, que definió del siguiente modo en sus manuscritos de París:

El ojo ha devenido ojo humano de la misma manera que su objeto ha devenido objeto social, humano, creado por el hombre y para el hombre

Por tanto, y en concordancia con lo que mantiene la filosofía de corte constructivista o el pragmatismo (aquí y aquí), que la realidad humana se fabrica en coherencia con el régimen de percepción con el que cada época o grupo humano distingue, clasifica y se deja influir por lo que le rodea. Un régimen que debe mucho a las experiencias artísticas con las que cada comunidad ejercita su sensibilidad. Por tanto, la naturaleza no es algo sagrado, primigenio o trascendente al ser humano, ni siquiera la materia prima original, sino algo tan nuestro, tan artificial y natural, como un martillo, un ordenador, un arado o un cuadro de Velázquez (multinaturalismo).

Porque la distinción entre natural y artificial no deja de ser una forma de clasificar el mundo acorde con un especial régimen de lo sensible. No digo que un león sea igual que un paraguas, pero realmente tampoco un paraguas es igual que un destornillador. Claro, se podrá alegar, al león no lo ha creado el ser humano y además posee agencia o intención, de lo que se inferiría que todo aquello no construido y preexistente al ser humano sería natural. Pero al león lo percibimos también con un determinado régimen de sensibilidad, con una estética, y por ello, lo incluimos en un sistema de relaciones humanas y de imágenes y de discursos sobre lo que es el león, que lo convierten en un objeto también de nuestra fabricación, en función de cómo lo definimos, lo estudiamos y lo consideramos en nuestra política y relaciones sociales, sobre cómo escribimos de él y cómo lo representamos a través de imágenes. Todo león tiene una parte invisible, como todo lo que forma la realidad que nos rodea. El que consigamos hacer visible lo invisible del león se debe a nuestra capacidad de construir conocimiento, de generar nuevos regímenes de visibilidad. Y también nuestro poder para invisibilizar. El león y nuestra imagen del león coinciden, porque lo visible y lo invisible del león se dan por igual en la imagen y en lo representado por las imágenes.

Lo natural se ha definido casi siempre como algo contrapuesto a la cultura, pero es que lo natural es un producto también de nuestra cultura. ¿Existe algo más perverso que intentar encontrar qué es lo natural en el ser humano? Aquí reside el punto crítico de la trascendencia, de ese intento de naturalizar, como preexistente a la cultura y a las tecnologías humanas, una esencia primigenia, original y no transformada por la cultura, es decir, por el propio hombre, y de la que tiene que derivar o en la que debe fundarse la ética y nuestro comportamiento: un ser natural que tendría que definir el estar del hombre en el mundo.

Y digo todo esto porque también las imágenes con las que representamos el mundo son construcciones humanas que son percibidas según un particular régimen de sensibilidad. Y aquí la clave, para entender esta sociedad del espectáculo en la que las relaciones humanas están mediadas por imágenes, sería entender el significado de representar, que no es otro que el de poner algo en lugar de otra cosa para explicarla. La imagen sería, por tanto, una manera de vincular dos cosas, de establecer un nexo al que el régimen de visibilidad (en palabras de Ranciere y muy similares a las de Marx) de cada época le ofrece el estatus de la verdad. Por tanto, la imagen y lo imaginado se parecerán en la medida en que el régimen de visibilidad, la manera de percibir denote una similitud entre estas dos instancias, una equivalencia material sentida. La estética sería así la ciencia de la percepción, de las similitudes, de las formas de la representación, y por tanto, de cómo establecer metáforas, porque toda la ciencia consiste en haber sido capaces de levantar un enorme edificio metafórico (simbólico y de relaciones) sobre cada régimen de percepción o de sensibilidad.

Sobre ello, dirá Ranciere:

Una imagen jamás va sola. Todas pertenecen a un dispositivo de visibilidad que regula el estatuto de los cuerpos representados y el tipo de atención que merecen. La cuestión es saber el tipo de atención que provoca tal o cual dispositivo (…) La representación no es el acto de producir una forma visible, es el acto de dar un equivalente, cosa que la palabra hace tanto como la fotografía. La imagen no es el doble de una cosa. Es un juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho. No es la simple reproducción de lo que ha estado delante del fotógrafo o del cineasta. Es siempre una alteración que toma lugar en una cadena de imágenes que además la altera. Y la voz no es la manifestación de lo invisible, opuesto a la forma visible de la imagen. Es la voz de un cuerpo que transforma un acontecimiento sensible en otro, esforzándose por hacernos “ver” lo que ha visto, por hacernos ver lo que dice. La retórica y poética clásicas nos lo han enseñado: también hay imágenes en el lenguaje. Son todas esas figuras que sustituyen una expresión por otra para hacernos experimentar la textura sensible de un acontecimiento mejor de lo que podrían hacerlo las palabras “apropiadas”.

Pero el verdadero poder de las imágenes se da cuando en el arte y en la ciencia las imágenes nos enseñan una parte del mundo que nosotros no podemos contrastar, con la que no podemos realizar directamente una equivalencia según un régimen de visibilidad. Pensemos en los microbios, por ejemplo. De ellos sólo poseemos imágenes, las que nos ofrecen los microscopios después de haber tratado determinadas muestras biológicas con un específico proceso de visualización para que a través de un juego óptico y a través de un modelo de interpretación podamos establecer que esa imagen posee su equivalente en un  mundo real que no podemos ver al margen de la tecnología. Y lo creemos porque confiamos en la fabricación que el sistema ciencia ha realizado alrededor de la imagen del microbio. ¿Y qué pasa con todas esas otras imágenes no científicas del mundo, que nos representan una realidad que nosotros tampoco podemos contrastar? Ellas mismas son parte de nuestra realidad y se creen o no, representan o no, nunca en función de una mímesis, sino de nuestra manera especial de percibir, que no deja de ser una relación entre imágenes de las cosas, entre las construcciones mentales que nos hacemos de ellas, y de esa misma confianza que poseemos en el mismo sistema de producción de imágenes, y que llamaría “servidumbre voluntaria”, y que M. Cabot, resumiendo a Adorno, define de la siguiente manera:

El núcleo de la crítica no es tanto el carácter mercantilista de la cultura de masas, aunque sea mercantilista en grado sumo, ni el carácter monopolista y autoritario de la gran industria del entretenimiento, que lo es, sino el mecanismo social por el que se acepta —“libremente”— la coerción, incluso en el modo de percibir el mundo circundante.

Todavía con más precisión y solapada contundencia, A. Badiou, en “Pequeño manual de inestética” nos dice lo siguiente sobre la capacidad de la experiencia artística para visibilizar lo que el espectáculo actual invisibiliza:

El arte de hoy se hace solamente a partir de lo que no existe para el Imperio. El arte construye abstractamente la visibilidad de esta inexistencia. Es lo que ordena, para todas las artes, el principio formal: la capacidad de hacer visible para todos lo que no existe para el Imperio (y, por tanto, para todos, pero desde otro punto de vista). Convencido de controlar la extensión entera de lo visible y de lo audible por las leyes comerciales de la circulación y las leyes democráticas de la comunicación, el Imperio ya no censura nada. Abandonarse a esta autorización a gozar es arruinar, tanto todo arte, como todo pensamiento. Debemos ser, despiadadamente, nuestros más despiadados censores.

Por ello creo que Baudrillard declaró que en esta sociedad del espectáculo vivimos en el simulacro, en la confianza de que lo que las imágenes nos cuentan es real, pero no en el sentido platónico de ser un simulacro de lo natural o de lo real como verdad universal, sino porque confiamos en la realidad que desean transmitir los detentadores de los medios de producción de imágenes, el Imperio que decía Badiou.

La diferencia más evidente entre la imagen convertida en experiencia artística o la imagen tal cual se nos presenta en la realidad, va a ser el carácter de juego y de enigma, y la intencionalidad del creador, frente al hecho de que las imágenes contempladas como no-arte se nos hacen reales por sí mismas, porque solemos verlas de forma acrítica sin poner en cuestión el régimen de visibilidad con las que las percibimos e interpretamos; mientras que las imágenes experimentadas artísticamente ponen en cuestión estos regímenes, generan una ambigüedad en la misma visibilidad. Puede decirse que las imágenes del mundo son realmente el mundo fabricado acorde con nuestra específica manera de percibir, y que lo que las imágenes creadas en la experiencia artística nos pueden mostrar son los indicios de otro régimen de sensibilidad y por tanto, de un mundo alternativo en el que la visibilidad y la invisibilidad juegan de otro modo.

Apenas estaremos rozando el núcleo del problema si seguimos considerando que las imágenes de la publicidad o de la propaganda, las de las industrias culturales, tan sólo nos están engañando para que compremos o votemos lo que desean los monopolios económicos o del poder. Si sólo pensamos así, las únicas salidas serían el cinismo asociado al pretendido consumo alternativo o solidario, o luchar por la toma del poder político con la pretensión de cambiar así la realidad simbólica y material.

Detrás de las imágenes no tenemos que buscar nada, ningún espejo o sucedáneo de verdad, porque ello significaría otra vez retornar a la idea de la imagen como representación del mundo (idealismo), y por tanto, y en palabras de Deleuze y Guattari en “¿Qué es la filosofía?”, a volver a introducir el concepto de trascendencia siempre que intentemos “interpretar la inmanencia como ‘de’ algo, como referida a otra cosa que hace de concepto supremo”. En línea con el pensamiento marxista, las imágenes existentes y las nuevas que fabriquemos son nuestra única realidad, y por tanto, la revolución o la emancipación sólo podrá desarrollarse alterando la forma de percibirlas y de fabricarlas. Como afirma C. Casanova en “Estética y producción en Marx”,

(…) la revolución comunista debe ser pensada, más que como una emancipación civil, como una revolución radical de los sentidos, una transformación en el régimen de lo sensible.

Pensamiento marxiano del que los libertarios supieron extraer mejores lecciones históricas. Por ello, la lucha contra la alienación nunca debería ser pensada como un retorno a la esencia natural del hombre o a la liberación de aquellos elementos que nos impiden ser nosotros mismos, sino como apropiación de la historicidad, de las fuerzas que hacen que la vida evolucione y de los regímenes sensoriales acordes con esta libertad productiva y tecnológica.

El lenguaje visual y el escrito han estado siempre relacionados. No creo que lo que se esté dirimiendo hoy en día sea una lucha entre dos tipos de lenguajes excluyentes o enfrentados, sino un conflicto sobre el reparto social de los medios de producción de mensajes y entre diferentes regímenes de lo sensible. Bajo esta premisa las siguientes palabras de Buck-Morss pueden resultar útiles para entender la índole de las imágenes en el mundo actual:

El punto no es el hecho de que la evidencia fotográfica sea comúnmente manipulada y que pueda comúnmente mentir, o el hecho de que nosotros “veamos” lo que estamos predispuestos ideológica y culturalmente a ver. La evidencia falsa no es menos evidente que la evidencia verdadera: la palabra se refiere a la visibilidad, a la habilidad de algo para simplemente ser visto. Una imagen –su evidencia– es aparente; si es apropiada o no es una función de aquello que aparece, sin importar si esto es un reflejo exacto de la realidad. Una imagen toma una película de la superficie del mundo y la muestra como llena de sentido (esto es lo que estoy describiendo como intencionalidad objetiva), pero este sentido aparente está separado de lo que el mundo puede ser en realidad, o lo que nosotros, con nuestros propios prejuicios, podamos insistir en que es su significado.

Las imágenes aumentan aceleradamente con la velocidad de crecimiento de nuestro mundo. Y a medida que lo hemos ido haciendo más grande y más visible las imágenes han ido proliferando. Todas las imágenes nos hablan de las cosas y de sus relaciones, por lo que nuestro mundo no puede ser concebido ni alterado, si en coherencia con nuestra experiencia y acción no se modifican y se fabrican nuevas imágenes. Y por supuesto, el mayor incremento de las imágenes se ha producido en relación con los avances científicos, los desarrollos tecnológicos y el incremento exponencial de mercancías, esas cosas producidas y lanzadas al mercado y sobre las que también hemos construido, por supuesto, un enorme imaginario.

Con las imágenes está ocurriendo un proceso similar al que aconteció con el dinero, que de medio de cambio y de equivalencia se fue transformando progresivamente en capital, es decir, en dinero que a su vez costaba dinero y a través de cuyo circuito de plusvalía lo material y lo dinerario se convertían en objetos sustituibles y al cabo acumulables en forma de un capital. Al principio fueron las mercancías y sus correspondientes imágenes, pero ahora asistimos al hecho de que cada vez proliferan más las imágenes de las imágenes, es decir, que las propias imágenes, de ser representación o equivalencia de las mercancías, se transforman ellas mismas en mercancías, y por tanto, en una especie de capital simbólico igualmente acumulable. El capitalismo tradicional y sus relaciones sociales mediadas por el capital, se transforma así en un capitalismo que según los autores que lo están describiendo consideran como cognitivo, simbólico, cultural, estético, semiótico, etc.

Ante este panorama no cabe mirar hacia otro lado, ni enrocarse en los medios tradicionales y habituales, una defensa numantina del imaginario que sólo podría llevarnos al suicidio. Por lo que debemos preguntarnos cómo convertirnos a nivel visual en comunidades de productores de medios (como proponía Brecht), cuando la mayor parte de la tecnología y de los medios de producción de imágenes pertenecen a las industrias culturales, a los grandes medios de difusión y a las agencias de publicidad.  Quizás la clave vuelva a residir en la experimentación artística y vital, en la medida en que es capaz de modificar los regímenes de lo sensible o de visibilidad. La posibilidad de recombinar, desviar, alterar, invertir los significados de las imágenes y la capacidad tecnológica de modificar, cortar, transmutar y difundir de otro modo las imágenes existentes, y quizás también de practicar el arte del disenso tal y como lo expresa Ranciere en este texto.

Disenso significa una organización de lo sensible en la que no hay ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia. Por eso, toda situación es susceptible de ser hendida en su interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de significación. Reconfigurar el paisaje de los perceptible y de lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades y las incapacidades. El disenso pone nuevamente en juego, al mismo tiempo, la evidencia de lo que es percibido, pensable y factible, y la división de aquellos que son capaces de percibir, pensar y modificar las coordenadas del mundo común. En eso consiste un proceso de subjetivación política: en la acción de capacidades no contadas que vienen a escindir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para diseñar una nueva topografía de lo posible.

Parece que todo está a la vista, que todo es un espectáculo, y que nada se nos oculta, desde lo más truculento a lo más festivo. De todo hay imágenes, y lo que no posee una imagen, no existe. Si aprendemos a ver este mundo como un espectáculo, como una manera estetizada de mostrar y crear nuestro mundo, y si somos capaces de entrar en él como actores, quizás gracias a nuestra capacidad para actuar y escribir parte del guion, de recrear la trama a través de nuestra propia experimentación artística y vital, podríamos conseguir subvertir la índole del espectáculo. Por tanto, intentar transformarnos también, en este espectáculo de las imágenes, en actores de la representación, y no asistir sólo de forma pasiva o quedarnos fuera del teatro. Si Descartes deseaba entrar en el espectáculo con una máscara, quizás nosotros debamos actuar a rostro descubierto en un teatro donde son ellos, los actores actuales, los que realmente están disfrazados.

…….continuará…

11 respuestas a “27. Arte para el espectáculo

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  1. Creo que el espectáculo al que se refería Debord era más bien una metáfora. Debord de lo que hablaba era de la construcción de la subjetividad y la memoria a partir de «lo no vivido» pero representado en los medios.

    Por ejemplo, los chavales que se dicen chavistas en España porque comulgan con una representación mediática y una interpretación de esa representación sin haber tenido otro contacto o contexto con lo relatado que el propio relato.

    Por ejemplo que los sesenta se «recuerden» en España o Portugal con ropajes y músicas… que en todo caso llegaron a finales de los setenta y solo a una minoría es un ejemplo de «sociedad espectacular». Se «recuerda» socialmente lo que la representación mediática, pública quiere retratar, con independencia y en conflicto con la memoria personal. La cuestión es que esa memoria representada se come y sustituye a la memoria vivida y las personas, según Debord, acaban recordando o incluso viviendo en tiempo presente la representación que de sus vidas hace el poder.

    Vamos, creo que el concepto de sociedad del espectáculo de Debord sirve poco para entender el papel de las artes plásticas hoy… entre otras cosas porque la imagen que se utiliza para la construcción espectacular es la noticiosa, la de los resúmenes de fin de año, la de las series y las películas, etc. Creo que Saura, Millares y sobre todo Tapies fueron los últimos intentos -atavismos de Fraga que era en tantas cosas un señor de preguerra- de incluir a los «grandes artistas» de la época en la memoria colectiva machacada mediáticamente.

    La pregunta ahí no es por qué sería «admitida» la representación como falsa memoria, sino si es posible una memoria representada alternativa. Es decir, si es posible y puede revertir o no el peso de la memoria mediática otro tipo de representaciones. Y ahí, la cosa se separa en otra distinción interesante: la viabilidad de la contracultura -el intento de una cultura hegemónica sobre otros valores- y subcultura -entendida como cultura comunitaria con una relativa autonomía.

    Y en relación con eso quería dejarte una nota sobre la cita de Casanova. Como todos los de su entorno y época confunde la revolución con el comunismo. Para Marx por supuesto que el comunismo es «una revolución de los sentidos» ¡¡¡porque la abundancia nos transformará incluso biológicamente!!! Pero la revolución no lo es en absoluto, la revolución para Marx -y para el sentido común- no la hacen aquellos que «se abrieron a los sentidos» ni siquiera a un tipo de conocimiento determinado. La revolución para él es un cambio político que hacen las generaciones presentes con toda su alienación y sus taras y que solo pone en jaque esa alienación en la medida en que abre un periodo de «liberación de las fuerzas productivas» que a su vez y tras un tiempo de transición, conduce a la abundancia.

    Las briznas de abundancia hoy (software libre, comunitarismo igualitario, etc.) pueden darnos una experiencia diferente pero no pueden «abrir nuestros sentidos» en la forma en que Blake, Marx, a su modo Keynes e incluso Freud intuyeron para una sociedad donde el problema econonómico esté resuelto. Todo lo más nos pueden dar una experiencia humana diferente pero limitada que genere una subcultura particular (la ética hacker por ejemplo) que avance características de lo que la abundancia podrá suponer algún día.

    Pero fíjate, incluso para alcanzar ese modesto «papel de actor», el umbral que hay que cruzar es el productivo (hacer software, producir juntos, etc.) no el artístico. No es «recrear la trama a través de nuestra propia experimentación artística y vital» la que nos permite tener una experiencia diferente, sino la experiencia en la resolución de los problemas sociales básicos (producción de la satisfacción material de nuestras necesidades, distribución de excedentes, organización en torno a ellas) la que nos permite representar otras cosas. Cosas que ya no son parte de la representación de una memoria social impostada desde el poder (un relato donde no podemos tener papel si no es como comparsas) sino las primeras «trazas de la canción» de un mundo paralelo, del mismo modo que la novela barroca (el Robinson y los piratas de Defoe o el Gulliver de Swift ya no son parte del relato del mundo estamental, sino representaciones de una experiencia burguesa del mundo y sus conflictos).

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  2. En gran parte de tu argumentación estás considerando el arte como el sistema moderno de las artes, el de las bellas artes que inaugura la revolución francesa y el romanticismo a través de la figura aurática del artista y de la propia obra de arte. Como he explicado a lo largo del trabajo, este sistema está en descomposición y no nos sirve. Si consideramos la experiencia artística, eso que he llamado el artear a lo largo de mi trabajo, como un modo de conocer jugando, como un eleento ligado a la experimentación, como una forma de enfrentar un reto cognitivo, emocional y vital, de disponer las mediaciones sociales, anímicas, materiales adecuadas, entonces la experiencia artística, como forma básica humana de conocer, percibir y crear nuevos regímenes sensoriales, resulta util, yo diría que imprescindible para la transformación. Es la línea biológica, neurológica y filosófica que he ido explicando desde los primeros capítulos, en sintonía con Goodman, Diseneyake, Zeki, Dewey, Maturana, etc. Por ello, desde el comienzo he insistido en no nombrar demasiado la palabra arte, e incidir en el artear o en la expeiencia artística, que reiteradamente he dicho que no se da exclusivamente al contemplar pasivamente la obra de arte clásica o contemporánea, sino cuando uno planta cebollas, hace cerveza, programa un software, juega con los hijos, juega al ajedrez, pasea por el monte o participa en una performance, etc… La experiencia atística es un tipo de percepción y emoción que se despierta en rerlación con un cierto ceremonial, disposición, etc. y que debe estar ligada a la cotidianeidad,a la transfomaciónde los modos de vida, y como dices, a la producción. Cuando intentamos darle sentido a las cosas que producimos, ahí está la experiencia artística de la que yo hablo, algo qu ecomparto con la obra d earte clásica, pero que va mucho más lejos.

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    1. Entonces, ¿no sería mejor llamarle experiencia simbólica y ceremonial? Quiero decir, en realidad a lo que estás llegando es a ese terreno ambiguo que desde el Renacimiento se dividió en dos: experiencia artística (frente al objeto cultural creado por un artista) y experiencia religiosa (desde el siglo IV inevitablemente ligada a un sistema pre-establecido de creencias dogmáticas). Es cierto que entre ambas hay un espacio riquísimo y sistemáticamente invisibilizado, tal vez por ser percibido como íntimo o por entrar en competencia con esas dos grandes fábricas ideológicas.

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      1. Precisamente por ello el trabajo se denomina «En las fronteras del arte» porque discurre por esa grieta o intersticio que tú has definido de esa forma. Y el tema de las imágenes es importantísimo. No es que yo pretenda cerrarlo, pero deseo poner de relevancia por qué hay que enfrentarlo, la importancia que posee el lenguaje visual para la comunicación, el imaginario, etc., precisamente en este momento histórico en el que el lenguaje escrito, que había sido el vehículo de las corrientes emancipatorias, dejan de dominarlo y de ser relevante para una mayoría de la población, especialmente los jóvenes, y yo mismo, que soy un ratón de biblioteca y que sólo estoy a gusto escribiendo, ¿cómo puedo hacer comunidad y entablar relaciones transformadoras, con qué vehículo de comunicación, cómo debo dirigirme a mis conciudadanos?

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      2. Es que ese retroceso de la palabra estructurada no es un cambio espontáneo, es el producto y la expresión de la descomposición social.

        La descomposición es un proceso gigantesco y orgánico de destrucción de fuerzas productivas resultado de las disfunciones de un sistema que ya no sabe desarrollarlas de forma útil para la Humanidad. Pero nunca lo olvidemos: las principales fuerzas productivas son el conocimiento y el trabajo… es decir, las personas. ¡La descomposición es un proceso de triturado masivo y descualificación de personas! Y la erosión del pensamiento articulado, cuya universalización fue parte de la «revolución de los sentidos» que trajo consigo la instauración del capitalismo es una de sus principales expresiones «culturales».

        Y, esto es lo dramático de la descomposición, al erosionarse esa capacidad para pensar de forma estructurada se erosionan también las capacidades de transformación y superación… tanto o más que el propio sistema. El resultado concreto no es solo la «sociedad zombi» de la cultura de la adhesión, es que contribuye al retroceso hacia la barbarie del sistema como un todo.

        La tendencia que vemos con la descomposición no es hacia el desarrollo de una sutil, compleja y sofisticada gramática visual que sustituye poco a poco a la palabra escrita en el desarrollo de la autonomía de los sujetos. Es a una destrucción de la sintaxis de la comunicación y de la autonomía de los individuos, las comunidades y las sociedades por pura incapacidad para estructurar sus necesidades. Parafraseando a los sesentaiochistas «2005 fue solo un debut» de una descomposición de las formas de expresión del descontento social. El neofascismo en el poder parcialmente en Hungría, el descenso a los infiernos en Polonia, el resurgir de la Inglaterra jingoista, los «trumpanzees»… la incapacidad de la sociedad venezolana para articular alternativas a la descomposición rampante, son expresiones de un fenómeno íntimamente ligado a esa erosión de la palabra ordenada como forma hegemónica de la comunicación social.

        Y ante eso ¿que hacemos? ¿dónde ponemos la prioridad? ¿En crear un nuevo tipo de -llámalas- Universidades Populares que difundan las herramientas básicas de la autonomía como en su día hicieron las casas del pueblo y los sindicatos o exploraciones simbólico-plásticas que más que probablemente no consigan comunicar nada en una gramática simbólico-plástica que también se ve erosionada y es cada vez más burda (véase youtubers, snapchat o instagram)?

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  3. El texto de Debord resulta ambiguo, pero ofrece muchas líneas de análisis y de comprensión de ese concepto un tanto elusivo que es el del espectáculo. Tú aportas el de la memoria, pero hay otras líneas muy interesantes. Tampoco Debord ayuda mucho a nivel personal o de relaciones, un ser un tanto dictatorial que acabó arruinando la internacional situacionista. Todos estos movimientos contraculturales, como magníficamente se afirma en el texto que hoy las indias aconseja como lectura, analizados a la luz de lo que ha sido el devenir histórico posterior, ofrecen luces y sombras, máxime cuando el sistema capitalisto se apoyó en algunas de su spropuestas culturales y vitales para acabar derivando en la sociedad posmoderna que nos asuela.

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    1. No creo que el situacionismo fuera «contracultural», creo que a diferencia de los norteamericanos -con mucho menos basamento teórico y lecturas- que cuenta el artículo, desde el principio, al modo de las vanguardias fue más «sub-cultural» y en ese sentido fueron todavía por delante de lo que el artículo postula. Quiero decir, los situacionistas en un principio fueron una comunidad artística en el sentido en que lo habían sido las vanguardias organizadas (dadá, surrealismo, etc.). Fue la experiencia del sesenta y ocho la que les engañó sobre la posibilidad de dar el salto a lo contra-cultural. Y más allá de las cosas personales, ahí estallaron porque no había tanto movimiento de lo «realmente vivido» como para sustentarlo, llegaron de verdad a las «fronteras del Arte» solo para descubrir que en lógica con sus propios planteamientos tenían que cruzarlas y convertirse en intelectuales o en revolucionarios (ser comuneros, establecer un espacio donde pudiera ser parte «gente normal», ni se les cruzó). Es decir, al otro lado de la frontera estaba la nada. De hecho fueron pioneros en la descomposición también. No hay que olvidar que el más divertido de todos, el autor de «Miseria en el medio estudiantil» (un genio), acabó en el GIA, pionero del jihadismo más atroz. Creo que llegaron a un callejón sin salida «muy francés», el del intelectual contra-cultural y/o antisistema. Por eso les salían chispas a los supervivientes con la expo del Pompidour…

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  4. Pero también la revolución de los sentidos la hacemos con nuestras taras y alienaciones. Por eso no se puede realizar al margen de os sistemas sombólicos y coordenadas emocionales y culturales que hemos mamado. Por ello, las experiencia artística (no el arte), el artear, resulta tan útil, porque permite, nos ayuda en la recombinación, desvío, disenso, etc. de reconveertir nuestra sensibilidad según actuamos y producimos y nos comunicamos de otra forma.

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    1. No creo que sea posible ninguna «revolución de los sentidos» sin un cambio general y profundo de la experiencia humana, es decir, sin un salto hacia la abundancia general. Habrá, hay, maravillosos ejemplos de desarrollo intelectual, moral y de la sensibilidad individual dentro o en contacto con la vida comunitaria y la ética hacker del trabajo, claro. Pero siempre dentro de un conjunto social cuyas dominantes son la descomposición con todo lo que implica y una desigualdad y brutalidad crecientes.

      Disfrutar de briznas de abundancia hoy no va a tener mayor impacto espiritual que el que para un buhonero-mercarder del siglo X significó convertirse en hombre libre en y a través del primer comercio europeo. Es cierto que eran las primeras trazas de una experiencia humana nueva, en medio de un orden feudal todavía muy robusto. Y es cierto que aquellas generaciones (muchas) puedieron disfrutar cosas que estaban vedadas a sus contemporáneos. Pero nada más. La revolución de los sentidos que ya supuso el salto al orden burgués tardaría en llegar siglos. Seguramente el siguiente cambio histórico, pueda ser más rápido, claro. Pero es más que probable que sea como la generación de Moisés, a la que estuvo prohibido ver la tierra prometida, del mismo modo que a los protoburgueses medievales les hubiera resultado absolutamente incomprensible y ajena la sensibilidad no ya de Zola o Proust, sino Cervantes o Shakespeare.

      Por eso el Manifiesto Comunero insiste en que el objetivo del comunitarismo no es experimentar una sociedad de la abundancia «en pequeñito», sino crear un entorno de valores ordenadores de la producción y la socialización en el que pueda desarrollarse una experiencia que plantee las necesidades que serán respondidas con tecnologías las cuales, esas si, permitirán la transición. Del mismo modo que de los grupos de mercaderes itinerantes surgieron las semillas de la experiencia urbana en la que la burguesía generaría sus tecnologías y sus formas de relación. Solo tras esa transición a una sociedad abundante, habrá una sociedad de la abundacia y solo ella planteará como una materialidad el tipo de cuestiones que podríamos reconocer como una «revolución de los sentidos»; solo entonces como escribió Blake, «las puertas de la percepción se abrirán y todo aparecerá ante nosotros tal cual es: infinito».

      Resumiendo mi argumento, no está en nuestra mano hacer ni vivir ninguna «revolución de los sentidos» porque no tenemos otra experiencia posible que la realidad de nuestra sociedad y nuestra especie. Y esa, hoy, es la descomposición, no la abundancia. Las briznas de abundancia de las que podemos disfrutar (ética hacker, procomún/comunal universal, producción comunitaria y poco más) son eso, briznas, demostraciones de alternativas posibles, en un contexto de descomposición generalizada y bajo el imperativo permanente de la necesidad propia y ajena, en un contexto donde las tecnologías y el orden de las cosas sigue estando marcado por el imperio de la necesidad y el trabajo esclavo de ella. En ese marco, pensar que podemos «liberarnos» o vivir la revolución de los sentidos a través de experiencias simbólicas no es menos idealista y alienante que el «opio del pueblo» o el LSD de los hippies.

      Soy demasiado marxista, verdad? 🙂

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  5. Llego tarde a esta lectura pero quería comentar que me ha parecido de mucho interés tu entrada Juan.

    «la lucha contra la alienación nunca debería ser pensada como un retorno a la esencia natural del hombre o a la liberación de aquellos elementos que nos impiden ser nosotros mismos, sino como apropiación de la historicidad, de las fuerzas que hacen que la vida evolucione y de los regímenes sensoriales acordes con esta libertad productiva y tecnológica»

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