En octubre de 2003 la revista PUEBLOS publicó una serie de artículos en el apartado de «Miradas: democracia, debate abierto», donde publiqué el artículo «¿Qué democracia?», del que extraigo el comienzo: «El gobierno del pueblo resulta un término ambivalente y paradójico. Temido y denostado desde que la democracia ateniense ajusticiara a Sócrates, casi todos los pensadores occidentales han considerado que el demos, la masa sin dirección ni control, acabaría convertida en caos, en pura irracionalidad si no mediaran unos intermediarios, representantes o intérpretes de su voluntad. Sin embargo, la democracia, que basa su aceptación o legitimidad en ese símbolo temible y socorrido de la soberanía popular, resulta un concepto aceptado ya sea por su intrínseca bondad, o a lo menos, por ser considerada el tipo de gobierno menos malo entre los posibles. Se recurre al pueblo para legitimarla; y a continuación, para evitar la tiranía de la mayoría y de sus decisiones irracionales, se le imponen controles y coacciones a fin de evitar el poder desbocado de una masa tan temida como ensalzada».
¿Qué democracia?
El gobierno del pueblo resulta un término ambivalente y paradójico. Temido y denostado desde que la democracia ateniense ajusticiara a Sócrates, casi todos los pensadores occidentales han considerado que el demos, la masa sin dirección ni control, acabaría convertida en caos, en pura irracionalidad si no mediaran unos intermediarios, representantes o intérpretes de su voluntad. Sin embargo, la democracia, que basa su aceptación o legitimidad en ese símbolo temible y socorrido de la soberanía popular, resulta un concepto aceptado ya sea por su intrínseca bondad, o a lo menos, por ser considerada el tipo de gobierno menos malo entre los posibles. Se recurre al pueblo para legitimarla; y a continuación, para evitar la tiranía de la mayoría y de sus decisiones irracionales, se le imponen controles y coacciones a fin de evitar el poder desbocado de una masa tan temida como ensalzada. Pero si no somos capaces de analizar y clasificar estos controles que los gobiernos y los poderes realmente existentes establecen sobre las personas, sus ideas, sus propuestas y sus vidas, en resumen, si no percibimos y ponemos de manifiesto qué se esconde detrás del concepto de la representación política con que se califica a cada uno de nuestros regímenes parlamentarios, estaremos aceptando de forma acrítica cualquier perversión del espíritu original democrático establecido en su nombre por las democracias hoy existentes.
El debate y el conflicto en torno a la democracia se encuentra sometido al tabú: todo resulta criticable, tanto los políticos como sus partidos, su financiación, las elecciones, las desigualdades o la explotación; salvo el hecho de que necesariamente debamos vivir bajo regímenes que, proclamados democráticos, nadie sepa definir ni justificar sin el manido socorro de ser gobiernos del pueblo, para el pueblo y con el pueblo. La democracia, como el dios de la escolástica, existe y es bueno aunque nadie sepa definirlo, pese al mal existente en el mundo que ese mismo dios generó. Todo símbolo se mantiene por su capacidad evocadora, y la democracia, en la mente de muchas personas, posee ese carácter ideal propio de los anhelos y de los sueños: la democracia sería un objetivo siempre postergado, imposible de ejecutar hoy, razón por la cual el ideal debe transigir con los imperativos de la realidad. El pragmatismo se apodera así del ideal, desvirtúa su esencia, pero se lo acepta porque el lenguaje y los formalismos de la religión democrática se mantienen en los discursos y en las leyes, a pesar de que muchos de los males a los que la democracia debía enterrar sigan insepultos, y de que otros muchos peligros, inexistentes en el pasado, surjan al abrigo de poderes que las democracias ni han sabido extirpar, y en cambio, han impulsado.
La crítica de la democracia no debería dirigirse hacia ese mundo neblinoso e intangible de las creencia o de los ideales, sino analizar cómo el ideal ha desembarcado realmente en el mundo en que vivimos, cómo se manifiesta y cuáles son las señas de identidad de su poder y tiranía. Evitemos caer también en la tentación providencialista, de creer que el catálogo total de posibles regímenes políticos nos lo ha dado ya la historia, y que como los sistemas democráticos existentes hoy en día han sido los últimos en llegar y los únicos en criticar de forma total y convincente las tiranías del pasado, ellos se encuentran inocentes de tiranía y de opresión, o por lo menos, la que desarrollan resulta inferior, menos opresiva, y en todo punto, necesaria.
Tampoco caigamos en el error de considerar al régimen democrático siempre neutral desde el punto de vista moral, amparados en el hecho de que la democracia, ante todo, resulta ser un sistema de decisión en común que asegura ciertas reglas formales y algunos derechos. Así pertrechados, muchos creen que las decisiones adoptadas bajo una democracia poseen la capacidad de conciliar morales e ideologías diversas de forma equitativa. Como si la aplicación de las formalidades democráticas necesariamente lograra y fuera condición suficiente de justicia y equidad en los acuerdos y pactos resultantes en situaciones de conflicto, disparidad de opiniones o violencias. Parecería que la ausencia de democracia sería la única causante de los conflictos, y que, por tanto, su presencia sería suficiente para acallarlos, como si no hubiera otras causas que tanto en presencia como en ausencia de democracia estuvieran provocando las violencias o los enfrentamientos entre personas.
La garantía de poder ejercer los derechos que las democracias determinan formalmente o de llevar a efecto diálogos y negociaciones bajo condiciones equitativas para alcanzar acuerdos y decisiones justas, no se dan por sí sola en una democracia, no son garantías que las democracias formales aseguran por sí y en todo momento y lugar, sino que dependen del poder que fácticamente pueden ejercer cada una de las partes en conflicto. La diversa y heterogénea distribución del poder económico, militar, mediático y de influencia pervierte ese ideal de libre y equitativa controversia que preside el concepto de democracia. Y la pregunta clave, a tal efecto, residiría en saber si cualquier democracia puede asegurar ese reparto equitativo del poder necesario para consolidar un régimen de cooperación justo a la hora de decidir sobre lo público. Parece evidente que las democracias representativas, y cada vez más ultraliberales, que se han convertido durante los últimos años en paradigma de sistemas políticos legítimos bajo la égida del bloque del bien liderado por la democracia norteamericana, alejan la posibilidad de repartir, en términos de igualdad, el poder entre los ciudadanos, y aseguran, muy lejos de sus proclamas verbales, legales y constitucionales, la desigualdad, la explotación y la exclusión de cada vez mayor número de personas. La crítica a la democracia, a las democracias realmente existentes, debe pasar por denunciar cómo el poder sigue produciendo dolor y explotación, cómo continúa coartando la libertad de las gentes, y sobre todo, en poner de relieve la hipocresía que preside los actos del autodenominado bloque del bien contra un mundo delincuente por antidemocrático.
Bobbio[1] ha aportado una definición mínima de democracia, como todo aquel régimen cuyos procesos de decisión, basados en la regla de la mayoría, establecen tanto quién está autorizado para decidir, como a qué límites y controles está sometido el poder estatal. Ya que bajo esta definición tan difusa podrían caber innúmeros tipos de regímenes, y para aclarar qué desviaciones podrían hacer peligrar el espíritu original democrático de los sistemas políticos que por tal se tienen, el pensador italiano ofrece un listado de lo que él denomina los peligros de la democracia, aquellos comportamientos o hechos que de darse pondrían en cuestión la democracia formalmente declarada en un Estado: la preeminencia de grupos de presión que basados en intereses privados pervierten las reglas de decisión previamente pactadas; la interposición de cada vez más órganos y estructuras de poder y de influencia entre el ciudadano que soporta las decisiones y los encargados de adoptarlas en el poder político; el incremento de las oligarquía y la capacidad, cada vez más apabullante que posee el poder económico de torcer la voluntad general según sus intereses; el monopolio sobre los medios de comunicación, la poco plural información que el ciudadano recibe y la escasas posibilidades que estos poseen de expresar públicamente y con poder de influencia, su propia opinión; la existencia de importantes ámbitos de decisión donde la democracia no ha llegado, por ejemplo, la educación, la familia, los partidos políticos, los sindicatos o el mundo laboral; la cada vez mayor influencia de los técnicos y de las burocracias en las decisiones políticas; o las carencias existentes en los sistemas educativos en el objetivo de formar ciudadanos responsables y participativos.
Se podrían añadir otros muchos peligros, pero la lista resulta suficientemente extensa e ilustrativa de una realidad que en la mayor parte de las democracias existentes conforma el discurrir cotidiano de sus decisiones públicas, unos peligros que por estar aquí y ahora, que por haberse hecho desgraciadamente realidad, corrompen no tanto la democracia anhelada o futura, sino la que realmente poseemos. Llamar democráticos a estos sistemas, convertirlos en modelos de buen comportamiento, considerar que por haberles puesto el título de democráticos, en su seno no se dan injusticias, opresiones y explotaciones, supone un nefasto error que colapsa nuestra capacidad crítica, de resistencia y de respuesta.
Pero el problema real no reside en que por causas externas el ideal democrático se haya pervertido y que sólo retornando a él, purificando sus esencias, podamos alejar estos peligros. Sino que éstos son intrínsecos a aquella definición mínima o formal de democracia, y que ineludiblemente, mientras se siga dando la representación y los movimientos sociales y los ciudadanos no tomen las riendas de las decisiones y de los procesos de participación, siempre se darán los peligros, no como una amenaza a evitar, sino como hechos evidentes e ineludibles cuya presencia está traicionando el espíritu original, ideal y formal de las democracias que nos gobiernan.
La excesiva extensión y desarrollo de la división del trabajo a las decisiones políticas pervierte la democracia, ya que produce una clase social cuyo único trabajo consiste en representarnos, en adoptar por nosotros las decisiones que nos conciernen. Un método de reparto de tareas en pos de un objetivo se ha transformado, en primer lugar, en una forma de clasificar a perpetuidad a las personas, y por último, y esto lo comprobamos en nuestras democracias parlamentarias, en un procedimiento para clasificarnos en votantes o en representantes de nuestra voluntad. La incapacidad del sistema para atomizar, espacial y temporalmente, los ámbitos de decisión y para convertirnos a todos en partícipes de las decisiones, en resumen, de repartir el poder de decisión y de influencia homogéneamente en el seno de la sociedad, convierte a las democracias en regímenes de tiranías plebiscitarias donde toda una suerte de intermediarios con poder mediático, económico y simbólico sustraen la soberanía y el poder de decidir a unos ciudadanos sin cuyo concurso legitimador las propias democracias sucumbirían.
En último término, la mayor parte de las decisiones políticas afectan a cómo se reparte el trabajo y los frutos de la actividad económica, cómo se produce y cómo se van a adoptar las decisiones sobre cuánto se va a producir y cómo cada cual va a participar en el proceso de producción. Aquí la democracia directa ateniense que ajustició a Sócrates encontraba su posibilidad de existencia en la institución del trabajo esclavo, que dejaba el tiempo y las manos libres para que una minoría de ciudadanos ociosos pudieran decidir libremente sobre la dirección de los asuntos públicos. La posibilidad de repartir poder de decisión política entre los ciudadanos depende de los sistemas de producción y de acumulación de capital imperantes en la sociedad, ya que el tiempo para participar y la capacidad para entender, se relacionan inexorablemente con el puesto y la dedicación temporal con que uno está encadenado al proceso de producción material. La lucha por controlar los medios de producción, los procesos de reproducción material de la sociedad, el tiempo de trabajo y su intensidad, se encuentra inextricablemente unida a la lucha por ejercer el derecho a participar en las decisiones políticas. El solidario nexo entre la democracia representativa y el capitalismo no resulta baladí, sino que de él deriva la mayor parte de las tiranías y opresiones, injusticias, a las que nos vemos expuestos hoy en día aquellas personas que vivimos dentro o fuera de las democracias occidentales.
La crítica a la democracia, por tanto, podría encararse desde el punto de vista ideal o desde el material. Es decir, se podría argüir a favor de unos ideales democráticos compartidos y negar el calificativo de democrático a los regímenes que por tal se tienen, a pesar de que continuamente estén declarando su sujeción a los principios desde los que se realiza la crítica, en la medida en que se pone de manifiesto la contradicción y la hipocresía que los preside. O de otra parte, podríamos afirmar que democracia es lo que realmente existe, que la esencia de la democracia es esa misma hipocresía que oculta bajo el velo de los derechos y de las proclamas un trasfondo de opresión y de explotación propios y genuinos, originales a la misma democracia, y por tanto, no asumir que se crítica desde el ideal democrático, sino que se abjura de él y de sus intrínsecas perversiones y se defiende otra cosa que habrá que definir y materializar en otro discurso. Renegar de la democracia, en este último sentido, no significaría aceptar cualesquiera de las tiranías contra las que el propio espíritu democrático se rebeló en el pasado. Pero la aceptación de ciertos valores democráticos tampoco nos exime de criticar y de atacar el fondo original de opresión y de tiranía que las democracias hoy existentes poseen y sabiamente ocultan tras sus discursos idealistas y humanitarios.
[1] N. Bobbio. El futuro de la democracia. Fondo de Cultura Económica. 1986.
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