
De los mitos griegos, quizás el de Sísifo sea el más absurdo para las personas que habitamos esta sociedad. Un gigante que empuja una piedra hasta lo más alto de una montaña y que la deja caer en un ciclo eterno de ascenso y descenso absolutamente inútil. Para una sociedad utilitarista y con querencias hedonistas esta actividad poco rentable y aburrida resulta absurda.
Sin embargo, esta sociedad tampoco está tan alejada de Sísifo. Todos los días nos levantamos con la obligación de llevar nuestra piedra cada vez un poco más arriba, contribuyendo así al progreso de la sociedad. Claro, lo que no se entiende muy bien, y ahí radica el absurdo, es que cada cierto tiempo tengamos que dejar caer la piedra hasta la base de la montaña. Pero a mí el episodio actual del COVID-19 me hace recordar que esa otra parte desagradable del mito de Sísifo no nos es tan ajena. Porque Sísifo no transporta su piedra para tirarla adrede cuesta abajo. Se cae sola, o quizás los dioses, como castigo, la empujan reiteradamente hasta la base de la montaña. Pero Sísifo tiene que progresar, y aunque parezca que el destino lo atenace, confía siempre en que quizás algún día los dioses se olviden de él y al fin pueda triunfar en su empeño de ¿no hacer nada durante el resto de la eternidad? Porque Sísifo, al igual que nosotros, acepta el engaño de los dioses, de que gracias a ellos y al acarreo continuado de la piedra, habrá un momento histórico de abundancia.
Realmente vivimos en un sistema social basado en la obligación de tener que llevar una piedra, con tesón y alegría, hacia la parte más alta de la montaña, un montículo que a diferencia del caso de Sísifo, no está ahí delante desafiándonos, sino un Himalaya que día tras día somos nosotros mismos los que lo vamos construyendo cada vez más inmenso con las piedras que acarreamos y que allí dejamos. Nuestras piedras no ruedan cuesta abajo, sino que forman precisamente el armazón de esa montaña cada más grande y elevada que debemos subir todos los días de nuestra vida para dejar allí nuestro óbolo, o sea, nuestro trabajo. Esto es el capitalismo. Este es el mito del Estado que sustituye hoy al de Sísifo.
Pero llevamos ya más de veinte días sin producir, y todavía nos quedan otros tantos en que seguiremos estando huérfanos de nuestra piedra, por culpa de una pandemia que está conmoviendo los cimientos de esa montaña a la que los topógrafos llaman progreso. Se ha escrito tanto sobre lo que significa el progreso. Escuetamente: avanzar subiendo. Subir sin avanzar sería de bobos. Quizás avanzar sin subir sería la opción más inteligente. Pero nuestra sociedad ha erigido, como virtud, la necesidad de subir para poder avanzar, y por tanto, de tener que acarrear nuestra piedra cada vez más alto. Pero ¿hasta qué altura sobre el nivel del mar? ¿Para qué? ¿Por qué? Yo ni lo comparto ni lo sé, pero comienzo a entender que en las señales que el Estado nos está enviando estos días en torno al COVID-19, podremos encontrar la respuesta que tantos sísifos nos estamos haciendo, en este enclaustramiento impuesto por un estado de alarma que quizás, nos esté indicando cuál va a ser la nueva forma de gestión del contumaz e imprescindible maridaje entre el capitalismo y el Estado.
No sé cuántos ciudadanos blancos, occidentales y desarrollados vamos a morir en esta pandemia de tan poco fuste, si la comparamos con otras del pasado, o incluso del presente, pero que únicamente afecta a los otros, a los que no son como nosotros, y por lo tanto, a personas con las que no nos identificamos y solidarizamos de esta manera un tanto pueril y egoísta con que tantos ciudadanos europeos nos damos ánimo como fans de un grupo musical o hinchas de un equipo de fútbol. Todas nuestras quejas se dirigen contra el Estado, y también todas nuestras súplicas se las solicitamos a él: muero porque el Estado ha sido inútil, y me arruino porque el Estado no me ha ayudado. Pero olvidamos que el Estado no es una institución benéfica. Ni la Iglesia lo es. El Estado existe única y exclusivamente para legitimar, y por tanto proteger y beneficiar, a las personas de las que depende la misma existencia del Estado. Por tanto, el Estado es un tótem, y como tal, precisa dar la impresión de que ofrece seguridad, amparo, ayuda y justicia, que como los ídolos neolíticos o los cristos crucificados, su presencia garantiza la estabilidad y el equilibrio gracias al servilismo voluntario de los ciudadanos.
En “¿Qué hacer?” afirmaba algo similar a lo siguiente: si una parte de la humanidad hemos alcanzado condiciones de vida tan elevadas y gracias a la medicina, por ejemplo, conseguido esperanzas de vida tan altas, no se debe a que el capitalismo (y el Estado que lo protege) considerara que el bienestar y la salud fueran sus objetivos. Su lógica de funcionamiento no busca satisfacer necesidades vitales o sociales, sino acumular dinero usando las necesidades y el valor de uso de las mercancías para extraer valor de cambio. Si la producción de mercancías necesita mano de obra sana y bien alimentada, pues invertirá en ello mientras le reporte rentabilidad, y sólo en aquellos lugares y estratos sociales donde sea más beneficioso (Estado de Bienestar, por ejemplo). Si una parte de las mercancías satisfacen necesidades humanas reales, no lo hace porque ése sea su objetivo, sino porque una parte de la demanda el mercado la expresa como necesidad de supervivencia y de bienestar. Si existen tantas personas que no tienen acceso a todas las oportunidades de bienestar que ofrece el capitalismo es por esta ley férrea y fetichista de su funcionamiento. Y si en la actualidad ya hemos comenzado un proceso de empeoramiento globalizado de la esperanza de vida, la salud, la educación, etc. es precisamente porque la lógica del valor no encuentra ahora apropiado dedicar recursos y mercancías a esos elementos del bienestar humano. Porque la reducción progresiva del valor de las mercancías producida por el desarrollo de la tecnología, al verse reducida también la demanda efectiva por la precariedad y la sobreexplotación, no le permite hoy al capitalista obtener rentabilidad de otra forma más que evitando la mano de obra humana, maximizando el uso de la tecnología y virtualizando el movimiento de los capitales, es decir, obteniendo beneficios para hoy, en la confianza de que en el futuro la rentabilidad será mayor que la presente, una falacia sobre la que se sostiene la gran burbuja del capitalismo financiero actual en carrera vertiginosa hacia su colapso.
El capitalismo ya ha provocado guerras y masacres espantosas. En la situación actual, al sistema capitalista le sobra gente. Ya no es que la gente que no trabaja pueda constituirse en ese ejército de reserva que tan útil le fue al capitalismo histórico, sino que realmente el capitalismo no necesita a una masa enorme de inútiles que suponen un coste de mantenimiento oneroso. Hemos de escribir esta narrativa despiadada de un capitalismo infame que va a eliminar a los sobrantes e instaurar un fascismo ecológico, con el beneplácito de aquellos afortunados y oportunistas que todavía alaban sus éxitos.
Es cierto que el Estado y el capitalismo han construido, gracias a las piedras que cada día transportamos todos los sísifos, una montaña enorme de oportunidades para el bienestar y la abundancia. Pero una montaña inestable que ya se aprecia cómo empieza a desmoronarse. Esos abuelos que ahora soportan la mayor carga de mortandad de la pandemia, junto con sus hijos, hemos sido los grandes afortunados de un sistema que ya no es capaz de garantizar en el futuro la estabilidad, seguridad y bienestar que fue capaz de producir en el pasado. Por esta razón, el nuevo Estado (y el capitalismo) nacidos ya de esta imposibilidad, tendrán que legitimar su existencia con otros instrumentos, en otras estrategias, en suma, en otras falacias y mentiras, en otra Fe.
La seguridad, el terror. Que no son incompatibles con el hedonismo al que todos aspiramos, con el narcisismo que ya forma parte consustancial de nuestra forma de estar en el mundo. Antes competíamos para tener más que el vecino, ahora tendremos que intentar excluirle para no tener menos. La montaña ya no crecerá más con nuestras piedras. Ahora tendremos que trabajar para sostenerla, para mantener en pie lo insostenible, para apuntalar un sistema o un tótem que ahora va a legitimar su existencia en el terror inspirado por este previsible derrumbe, ya sea por pandemias similares o mucho peores que las del COVID-19, por el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales o la destrucción de los ciclos vitales que mantienen el planeta con vida.
¡Con qué mezcla de alegría y cabreo hemos acogido las medidas coercitivas que ha implantado el Estado para defendernos del COVID-19! Será aquí, en la felicidad y la impotencia donde incidirán las nuevas formas de gobierno. Felices e impotentes, y por tanto, aterrorizados ciudadanos narcisistas cuya máxima aspiración será que el Estado nos ofrezca protección y seguridad para no continuar perdiendo. ¿No les suena? Las elecciones servirán para elegir al más fascista, al grupo político que con más convencimiento sepa ofertar orden y seguridad en un mundo en descomposición, aunque se vista con las galas de la socialdemocracia, el criptocomunismo o la democracia cristiana.
¿No se han dado cuenta de que en el debate político ha desaparecido ya la palabra libertad, y que todo se cifra ya en tener cada vez mayor seguridad? ¿Pero qué seguridad puede ofrecer el Estado? Lo estamos comprobando a diario, una seguridad con cada vez menor libertad. Porque en el nuevo régimen de gobierno, libertad y seguridad se están convirtiendo en dos vocablos, dos conceptos cada vez más incompatibles. El estado de alarma al que estamos sometidos con tanta alegría como enfado, forma parte de los ensayos que los diversos Estados están realizando para legitimarse en un mundo que se descompone y en el que el Estado y el capitalismo deben seguir apareciendo como imprescindibles, tanto en su construcción, como en su colapso.
No sé si otro mundo será posible, si estamos a tiempo o si ya ni siquiera lo deseamos, pero sí sé que podríamos haber habitado otros mundos mucho mejores que éste (también peores), aun cuando todavía estemos alucinados bajo los efectos de estos últimos 100 años miserables de progreso y bienestar capitalista hacia la descomposición.
Hoy tampoco me han dejado subir mi piedra a la montaña del progreso. Sigo en casa recluido. Pero no estoy triste, ni tampoco alegre. Sin embargo, me subleva ver las calles y las carreteras tomadas por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que les aplaudamos por protegernos, y que cada vez sea más habitual ver en la televisión a los salvadores de la patria ornados con similares galones que enorgullecían, no hace tanto tiempo, los uniformes de los déspotas soviéticos.
¿Qué haremos mañana, amigos, cuando toda esta pesadilla acabe? ¿Os lo habéis preguntado? Yo me lo cuestiono a todas horas. ¿Realmente es una pesadilla o la antesala del infierno? Dependerá de nosotros, de nadie más, de cómo contestemos a la pregunta de ¿Qué voy a hacer mañana?
Espeluznante panorama el que describes, con visos de convertirse en realidad. Hagamos votos por que eso no ocurra…..
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