BEAT! BEAT! BEAT!…

Sabía que durante los años cincuenta, en Estados Unidos, y recién acabada la Segunda Guerra Mundial, a la sombra del triunfo y la gloria de este nuevo imperio emergente, florecieron como estiércol algunos movimientos culturales críticos con aquella cultura envanecida de su victoria. Como los hippies me repatean, y las extravagancias de Miller me dejaron en su día un poco indiferente, siempre postergué la lectura de ese fresco de Jack Kerouac que es En la carretera. Acabo de finalizarlo y he de decir que esta narración de las peripecias de esos locos del volante, las drogas, el jazz y la mierda me ha absorbido por completo. No a consecuencia de la vorágine sin fin ni objetivo en que acaban decantadas estas vidas itinerantes y ahítas de alcohol y sensaciones extravagantes, al borde del delito, la destrucción y el individualismo más rotundo, sino por obra de su misma narrativa, esa espontaneidad y casi tiempo real en que sus líneas (en este caso un rollo continuo mecanografiado) fueron escritas y que de igual forma nos transmiten un frenesí al que resulta difícil sustraerse e imposible quedar indiferente.

Generación beat, así se autoproclamaron, el mismo Kerouac junto con Ginsberg y Burroughs, como miembros más rutilantes, y que tanta influencia ejercieron sobre otros movimientos contraculturales que finalmente irrumpieron como una tormenta en los años 60, el detritus de la civilización capitalista que acabaría tras el mayo del 68 subsumido en el océano tranquilo de las modas, de la mercancía cultural y de las tribus urbanas.

Resulta significativo que el libro comience describiendo la necesidad que siente el recluso Neal Cassady por leer a Nietzsche, único referente filosófico o político que aparece en toda la obra, un exdelincuente que durante todo ese periplo viajero a través de Estados Unidos y México se erige en el motor indiscutible de esta manada beat. Cassady no escribe, no hace música, no crea nada, pero su fuerza vital mueve al grupo y es su espíritu el que los escritores como Kerouac (que fallecería en 1969 a consecuencia de la cirrosis) tomarán de modelo para expresar sus sentimientos y su idea del “hombre nuevo”: pobre y libre, ¿nihilista?

“Todo me pertenece porque soy pobre”

Que ese nuevo hombre que Cassady expresa pueda remotamente parecerse al superhombre nietzscheano (moriría por una sobredosis de barbitúricos en 1968), y que apenas hacía 10 años todo un Tercer Reich hubiera identificado su ideal con ese mismo alter ego filosófico personificado en Zaratrusta-Cassady, nos muestra una de las tantas paradojas interpretativas que nos brindan los movimientos culturales en relación con sus supuestos referentes intelectuales. Recordemos el carácter místico que adoptaron estos movimientos, su búsqueda en oriente de nuevos referentes espirituales que en conjunción con las drogas psicodélicas y la emoción de la propia liberación sexual, familiar y política fraguaron otra de las interpretaciones o lecturas que podemos asignarle a ese término ya tan manido del nihilismo.

Una vez superado el frenesí, ya tranquilo en el sillón de mi cómoda casa con calefacción, mi nómina y mi alergia a las drogas o al alcohol en bruto, el libro de Kerouac, y la experiencia vital que nos transmite, me recuerda más a los monjes mendicantes del medievo, y en concreto a ese subespecie de los monjes bígaros, de los que el cancionero Carmina Burana representa su más conocida creación. Monjes licenciosos que mendigan o simplemente roban el sustento, viajeros impenitentes que intentaron fundir el ideal de la pobreza con el de la libertad, y que más allá de conseguirlo o de mostrarnos una vida nada ejemplar, nos han transmitido una literatura y una música inolvidable sobre la que siempre me pregunto si necesariamente la podredumbre, la miseria, la locura y el desvarío vital fueron su causa, si resultaba imprescindible para el jazz -o los Carmina- no sólo la capacidad musical de sus intérpretes, sino también todo ese sustrato cultural inundado de drogas, alcohol y promiscuidad sexual.

Aunque parezca absurdo, la idea de lo sagrado, lo bendito, una especie de mística pegada a la materia y a la vida aparece como una referencia continua en todos estos movimientos, y en concreto, en la obra de Kerouac.  El vocablo beat posee muchos significados que definen ciertas claves de este movimiento artístico, espiritual y político, ya que por beat gustaban ellos mismos de reconocerse. Beat, latido, martilleo, golpe, ritmo. La “basura” de la que floreció esta generación es el estilo be-bop, una subcultura marginada del jazz en la que medraron mitos como Charlie Parker, Thelonious Monk o Dizzy Gillespie, y que a sí mismos se llamaban “los benditos (beats) oprimidos de la sociedad”, expulsados en garitos infestados de proxenetas, delincuentes, homosexuales, prostitutas, drogadictos, etc.

En la carretera se muestra este mundo que algunas veces hemos visto retratado en el cine, y también la aspiración de su escritor, que como un monje mendicante medieval abandona la calidez y seguridad de su hogar y formación académica para hundirse y penetrar en este detritus creado por la sociedad militarizada y fundamentalista que entonces era Estados Unidos, en un intento beatífico de convertir el propio cuerpo, su propia vida en puro ritmo frenético e improvisado en el que poder atisbar una salida anímica y revolucionaria a la asfixia burocrática y crematística en que se convertía occidente tras vencer en la guerra contra el fascismo. También la búsqueda de un ALGO indefinible y que la escritura vertiginosa de Kerouac nos transmite, no con ideas o reflexiones, sino con un puro pulso vital en el que la música, el jazz que improvisa sobre las cabezas de oyentes que quisieran ser creyentes y que todavía no han logrado salir del vicio y la podredumbre en que les ha marginado el imperio cultural y económico emergente, está llamado a lanzar un mensaje de liberación y de no violencia que se identifica con el ESO del be-bop:

“Chico, el saxo alto de anoche era increíble… En cuanto se hacía con ESO ya no paraba… Nunca he visto a nadie capaz de mantenerlo tanto tiempo…-Yo quise saber qué era ESO-. Ah, bien –dijo Neal, riendo-. Me preguntas cosas que no se pueden medir… ¡Mmm…! Verás. Tenemos a un tipo que está tocando para una gente, ¿de acuerdo? Es cosa de él expresar lo que está en la mente de su auditorio. Empieza con un apunte, un bosquejo de sus ideas; la gente dice sí, sí, pero adelante, ve a por ello, y entonces él asciende hasta las alturas de su destino y sigue tocando así sin desfallecer… De pronto, en algún momento, en medio del tema que está desarrollando, ATRAPA ESO… La gente alza la mirada y lo sabe: escucha, y él, que lo ha cogido, sigue. El tiempo se detiene. Él, al tocar, está llenando el espacio vacío con la sustancia de nuestras vidas. Tiene que tocar al otro lado de los puentes y regresar, y hacerlo con tal infinito sentimiento para con la melodía del momento que todo el mundo sabe que no es la melodía sino ESO…”

Extracto de En la carretera, de Jack Kerouac, editado por Anagrama a partir del rollo mecanografiado original de 1951, transcrito por Howard Cunnell en 2007 y traducido al castellano por Jesús Zulaika en 2009.

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