Hacia la libertad

La libertad biológica, ese azar o emergencia de la que surge lo sorprendente, lo casual, lo nuevo y lo original, esa norma de lo vital que aspira a convertir en autónomos a todos los seres vivos, se traduce en ese animal tan particular que es el hombre, en una serie de características más o menos propias, casi todas ellas emparentadas con el uso del lenguaje y la manera original que tenemos los humanos de construir la realidad a través de las palabras. Y la libertad no deja de ser también una palabra en manos de la inmensa capacidad creativa y combinatoria de los seres humanos.

La libertad surge allí donde existe la vida. Pero los seres humanos hemos interiorizado, a través de nuestra historia, otros deseos y otras aspiraciones que, en consonancia o enfrentamiento con el deseo de libertad, han ido configurando el estilo de vida y los objetivos vitales y políticos de las diferentes sociedades. Me refiero a la felicidad, el orden, la paz, la seguridad, la riqueza, el placer, el bienestar, la justicia, etc. La libertad se relaciona con todas estas ideas.

¿Qué cosa es la libertad? Pues algo así como un impulso vital acerca del cual los hombres llevamos hablando desde el comienzo de la humanidad. Toda asociación humana involucra un cierto concepto de libertad, una forma particular de gestionarla a través de la costumbre, el acuerdo, las normas, las leyes y los tribunales. Lo que sea la libertad está muy influido por esa deriva histórica y geográfica. No deseo penetrar en ese terreno ni como erudito, ni como ideólogo, sino que más bien deseo ofrecer una idea de la libertad a partir de las vidas actuales y reales, y en consecuencia, sobre lo que en coherencia con ellas, podrían ser los anhelos e imágenes de la libertad con las que opera nuestra mente contemporánea.

Hace un tiempo publique un artículo que me parece pertinente recordar aquí, porque imaginaba el siguiente ensayo sociológico: entrar en un sitio público gritando ¡libertad! Y a continuación,  comprobar científicamente la reacción de los presentes. Afirmaba entonces, y lo sigo creyendo hoy, que el total de reacciones, y por tanto de personas, se podría categorizar en dos grupos en atención a su gesto o respuesta emocional: los que lo tuercen como si les hubieran mentado a la madre, como si debieran defenderse de un insulto o de una agresión que no va a tardar en llegar; o los que sonríen, los que aprietan el puño y tienden a mirar al cielo con la esperanza puesta en un futuro mejor.

No creo que exagere al respecto, la palabra libertad continúa desatando pasiones extremas, a pesar de la tinta derramada en torno a su definición, y del hecho de que todos los credos políticos, ya estén un uno u otro extremo, han encontrado una descripción de libertad al gusto de sus ideales e intereses. Pero existen únicamente dos tipos de reacciones viscerales, instintivas, sobre las que quizás algún taxónomo pudiera avanzar una clasificación más prolija y variada de la humanidad y sus ideologías. Al grito de libertad sólo se puede reaccionar con temor o con algazara. No caben las sutilezas, las ambigüedades. A unas personas les asaltarán imágenes de desórdenes, asesinatos, de puro descontrol. Atemorizados por la idea de que existe demasiada libertad, tenderán a huir o a pedir ayuda a algún tipo de ángel tutelar. Nadie reniega, evidentemente, de la libertad individual, nadie desea ponerse grilletes o que se los pongan, pero a estas personas el instinto les lleva a querer proteger a la sociedad de tanta libertad, porque piensan que gran parte de los problemas derivan del mal uso de la libertad, y por tanto, que alguna autoridad debería ordenar y distribuir la libertad por el bien de la humanidad.

Otras, sin embargo, creemos que el principal problema social reside precisamente en la falta de libertad, y que un mayor y mejor ejercicio de la libertad resultaría imprescindible para avanzar en el camino de la justicia. Cuando oyen el grito, lejos de atemorizarse por el desorden, se les encienden los ojos soñando con cadenas rotas, con la explotación desaparecida, en el poder deshecho y la opresión reventada. Como ahogados a los que se les enciende una luz en la superficie del mar, estas personas creerán que los grandes escollos para la creatividad, para la cooperación y la eficacia derivan de la actual falta de libertad.

Unos creen que los abusos de la libertad resultan más temibles que los de la autoridad. Otros, que el poder que coarta libertades resulta mucho más temible que el desbocado de la pura libertad. El dueño temerá que el esclavo pueda utilizar la libertad para rebanarle el cuello. ¿Pero cuál sería, en cambio, el verdadero sueño de libertad del esclavizado? Tememos y anhelamos en función de si estamos pisoteando o de si somos pisoteados.  Pero más allá de nuestra posición particular en el escalafón social, el escalofrío que a todos nos recorre el cuerpo, cuando oímos esta palabra mágica de la libertad, dependerá también de cómo idealizamos a la sociedad, del concepto que tenemos de nuestros semejantes, del mayor o menor aprecio que sintamos por su capacidad para cooperar, confiar y vivir en comunidad.

Desde que la libertad forma parte del tríptico revolucionario, junto con la igualdad y la fraternidad, se la ha incluido en todas las Constituciones modernas, pero ninguna la define, a pesar de que todas la defiendan, sobre todo, a través del sufragio universal, la libertad de credo y de opinión, y de la libertad económica en el mercado capitalista. Sin embargo, en los Estados liberales y de derecho, existen más bien las libertades, una serie de regulaciones sectoriales a nivel de prensa, economía, religión, trabajo, movimientos, etc. que establecen límites y oportunidades que los ciudadanos legales de cada país deben obedecer para ejercer su libertad en cada uno de estos ámbitos. Puede afirmarse, por consiguiente, que existen dos tipos de libertad. Una consistiría en el grupo de las libertades legales en las que el Estado se proclama como autoridad garante, y cuya definición establecen las constituciones, los textos legales y las sentencias judiciales. Y otra, el concepto de libertad y la libertad real que poseen las personas y que opera a la sombra, y a la luz, de aquellas otras libertades reglamentarias.

Si bien las primeras resultan más o menos claras y explícitas, y bien conocidas por la mayor parte de los ciudadanos, no tan evidente resulta el conocimiento acerca de la definición de libertad, la idea de la libertad o las aspiraciones de libertad que poseen los individuos. Para aclarar un poco las cosas recurro a otro artículo en el que aconsejaba usar una serie de recursos conceptuales para entender con mayor precisión lo que queremos decir cuando hablamos de esos grandes conceptos de la cultura, el arte, la nación, la justicia o la libertad. Por ejemplo, aconsejaba verbalizar, como una manera de penetrar con más facilidad en las imágenes e ideas que manejamos interiormente a la hora de referirnos al concepto o a la idea de libertad. Por consiguiente, en lugar de pensar tanto en el sustantivo libertad, hacerlo con sus verbos, por ejemplo, liberar o libertar, o con el sustantivo liberación, en la medida en que hace referencia al movimiento o a la acción de liberar.

Si le damos movimiento a los conceptos podemos encontrar perspectivas y sentidos quizás más claros, y sobre todo, menos teóricos y asépticos, más ligados a la práctica de la vida y de la acción social. Imagínese, por ejemplo, un perro encadenado a la puerta de un garaje y sufriendo porque no puede alcanzar el cubo de agua.  ¿En qué consiste la libertad de un perro? Pregunta compleja. Pero resulta más transparente la acción-reflexión de liberar, digamos a un perro, una clase o un pueblo concreto. Creo que la perspectiva que nos ofrece la verbalización del concepto nos puede aportar más claridad. El verbo, además, nos tienta a tener que considerar las fuerzas que lo mueven, las reacciones, a incluir voluntades, a contemplar todo un campo dinámico de energías que lejos de confundir, nos hace más claro el razonamiento y la posición ética a adoptar, alejada del conceptismo y la rigidez de esas grandes palabras que tendemos a erigir en tótems lingüísticos.

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