El pasado

En la cultura occidental todavía vivimos obsesionados por el pasado. Cada revolución cultural –y también política- se ha legitimado en su afán por vincularse con una era mítica, por erigirse en sucesora de un tiempo ejemplar del que se considera digna intérprete.

En este empeño Grecia ha sido quizás el mito más socorrido, pero ha habido otros, incluso los propios griegos se sintieron herederos también de una Arcadia y de una época heroica que intentaron recuperar para convertirla en realidad. Las aspiraciones culturales y políticas europeas han mantenido esta característica, beber en el pasado y  reinterpretarlo para así ofrecer una imagen a la que parecerse y a la que la historia le ofrece ese carácter de modelo sagrado e incuestionable.

Cada obra clásica que forma parte del patrimonio cultural de cada nación se constituye así en un símbolo, y adquiere un estatus especial como objeto que hay que conservar, una materia prima que como el ADN habrá que mantener viva para que pueda seguir cumpliendo su misión legitimadora e inspiradora. Buena parte de la educación se basa en impregnar la mente del niño de ese carácter reverencial que el pasado y sus obras clásicas atesoran.

La memoria de cada ser humano se proyecta hacia el futuro. No es un almacén inerte del que se escogen piezas, sino que el deseo modifica la memoria, porque nuestros recuerdos no poseen un lugar, sino que fluyen activamente en los circuitos neuronales de nuestra voluntad. En cierto modo, esas obras clásicas también las reinterpreta cada época según el impulso con que desea proyectarse hacia el futuro. Pero a diferencia de nuestra mente, la memoria histórica de las naciones se almacena y cuida en museos, archivos, academias y auditorios, posee una base material que se ha ido seleccionando a lo largo de la historia, a pesar de que lógicamente cada persona, grupo, corriente cultural o credo las interprete a su modo. Están muertas, y vivas a la vez, porque se invierte mucho dinero y esfuerzo en su búsqueda, conservación y propaganda.

Contrasta el esfuerzo colosal que realiza la cultura europea por rescatar las ruinas del pasado, con la destrucción que ciertas corrientes fundamentalistas están realizando de las obras clásicas. Duele ver esas imágenes en las que se rompen estatuas, se queman códices. Aun cuando uno evite sacralizar el patrimonio y considere que una parte de ese legado está manipulado y que podría haber sido diferente, una cosa es el olvido, la reinterpretación o el abandono, y otra muy distinta la destrucción deliberada. Pero no olvidemos que también en determinados momentos de la historia europea se ha quemado y destruido mucho legado cultural con fines propagandísticos y de purificación. La cultura también ha sido un arma de guerra y en ocasiones, hasta de destrucción masiva.

El ser humano no puede vivir sin arte, tampoco sin historia. Nos construimos individual y colectivamente en una experiencia histórica de vivos y de muertos. Pero sí es verdad que no todas las personas de una cultura viven de igual forma su vinculación con el pasado. En cierta forma, las obras clásicas se erigen en guardianes de la ortodoxia, y a su alrededor se genera un elitismo excluyente de orgullo de clase en el que se basa una parte de las desigualdades sociales que impiden que muchas personas nos podamos también convertir no sólo en oyentes o espectadores de la cultura, sino también y sobre todo, en efectivos productores de arte.

Entre la banalización de la historia y de sus obras clásicas, la sacralización, la vulgarización o el olvido y destrucción, existen otras opciones, aunque sí es verdad que la libertad de cada momento histórico para elegir lo que considera clásico o valioso resulta muy mermada, ya que la gran mayoría de las obras creadas históricamente se han perdido.

No creo que las obras de arte, ni que los restos conservados de la cultura que se veneran como clásicos, sean fruto de la destilación en el alambique de la historia, sino que proceden más bien de su maceración. Una vez reconocido su innegable carácter putrefacto, resulta más útil y valiosa su utilización social como materiales de construcción, o de derribo de la nueva creación cultural. Estamos obligados a crear con lo que tenemos a mano. Y el valor de la herencia, un tanto espuria que nos han legado nuestros antepasados, reside únicamente en el uso concreto que cada comunidad cultural desee darle, no tanto como referente imaginario y de veneración, cuanto como piezas que se interpretan, se usan y mezclan con objeto de dar rienda a la creatividad de aquellas personas que, en el aquí y en el ahora, están intentando construir su realidad como un mosaico o un puzle de vivencias compartidas.

“¡Hijos e hijas de la prostitución, la violencia y el estupro,  amad a vuestros padres en el acto de engendrar pacífica y anónimamente a sus nietos!”

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