A lo largo de la historia humana las diversas artes se han influido continuamente, creando un caldo de mutuas inspiraciones que ha fortalecido el sentido y la profundidad de los mensajes culturales que nos han transmitido. Y el cine, como epítome del arte total que funde pintura, música y teatro no podía escapar al influjo de la literatura, de esas grandes novelas y obras dramáticas que en el cine han proyectado nueva vida.
Sobre este tema se ha debatido ampliamente, y casi todos habremos mantenido conversaciones al respecto tras haber presenciado una adaptación cinematográfica de alguna obra teatral o novela que hayamos leído. Nadie puede sustraerse a las comparaciones y los juicios de valor. Lo que lamento es la necesidad que algunas personas sienten por infravalorar a toda costa la versión cinematográfica y buscar elementos y situaciones de la obra original que no han sido contemplados en la película y que por tal razón, creen ellos, menoscaban su altura artística respecto a la obra que la sirvió de inspiración.
Como decía, las influencias entre artes han sido continuas. Deseo recordar algunas en las que me he complacido y encontrado gran placer. Los capiteles románicos esparcidos por tantas rutas culturales nos deleitan con su simplicidad y a la vez enorme capacidad para comunicar mensajes y contar historias apenas en unos pocos centímetros cúbicos. Lamentablemente, la mayoría de ellos han perdido su policromía. Pero si deseáramos ponerles color en nuestra imaginación y completar lo que el tiempo y los elementos deterioraron, podríamos visitar un museo y admirar las miniaturas de cualquier códice medieval, porque fueron estas pinturas descriptivas de lo que en el texto sagrado se decía, las que inspiraron a los pintores de la piedra y a sus escultores para tallar e inmortalizar en capiteles y bajorrelieves la sacralidad de aquellas narraciones. Creo que sería ridículo comparar, o poner objeciones a estas obras derivadas por no haber sabido traducir toda la belleza de las miniaturas, en lugar de saber integrar ambas artes potenciando su significado y sentido artístico.
La ópera, a la que podríamos definir como el cine del barroco, del clasicismo y del romanticismo, se nutrió de multitud de modelos literarios cuyos libretistas los adaptaron para servir de texto e inspiración a las músicas compuestas. Casi ninguna ópera posee un argumento original, casi todas beben en fuentes literarias que las anteceden y les sirvieron de motivación. Resultaría ingenuo y harto ridículo establecer comparaciones entre los originales y sus adaptaciones operísticas, mucho más enriquecedor ser capaces de encontrar vínculos y potenciar sus correspondientes significados por gracia de cada nueva versión e interpretación, por obra de los enriquecedores añadidos musicales y escenográficos que nos pueden revelar nuevos universos interpretativos de los textos originales. La saga de los Nibelungos que Wagner adaptó para su Tetralogía, o el texto de Beaumarchais que Mozart tomó prestado para componer “Las Bodas de Fígaro”, por poner sólo un par de ejemplos de un proceso universal, adquieren una nueva dimensión en manos de sus músicos, sin que la obra principal u original deba perder, sino ganar, en emoción y sentido.
Otro tanto podríamos afirmar sobre las adaptaciones cinematográficas de obras literarias. El manido “Es que a mí la novela me gusta más” revela la incapacidad del espectador para sentir e integrar ambos universos artísticos, amparado en su pretendida sagacidad para advertir las diferencias entre ambas obras. Disfrutar y sentir una película no se basa en la capacidad para hallar diferencias, como en el pasatiempo que pretende lo mismo entre dos imágenes casi idénticas, sino en saber integrar las dos obras según los resortes técnicos y estilísticos que posee cada forma de arte, en este caso, el literario y el cinematográfico.
Todas las posibilidades se dan entre la calidad artística de los originales y sus posibles adaptaciones. Algunas obras literarias de escaso valor han inspirado películas de enorme calidad. Pero también el resto de posibles alternativas el lector tendrá oportunidad de haberlas advertido a lo largo de su experiencia como espectador cinematográfico y como lector. Quisiera recordar algunas de mis experiencias en este ámbito.
A veces el director o el guionista de la película encuentra tan sólo una tenue inspiración en una obra literaria, y por ello, su pretensión no consiste en revelar a través de la película su particular clave interpretativa del original, sino tan sólo utilizarla de pre-texto para crear otra obra artística con materiales, imágenes o frases reveladoras de algún sentido que el director desea potenciar. En tales casos, no entiendo por qué algunos cineastas nombran a sus películas como la obra literaria original, ni la razón por la que se empeñan en anunciar que se trata de una adaptación cinematográfica de algo a lo que, con todo derecho, no pretenden mantenerse fieles. Me parece legítimo lo que hacen, la calidad del producto no habría que analizarla a la luz del original, pero discrepo con esa coletilla en la que sólo encuentro el interés comercial por conectar, en el imaginario del potencial espectador, su experiencia como lector con el reclamo de su adaptación cinematográfica, el empeño por recubrir la película con la patina del prestigio que pudiera atesorar la obra literaria original. En este lugar colocaría, por ejemplo, una película que me agradó, aunque sin grandes alharacas, que no entiendo por qué su director, Pen Densham, quiso llamarla Moll Flanders, cuando apenas conserva nada del original novela de Daniel Defoe, más allá de la ambientación y algunos elementos narrativos.
A otro nivel, Apocalipsys now, la portentosa producción cinematográfica de Francis Ford Coppola, se basa, como todo el mundo sabe, en la afamada y enigmática novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Sin embargo, a pesar de haber alterado la localización geográfica, el momento histórico y el objetivo de la trama, la búsqueda del coronel Kurtz (Marlon Brando) recoge el salvajismo, la devastación moral y el embrujo de la obra del Conrad, por lo que encuentro que esta relación entre novela y película resulta mutuamente enriquecedora y da fe de un encuentro formidable entre dos creaciones artísticas de primera magnitud, sin necesidad de recurrir ni a la fidelidad narrativa, ni al mimetismo.
Sin embargo, otras películas, que sin necesidad de recurrir a comparaciones con la obra original, resultan por sí de escaso valor, éste se aminora todavía más cuando el espectador y también lector advierte el enorme potencial que atesoraba la novela y que desgraciadamente el director no ha sido capaz de reflejar. Recuerdo dos películas en relación con esta incapacidad, Ana Karenina, en la versión de Clarence Brown, protagonizada por Greta Garbo en 1935 (basada en la novela homónima de Tolstoi) y El retrato de una Dama, auténtico tour de force de su creador, Henry James, dirigida en este caso por Jane Campion en una versión de 1996 protagonizada por Nicole Kidman y John Malkovich. En ambos casos, el reto no resultaba baladí, sobre todo en el caso del escritor inglés, intentar reflejar en la gran pantalla la enorme complejidad psicológica de sus personajes, los acerados diálogos, las elipsis, las múltiples interpretaciones, la sutileza anímica de los encuentros. En las películas mencionadas tanto la Garbo como Malcovich despliegan todos sus recursos interpretativos, pero el conjunto, visto el potencial que atesoraban las obras originales, resulta un tanto frustrante y deprimente, porque uno no espera que la película así concebida sea fidedigna en todos los detalles, ni que incluya todos los diálogos, ni sea estricta con la trama ni el momento histórico, o incluso que contemple a todos los personajes y situaciones, pero sí que intente traspasar en imágenes unos caracteres y relaciones complejas de gran belleza y profundidad con la ayuda de la música y la fotografía, cuestión esta que no consiguen a pesar de que podamos disfrutar con escenas memorables y algunos momentos interpretativos llenos de encanto y tensión dramática
A veces oigo decir que la película traiciona el original. Creo que más bien debería afirmarse que la película traicionaba el particular concepto o interpretación que el espectador se hacía de la obra literaria original. Sin embargo, no creo que tal traición haga nada en favor ni en contra de la calidad de la película traidora, cuyo nivel artístico debería analizarse con independencia del original, a pesar del conflicto palmario. Aquí deseo recordar Las uvas de la ira, tanto la magnífica novela de Steinbeck, como la no menos inspirada película de Ford, ambas evocadoras de la peripecia vital de la familia Joad, desde sus empobrecidas tierras de Oklahoma, hasta el pretendido edén californiano, durante la Gran Depresión de 1929. El hecho de que la película, en este caso, y según mi juicio, traicione el original, que incluso lo pervierta premeditadamente, en nada aminora el resultado cinematográfico, una obra maestra de la filmografía.
La novela de Steinbeck nos habla de abnegación, de solidaridad entre los pobres y los infortunados, de lucha por la dignidad. Hasta aquí la película no desentona con el original y nos ofrece un cuadro de caracteres humanos delineados con el mismo mimo que Steinbeck utilizó para describirlos. La autenticidad de Ma Joad, la madre coraje de la familia, o la fotografía y gestualidad de su hijo encarnado en Henry Fonda, pertenecen a los grandes momentos de la historia del cine, sublimaciones del sentido que Steinbeck deseó dar a sus personajes. Sin embargo, la película pervierte el original, porque Steinbeck narró en 1939 los hechos de forma desesperanzada, una road movie donde cada nuevo kilómetro se convertía en un paso más hacia la pobreza y la desesperación, pero también hacia la concienciación social, la unión de los pobres y la reivindicación de sus derechos en un universo despiadado donde la crisis y sus adláteres se aprovechan de la debilidad de unas personas que habían perdido todos sus bienes, pero que sin embargo fueron capaces de conservar su dignidad y una enorme capacidad de supervivencia.
Apenas un año después de su publicación, en 1940, se realizó la película, por un John Ford que supo encontrar a través de la fotografía y de su magistral dirección artística, uno de esos momentos mágicos en que las palabras se convierten en imágenes y en luz, porque ya jamás nadie podrá leer la novela de Steinbeck sin rememorar las escenas de esa película que tan bien la reproducen. Sin embargo, el productor, y también montador de la película, el republicano Darryl F. Zanuck, le dio la vuelta completamente a la cronología de la trama, y lo que en la novela era una sucesión creciente de catástrofes, en la película apareció como un crescendo de situaciones cada vez menos dramáticas. Recordemos que estábamos a las puertas de la Segunda Guerra Mundial tras 10 años de cruel depresión, y el productor, Zanuck, a la par que eliminar algunas escenas, intentó ofrecer un producto que sin edulcorar los despropósitos del capitalismo ofreciera un atisbo de salvación por obra del sacrificio, la lucha y la superación de las adversidades: América, a pesar de la depresión, todavía un país de oportunidades. Esa magnífica epifanía con la que Steinbeck pone punto final a la aventura de la familia Joad, uno de los grandes momentos de la historia de la literatura, que no desvelaré, pero que muestra con un potencial inaudito y salvaje la capacidad de hermanamiento de los seres humanos en los momentos más trágicos y crueles, un canto esperanzado en la humanidad contra las perversidades del sistema económico, en la película desaparece y se sustituye por un magnífico campo de trabajo donde la familia parece encontrar una salida dentro del mismo sistema que al comienzo provocó su ruina y posterior desahucio.
El listado de películas inspiradas en obras literarias resulta inabordable. Tan sólo quisiera mostrar algunos ejemplos paradigmáticos de estas relaciones, sobre todo, aquellos relacionados con mi experiencia directa. Uno de los géneros en los que ha resultado más prolífica esta relación entre el cine y la literatura ha sido el de la ciencia ficción y el cine fantástico. En este campo, Blade runner y la novela en la que se basó, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, ha sido ya citada hasta la saciedad y constata una de las relaciones más exitosas de la historia del séptimo arte. Pero quisiera recordar dos personajes míticos de la modernidad, esas dos creaciones del horror que para el ser humano tecnológico del último siglo significan los personajes de Frankenstein y Drácula, porque ambos representan ese perverso ósculo que en la modernidad se ofrecen la tecnología omnímoda y el salvajismo sanguinario aún latente en la humanidad tecnocrática, esas dos facetas que cuando coinciden en un individuo o sociedad son capaces de provocar verdaderos cataclismo morales y auténticos genocidios.
La novela de Mary Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo) resulta de escaso valor literario, y sólo en muy contadas ocasiones ofrece escenas con potencia narrativa. Otra novela posterior, Golem, escrita por Gustav Meyrink en 1915, que narra un caso similar, mantiene una altura literaria de la que el original carece. Sin embargo, la fuerza de ese Prometeo, de ese robot animado, a pesar de no haber sido retratado por M. Shelley con toda la potencia que tal monstruo merecía, sí ha ofrecido inspiración cinematográfica de envergadura, tanto en su primera versión de 1931, con Boris Karloff, como la sarcástica de Mel Brooks en El jovencito Frankenstein, por sólo citar dos de los extremos del espectro. El anhelo de crear vida, y por tanto, de evitar la muerte, de superar, a través del impulso tecnológico, las limitaciones de la naturaleza, sustentan este mito moderno que como un horror invocado aparece siempre que se analizan las relaciones existentes entre la ética y la tecnología, sobre todo en relación con las ciencias de la vida. Estos dos mitos góticos de Frankenstein y del vampiro nacieron juntos durante el verano (verdadero invierno debido a la erupción del volcán Tambora) de 1818, en la villa suiza donde Lord Byron, junto con el matrimonio Shelley, se habían recluido. Allí pergeñaron estos relatos terroríficos que a la par de alertarnos sobre los peligros de la técnica, nos recuerdan el profundo trasfondo irracional y mágico que todavía posee el ser humano. Se da la coincidencia de que también en el mismo año de 1931 fueron producidas las dos más famosas versiones cinematográficas de ambos personajes, encarnados en Bela Lugosi y Boris Karloff.
Resultan tan aterradoras las imágenes que despertó Frankenstein (en la obra original relacionadas con una especie de rebelión contra dios y el creador que curiosamente aparece ausente en la mayoría versiones cinematográficas que conozco), tal la fuerza de las imágenes que Shelley sólo esboza, que numerosos escritores, dramaturgos, y también directores y guionistas, se dedicaron, al poco de su primera redacción, a realizar versiones del mito, que han sido las que verdaderamente hemos heredado nosotros, como oleadas de légamo que finalmente se han consolidado en nuestros miedos modernos relacionados con el control tecnológico, los robots, los androides, la creación, la biotecnología, la muerte, el poder, etc. Y en este campo prolífico de versiones e interpretaciones, el cine ha descollado a través de imágenes y momentos que se han grabado en nuestra memoria con mucha mayor fuerza que las palabras de la novela original.
Un referente de gran poder simbólico procede de la presencia continuada del frío, la nieve y sobre todo, el hielo, en la obra de Shelley. Me sorprende que tan pocas películas hayan resaltado o contemplado esa presencia ubicua de los paisajes desolados y aterradores del hielo en los que se desarrolla la mayor parte de la trama, sobre todo, esa persecución atroz a la que mutuamente se someten el creador y su monstruosa creación.
Algo similar ha ocurrido con el mito de Drácula, consolidado, después de abundantes preámbulos, por obra del irlandés Bram Stoker en 1897. En este caso, la novela original posee gran valor literario y una capacidad evocadora de gran intensidad. En ambos mitos está presente el deseo de sobrevivir a la muerte, y la presencia del pecado, el deber de tener que espiar la culpa con un dolor todavía superior al de la propia muerte. Drácula y Frankenstein son seres atormentados que proyectan todo su rencor contra sus mismos creadores. Pero en el caso del vampiro aparecen unos elementos sexuales, oníricos y subconscientes de gran originalidad que convierten al conde sediento de sangre en un miedo más arcaico y hondo, casi atávico.
Las versiones cinematográficas de Drácula resultan abundantes, y si sumamos aquellas que recurren al vampirismo, innumerables, aun cuando muchas de ellas apenas ya se refieran a la obra original, con tramas totalmente novedosas. La novela de Stoker se la ha denominado del género de diarios o epistolar, ya que se compone de las cartas y anotaciones autobiográficas que realizan los personajes de la novela a la par que avanza la trama. Adquiere así la novela, en algunos de sus partes, cierta componente polifónica, ya que los mismos hechos son narrados a la vez desde distintas perspectivas. A mí, particularmente, estos momentos son los que me parecen más débiles literariamente, porque percibo más una flojedad de estilo en contraste con la fortaleza que otros críticos han destacado. Esta claro el deseo del autor, crear un fresco de visiones y percepciones de un mismo fenómeno y sumir al lector en la perplejidad. Pero parece poco verosímil que unas personas que están viviendo activamente y con vértigo unos hechos que en ocasiones se suceden con vehemencia y riesgo de sus propias vidas, estén perdiendo el tiempo en escribir en sus diarios. Hubiera resultado mucho más poderoso recurrir a otros esquemas narrativos menos forzados y de más valor literario con el objetivo de componer ese mismo mosaico de interpretaciones. Sin embargo, existen dos narraciones o partes de la novela que me atraen poderosamente y que a la vez están escritas con gran aliento literario. Muchos críticos han destacado que la novela Drácula consiste de dos partes, la primera, que cuenta la visita de Harker al castillo del conde, a la que le sigue su estancia en Inglaterra y posterior regreso a Transilvania. A mí esa primera narración me parece lo mejor de la obra, destacada por una de las primeras versiones cinematográficas, la de 1958 de Fisher, con Peter Cushing y Cristopher Lee y también por la de Francis Ford Coppola de 1992, que creo es la más fiel al original. En la mente de todo amante del género se encuentra, sin embargo, la señorial presencia de Bela Lugosi como conde y la magnífica escenografía de este film de 1931, heredera, como la de Frankenstein, del cine expresionista.
La segunda narración de interés contenida en la novela original, que quizás haya sido la que menos veces se ha llevado al cine, y que sin embargo posee una electrizante capacidad de desatar horror, consiste en la descripción del viaje en barco del ataúd de Drácula, y que se encuentra magistralmente retratada en esa joya del cine mudo que es el Nosferatu de Murnau del año 1922. Esa capacidad evocadora del barco como ataúd que a la vez contiene los féretros de los vampiros, y cuya tripulación de muertos vivientes se cierne sobre una civilización desprotegida, me parece de una elevada talla literaria y cinematográfica, uno de los grandes momentos de la historia del cine.
Para finalizar, quisiera cambiar de escenario y utilizar dos enormes películas para acabar de describir algunas de las relaciones que encuentro particularmente interesantes entre el arte cinematográfico y la literatura. En primer lugar, soy de la opinión de que la calidad y el juicio artístico que se merecen las novelas y sus correspondientes versiones cinematográficas, debería realizarse con independencia, valorando cada creación en el ámbito que le es propio. Sin lugar a dudas, este ejercicio desapasionado que intenta cauterizar la película de sus orígenes literarios, resulta ciertamente difícil cuando la novela ha impactado poderosamente en la mente del espectador. Pero entiendo que el director, y el guionista, en suma, todos esos artistas que participan en la producción de una película basada en una novela, merecen la oportunidad de ser visionados con la máxima inocencia, con el mayor desapego respecto a la versión original. Y ello por dos razones. Porque a esa obra de arte completa en sí misma que puede llegar a ser una película hemos de ofrecerle la capacidad de mostrarse independiente de otras referencias, como obra de valor autónomo. Y porque la interpretación que el director realiza de la novela puede influir sobre la propia y ayudarnos a perfeccionar e intensificar el aprecio y el valor de la obra literaria original. Aunque claro está, y como ha estado presente en algunas de las apreciaciones que previamente he realizado, el espectador tiene todo el derecho a valorar la calidad del trabajo del director por su mayor o menor capacidad para traducir en imágenes la complejidad y riqueza argumental de la novela, aunque tales carencias haya que ponerlas en consonancia con los reparos que un lector ávido y crítico pudiera ponerle a un escritor por no haber sabido exprimir una determinada trama o personaje que al lector le parecen poco desarrollados o faltos de carácter.
En algunas ocasiones las películas logran una magia especial, porque más allá de su calidad intrínseca, además logran traducir en imágenes y multiplicar hasta el paroxismo el ambiente, la caracterización, el sentido y el carácter de las novelas versionadas. Quisiera recordar dos ejemplos, Los santos inocentes (Miguel Delibes y Mario Camus) y El tercer hombre (Graham Green y Carol Reed). Aunque no deseo finalizar y que el lector crea que considero estas películas modelos de lo que deberían ser las relaciones entre el cine y la literatura, porque entiendo, y de ello he hablado ya, que las formas de acometer la tarea de versionar en cine una novela u obra teatral, pueden ser muy variadas y todas ellas de gran valor.
Los santos inocentes, escrita en 1981 por Delibes, se trata de una novela que utiliza un lenguaje duro y directo, basada en la oralidad de los trabajadores del campo castellano, y cuyas descripciones resultan precisas, de gran fuerza, pero contenidas a lo imprescindible. Los personajes no se permiten el lujo de pensar en voz alta, pero la desnudez de la estructura proyecta, a través de sus diálogos, la esencia del paisaje rural donde se nos ofrece la trama, ese entorno de opresión despiadada que a mediados del siglo pasado podía ser cualquier cortijo de señoritos andaluces, extremeños o castellanos. Como diría el productor de la película, el libro parece un guion cinematográfico, que sin embargo, había que completar con una fotografía y unas caracterizaciones que están en el núcleo del gran valor artístico que posee esta adaptación. En este caso, ambas producciones artísticas se ofrecen mutua luz, y ya resulta imposible leer “Milana bonita” sin recordar al personaje de Azarías interpretado por Paco Rabal, o advertir la mezcla de sumisión y odio del capataz, ese ser medio vasallo y señor que tan bien caracterizó Agustín González, por poner sólo un par de ejemplos.
El caso de El tercer hombre resulta un tanto original, porque Graham Green creó su novela como fase previa a escribir el guion de la película que los productores Korda y Selznick le habían encargado. Así que en este caso, la obra literaria se fabricó para el cine, como una forma de describir lo que el autor literario deseaba que otros artistas tradujeran en imágenes. El propio Green redactó también el guion cinematográfico y siempre consideró que la verdadera obra maestra, en este caso, era la película, aunque la novela, dentro del género de espías de posguerra, también es considerada como un modelo artístico. Antes de ver la película por primera vez, yo desconocía esta génesis que tan brevemente acabo de describir. Y yo creo que casi todos los espectadores que han visto el film después de haber leído la novela, sienten también que las palabras de la novela se despliegan en imágenes con una fidelidad y una belleza inauditas. Citaré la mágica aparición de Orson Welles (Harry Lime en la película) en el umbral de la puerta, las estupendas caracterizaciones de los cómplices vieneses de Harry Lime, la música inolvidable de Anton Karas, y por último, la escena final, esa larga persecución por las alcantarillas de Viena que sólo esbozó Green en su novela, apenas un párrafo, y que tan llena está de patetismo, misterio y suspense.
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Excelente entrada sobre la que me permito añadir algunos comentarios y recuerdos.
Sobre el libro de Stoker, libro que he leido en bastantes ocasiones , siempre me viene el recuerdo de la primera vez , alla por la pubertad, que lo leí y de las fascinación y terror que me causó.
Sobre Los Santos Inocentes, ratificar integramente tu opinión e incluir la excelente interpretación de Alfredo Landa, que junto a Francisco Rabal, fueron ganadores ex aequo del premio interpretación año 1983 del festival de Cannes.
E incluiria la para mi magnífica película de La Comena, obra de Cámilo José Cela.
O Tristana , Nazarín.,..; la verdad es que la relación entre ambas artes es complementaria y enriquecedora, y ayuda a ccnocer al gran público tanto el libro como la película y vicecersa.
Podemos citar ( la relación es interminable ) la saga de El Señor de los Anillos, la saga de El Padrino, Los Miserables, Muerte en Venecia, El gatopardo, El velo pintado,…
Pero, hay veces ,que es al reves : baste ver Troya , El retrato de Dorian Grey, las adaptaciones de las obras de García Marquez,..
Ah, la coletilla que comentas, entiendo que deber por la SGAE ( española y mundial ), ya sabes, los derechos de propiedad intelectual.
Saludos
Antonio Cerceda
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Antonio, gracias por tu comentario. Compruebo que tenemos gustos similares en relación con la litaratura y el cine. Lo de la coletilla no lo he entendido muy bien, perdona.
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