Se ha destacado, en numerosos análisis sobre el capitalismo actual, que éste contiene una componente cultural y estetizante que lo diferencia de su predecesor, el llamado capitalismo fordista o de cadena de montaje. Lo he denominado como cognitivo por destacar el hecho de que las mercancías que ahora se producen incorporan cada vez más semiótica, publicidad, cultura, vivencias y experiencias. Y porque el valor añadido que estos “nuevos” elementos le aportan a la economía actual asume ya un peso relevante, de forma tal que en los sectores más dinámicos de la actividad económica la incorporación de trabajo inmaterial, creativo o cognitivo está ya superando a la “materialidad” de la producción tradicional.
Aun cuando esta característica resulta esencial para definir el actual sistema económico, ya empezó a resultar significativa en el sistema capitalista anterior. En un párrafo, citado a menudo de los “Grundrisse”, Marx anticipa que la categoría del “general intellect” cobraría progresivamente más importancia en la producción industrial. Es decir, que el conocimiento, la técnica, el saber, el lenguaje, la imagen, el sentido, la identidad, todos estos inmateriales, junto con los trabajadores que lo incorporan en la mercancía, han ido asumiendo un papel cada vez más importante en la producción de cosas, de tal forma que algunos analistas afirman que ya se ha creado una nueva clase social, el cognitariado (trabajador cognitivo o del conocimiento), al que algunos pensadores incluso le adscriben características propias de la clase de los artistas, sobre todo en relación con la creatividad.
Tanto por lo que afirmé en el capítulo anterior, como por lo que se deduce de la situación que acabo de exponer, el arte cada vez está más presente en nuestras vidas, ya sea porque la componente estética de las cosas y de las experiencias esté resultando más relevante, como porque el nuevo trabajador que le interesa al capitalismo, del que intentará sacar mayor plusvalía, debe ser ahora una especie de artista que sepa aplicar la creatividad característica del arte, no sólo en el diseño, fabricación y venta del producto, sino también en la propia organización de la empresa, de la producción y de la logística industrial.
Esta nueva clase del cognitariado, ya sea contratada directamente por las empresas o englobada dentro de esa otra categoría del emprendedor, se convierte así en especialista en el manejo del inmaterial, de una serie de insumos productivos que a diferencia de la mayor parte de la energía o de las materias primas incorporadas también en las mercancías, porque su manejo se realiza fundamentalmente dentro de las mentes y en el lenguaje, en la cooperación intelectiva entre los que manejan el saber y el conocimiento.
El cognitariado trabaja fundamentalmente con el procomún, y de aquí deviene uno de los campos de conflicto y explotación característicos de nuestra época, el que la acumulación capitalista dependa esencialmente en la actualidad del manejo de un inmaterial que tradicionalmente había sido libre y sobre el que el sistema de apropiación capitalista pretende verificar un cercamiento similar al que realizó sobre la tierra y los recursos naturales, en este momento sobre el arte, la técnica, la lengua, la genética, el conocimiento, la cultura, las tradiciones, lo popular, etc. a través de los derechos privados de propiedad intelectual y artística.
Interesa destacar en este momento un hecho que pasa muchas veces inadvertido, y es que el arte o la experiencia artística hay que producirlas más allá de ese momento único y creativo en el que se aplica una pincelada o se escribe una nota musical. El artista ha sido siempre un trabajador inserto en un sistema económico, y la obra artística ha sido, por tanto, un objeto producido materialmente y distribuido de una forma determinada históricamente. Este hecho lo destacó muy claramente W. Benjamin en “El autor como productor” cuando afirmó que la fabricación de arte siempre se inserta dentro de las relaciones sociales propias de cada modo de producción.
(…) el desplazamiento de la pregunta ‘¿en qué posición se encuentra la poesía con respecto de las relaciones de producción de su época?’, hacia la pregunta ‘¿en qué posición se encuentra dentro de ellas?’
La poesía, la música, el arte, no representan, por tanto, una mirada aséptica, distante y elevada, una perspectiva abstracta o meramente objetiva y representacional sobre la realidad social y política, sino que más bien forman parte de su estructura, unas actividades que fabrican la realidad y que la legitiman a través del régimen de visibilidad y de percepción en el que cada sistema de arte y sistema de producción se dan históricamente. En cambio, el arte se ha investido, durante los últimos doscientos años, de una apariencia virginal y etérea, que sin embargo, no puede ocultar que todo sistema artístico forma parte de un sistema simbólico, material, económico y comercial de producción e intercambio, en el que los mismos artistas “ensucian” sus manos, de igual forma a cómo lo hace cualquier otro trabajador, con objeto de al menos poder sobrevivir.
Porque esa pretensión tan moderna de que el artista no tenga que vender su trabajo, o de que su creación se realice al margen del mercado o únicamente inserta en un tipo de mercado tan suntuario e higiénico como indecente, de que los artistas sean autónomos e independientes y que no puedan vivir a sueldo o como funcionarios, no deja de ser una hipocresía conducente a crear, en la mente de los incautos, la convicción de que cuando leen una poesía, escuchan una sinfonía o visitan un museo están realizando un acto desinteresado y sublime, porque el artista logró realizar su obra al margen de la economía, tan sólo conectando con la inspiración y sin necesidad de usurpar su independencia y libertad creativa, casi como un ángel, un héroe o un santo.
Todo el discurso moderno en torno al artista se basa en demostrar su independencia, que fue un héroe que consiguió sobrevivir sin vender su fuerza de trabajo, sin traicionar su dignidad, y que el producto de su trabajo, por tanto, no le alienó, porque él y su obra de arte formaban algo sólido y sin fisuras, porque el sentido que le ofreció a las cosas que fabricó no estuvo enturbiado ni por la explotación, ni por el mercado, ni por la utilidad. Cuanto más sacrificada y dura haya sido su vida, cuanto menos contratos y encargos, cuanto más heroísmo en mantenerse al margen de la explotación habitual entre el resto de los ciudadanos, más grande su vocación y su obra. No me extraña, que al cabo, el modelo de nuevo trabajador sea el artista, el emprendedor creativo que realiza su vocación libre y autónomamente. Otra falacia.
Lo que sí anticiparon, en cambio, muchos artistas fue el actual sistema de autoexplotación a la que se ve expuesta una parte significativa del cognitariado. Durante los años sesenta del pasado siglo hubieron varios movimientos obreros (autonomía obrera, potere operaio, etc.) y estudiantiles que defendieron una lucha basada en liberarse de las cadenas del salario y optar por métodos de trabajo más flexibles y autónomos, que la automatización y la robotización de los procesos productivos permitiera disminuir la jornada laboral y poder ampliar los márgenes de libertad a través de la desregulación, un concepto que luego con el tiempo ha invertido su originaria carga emancipadora. Fue un real movimiento de desafección al trabajo fabril que se tradujo no sólo en huelgas, sino también en unas disminuciones significativas de la productividad como consecuencia de la transformación de la ética obrera ligada al trabajo de tipo fordista. La efervescencia de mayo del 68 tomó como suya estas propuestas, lo que provocó la proliferación de empresas novedosas y alternativas al capitalismo serio y conservador al que atacaban, sobre todo en el ámbito de la informática, la publicidad, la cultura, los medios de comunicación, en suma, apareció la primera clase creativa, emprendedora y con pretensiones de autonomía, la clase de la que depende o en la que se funda el consumismo y el capitalismo cultural y estetizante que nos caracteriza.
Pero, ¿por qué razón estas propuestas emancipadoras, que también encontraron eco en unas vanguardias artísticas que nutrían su imaginario político y vivencial con símbolos y experiencias alternativas a la alienación imperante, se transformó en el capitalismo cognitivo, cultural y estetizante del que estamos hablando? Al respecto, las siguientes palabras de Berardi en “Generación post-alfa” pueden resultar útiles:
Los obreros querían trabajar menos y los ingenieros investigaban tecnologías orientadas a reducir el tiempo de trabajo necesario, a automatizar la producción. Entre finales de los 70 y el inicio de los 80 ambas tendencias se encontraron. Pero, por desgracia, se encontraron bajo el signo de la reacción capitalista y de la revancha antiobrera, y no bajo el signo del poder obrero y la autoorganización. El movimiento obrero no había logrado traducir la protesta obrera en autoorganización del proceso productivo.
Y como consecuencia:
Ya no hay seres humanos que trabajan sino fragmentos temporales sujetados al proceso de valorización, átomos de tiempo recombinados en el proceso productivo global. Los trabajadores industriales habían rechazado su papel en la fábrica, y de esta manera habían ganado libertad y autonomía respecto al dominio capitalista del control sobre sus tiempos de vida. Pero esta situación condujo a los capitalistas a invertir en tecnologías que ahorran trabajo, y a cambiar la composición técnica del proceso productivo para poder expulsar a los obreros industriales y a sus formas de organización autónomas, para poder crear una nueva organización del trabajo que fuese mucho más flexible.
En el extremo, estamos alcanzando la que ya se denomina como economía gig, en la que los recursos necesarios para la producción se contratan únicamente cuando resultan necesarios, y por tanto, el factor trabajo sólo se remunera por el tiempo real de producción, por los segundos durante los cuales el operario o el artista (free lancer) ha estado produciendo, quedando al margen del salario y por tanto, a cargo de cada persona individualmente, su formación, salud, descanso, etc. Ya no se compra la disponibilidad de la fuerza de trabajo, sino sólo el tiempo de dedicación exclusiva. Cada trabajador opera como un autónomo, como un emprendedor que se siente dueño completo de su persona, a la que trata como capital humano, y de su tiempo, al fin libre y emancipado del horario, del control, de la tutela, del contrato, y que se vende en cada ocasión al mejor postor. La situación me recuerda, salvando distancias, a la que se encontraron tantos esclavos americanos que habiendo logrado la libertad de moverse y de contratarse, en cambio, y por no poseer los medios de producción, tuvieron que vivir en condiciones materiales peores a las esclavistas, como los precarios de hoy, cuyas condiciones de existencia han empeorado respecto a la generación precedente, aun cuando sean más libres, flexibles y autónomos.
Como manifiesta M. Wark en “Un manifiesto Hacker”:
La clase hacker coincide con los trabajadores inmateriales de alto nivel, motor de la innovación, obligados a vender su propia capacidad de invención y de abstracción a la clase vectorial, esto es, a quienes poseen los nuevos medios de producción y monopolizan la información y los agentes virales que la transportan.
Puede decirse que la realidad de la precarización se intenta ocultar tras la ilusión de la filosofía del emprendimiento. Porque la explotación ha cambiado su faz tradicional asociada a un contrato injusto, por la existencia actual y real de unas condiciones de subcontratación de autónomos emprendedores y artistas que ofrecen su capital y su trabajo a precio de saldo.
Sin embargo, el mundo del arte y del emprendimiento parece repleto de experiencias exitosas, de jóvenes y listos empresarios de sí mismos que han triunfado con ideas geniales cuyo valor comercial y mediático ha alcanzado sumas increíbles de dinero, tanto a nivel de startups, como de obras de arte. Como en el mundo del deporte y en tantos otros similares, tras el espectáculo y el glamour de las estrellas (y de las marcas) -a las que curiosamente se las disfraza con los ropajes del ciudadano medio, para ofrecer la impresión de que cualquiera puede alcanzar el éxito- se intenta ocultar el hecho de que a pesar de la creatividad y el emprendimiento hay toda una clase social de personas conectadas a un ordenador o a un instrumento musical, y que son explotadas por los dueños de los medios de producción de las industrias creativas, del espectáculo, del software, de la publicidad y del diseño.
Lo realmente novedoso de esta situación viene caracterizada porque en el imaginario de muchas personas no acaba de cuajar la conciencia de esta explotación cognitiva. Parece que por ser autónomo, o artista, por poseer la propia empresa y no utilizar las manos ni el sudor para producir, que esta situación glamurosa nos eximiera de ser explotados. Cuando existía una jornada laboral concreta y un lugar de trabajo específico y ajeno a nosotros, era más fácil dividir nuestra vida entre el período en el que se le vendía nuestro trabajo a un empresario, y ese espacio de ocio o de familia y amigos, en el que se vivía de otra manera y se podía reflexionar y actuar más fácilmente contra la manera en que se trabajaba. Pero ahora el trabajo es menos físico, la mente es la parte de nosotros que más trabaja, por lo que la disociación para tomar conciencia y actuar resulta más costosa, máxime cuando los tiempos y lugares de trabajo se funden con los del ocio o la familia.
Las siguientes palabras de I. Lorey en “Gubernamentalidad y precarización de sí” nos pueden servir para conectar el espíritu del artista con el del precario posmoderno:
Lo que nos concierne aquí no es la manera en que las personas en general se ven forzadas a la precarización, sino el hecho de que algunas afirman que, en tanto trabajadoras y trabajadores culturales, han elegido libremente unas condiciones precarias de vida y trabajo (…) Quienes trabajan de forma creativa, estos precarios y precarias que crean y producen cultura, son sujetos que pueden ser explotados fácilmente ya que soportan permanentemente tales condiciones de vida y trabajo porque creen en su propia libertad y autonomía, por sus fantasías de realizarse. En un contexto neoliberal son explotables hasta el extremo de que el Estado siempre los presenta como figuras modelo.
En el fondo, esta fantasía surge de algo que tiene mucho que ver con las características de las comunidades imaginadas, tanto a nivel religioso como nacionalista, y que B. Anderson al definirlas con meridiana y clara exactitud, nos lo ilustró con un ejemplo muy apropiado al caso, el de la creación del museo y la importancia de las instituciones culturales y de las obras de arte para legitimar la gobernabilidad y los Estados-nación como actores que poseen una personalidad ligada a una historia, un patrimonio, un estilo, una herencia, etc. En este particular sistema del arte y de la economía y la política, el artista tiende a vivir en la misma paranoia que el trabajador que promueve el capitalismo cognitivo. Por un lado, tiende a ensalzar su trabajo creativo como algo original y valioso que por ser mental y espiritual lo realiza libremente y sin coacción, como una emanación pura y esencial de su yo. Pero por otra parte, y aquí reside la esquizofrenia, el éxito depende de un reconocimiento que viene dado por una estructura política y económica en la que el artista y el trabajador vive necesariamente inserto, pero que espiritualmente elude y de la que se siente al margen o le es indiferente, como si su trabajo no perteneciera a este mundo, aunque a su vez sirva para consolidarlo, porque su más alta aspiración consiste en colocar su obra en un museo o su trabajo en un lugar destacado de la cadena de producción. Al cabo, el modelo de trabajador cognitivo toma su inspiración del artista, porque ambos poseen similar deseo en convertir su trabajo en objeto de arte, y por tanto, en trabajar estética y creativamente, en considerar que el sacrifico, la autoinmolación, las penurias, la incomprensión y la explotación vale la pena asumirlas porque yo, el artista, el trabajador cognitivo, lo acepto por un fin sublime, en pos de mi libertad creativa e independencia.
Pero, ¿qué pasaría si eliminásemos el aura de la obra de arte y de la creatividad, si destronáramos a los museos de su pedestal? ¿Qué ocurriría si asumiéramos que todo el trabajo es igual y sirve, a diferente nivel y con diverso valor -ya sea limpiando retretes o diseñando un cohete, recogiendo tomates en un invernadero o pintando cuadros- para fabricar el mundo material en el que vivimos, que todo el trabajo forma parte de un sistema de producción común y sistémico? ¿Qué ocurriría si consideráramos que no existe diferencia entre el trabajo manual y el mental, que no hay una frontera entre el llamado trabajo productivo y el improductivo, entre el artista, el artesano y el proletario? ¿Qué pasaría si todos nos consideráramos simplemente como trabajadores que aportamos una fuerza de trabajo a un sistema que reparte abundancia y escasez de forma desigual, y si nuestra posición en él la analizáramos por el balance entre lo que nos da y nos quita?
Como afirmaba Marx, el trabajo es realmente lo que define a la especie humana, porque mediante el trabajo el ser humano además de producir las cosas, tanto material como semióticamente, también se fabrica como individuo y como sociedad, y construye la naturaleza que nos rodea. Somos una especie colaborativa y el trabajo es una de las actividades más importantes dentro de esa cooperación. Por esta razón, la división estricta del trabajo y la desigualdad a nivel de aprendizaje, acceso, decisión y reparto es quizás el factor clave a la hora de definir y valorar una asociación política y su consiguiente estructura económica y de producción.
La actividad artística es también un trabajo, pero a diferencia de otros, se considera que se desarrolla en conexión con una vocación, porque su actividad atesora para los artistas un gusto esencial y consustancial a su persona. Otros trabajos también lo tienen, y tendemos a afirmar que esos trabajos resultan placenteros o gustosos porque se desarrollan con creatividad, como una emanación de lo que realmente somos, porque a través de ellos desplegamos una actividad que nos da placer y nos produce como personas. Por ello se ha defendido, sobre todo por algunas vanguardias artísticas, pero también por diversos posicionamientos políticos de la posguerra, la necesidad de transformar el trabajo en arte, y en relación con ello el que nuestras vidas se conviertan en obras de arte.
Creo que esta pretensión necesita ser definida con más rigor y también conectarla con otros elementos, en particular, con el concepto de explotación, para que pueda poseer capacidad emancipadora. Me explico. En primer lugar, si por arte entendemos el gran arte, el sistema tradicional de las artes occidental cuya aspiración es la excelencia, el reconocimiento, el patrimonio, la admiración, el espíritu universal, etc, creo que mal servicio le estaremos ofreciendo a la sociedad si pretendemos que el objetivo vital liberador de todas las personas sea convertirse en ejecutantes de una obra de arte, de un objeto, de una cosa que tenga que ser legada a la posteridad con nuestro nombre como autor único y original.
Por otro lado, el placer en la ejecución de una actividad no es una condición suficiente para afirmar que no nos estén explotando en el trabajo. Y como se ha afirmado previamente, encuentro que en la situación actual, el pertenecer al cognitariado, el estar en el grupo afortunado de los artistas o ingenieros o creativos a los que les gusta su trabajo, más que un salvoconducto para la liberación se está convirtiendo en un pretexto para la explotación. Cuántos becarios, programadores, diseñadores, publicistas, periodistas, músicos, etc. malviven con un suelo de miseria y alargan sus jornadas laborales hasta la extenuación por estar trabajando en lo que les gusta. Porque aquí el balance político de esta situación no sólo hay que realizarlo individualmente sopesando el placer del trabajo con el sueldo que recibimos, como si el placer de lo que realizamos nos lo estuviera regalando magnánimamente el empresario que nos contrata. Sino introduciendo en la ecuación lo que el empresario gana con nuestro trabajo bonito y creativo, la parte de nuestro tiempo y trabajo que simplemente otra persona gana injustamente y que sirve para perpetuar una situación de dependencia.
En “La máquina de la infelicidad”, Berardi nos dice lo siguiente:
Precisamente gracias a la absorción de la creatividad, del deseo, del impulso individualista y libertario hacia la autorrealización el capital ha sabido reencontrar su energía psíquica, ideológica y también económica.
El escultor J. L.Moraza, refiriéndose al artista y al trabajador cognitivo, también dirá lo siguiente, en “Arte en la era del capitalismo cognitivo”:
Su fuerza de trabajo, su libido, su deseo, su ansiedad, su locura, su creatividad pueden ser entonces convertidos en unidades de valor, en energías capitalizables: el ‘principal capital fijo pasa a ser el hombre mismo’ (Marx).
Hay que recordar que en el capitalismo fordista el trabajador se sentía expropiado de su tiempo, de su creatividad, de su inteligencia, incluso de su propia individualidad, y que parece lógico que los movimientos emancipadores de la posguerra incidieran en estos elementos, en plantear como objetivos sus contrarios: flexibilidad, desregulación, creatividad y autonomía, las características propias del trabajo creativo y artístico del precario. Pero ¿por qué estos anhelos, que realmente parece que se están cumpliendo en la forma de precarización, no nos han dejado satisfechos, por qué continúan existiendo jornadas de trabajo inhumanas, miseria y explotación, tanto en los nuevos trabajadores cognitivos como en el mundo del arte, a pesar de sus estrellas y colosos mediáticos?
Leamos esta frase de Benjamin Franlkin, refiriéndose a la escasez de mano de obra explotable en los inicios de la historia norteamericana:
Los grandes talleres manufactureros exigen abundancia de pobres que hagan el trabajo por salarios bajos; estos pobres se pueden encontrar en Europa, pero no se encontrarán en América hasta que toda la tierra no sea ocupada y cultivada.
Aquí el padre del liberalismo americano coincide en su análisis con Marx, que aludía a que en el entorno de abundancia de USA, donde existía capital abundante para todos, con un frontera tras de la que podían “fugarse” los trabajadores para alcanzar autonomía y libertad, no podrían cumplirse las leyes férreas de la oferta y de la demanda, y por tanto, de la explotación de los trabajadores, fueran estos cognitivos, artistas, o no. Es decir, que es la escasez de capital la que hace posible la explotación, y que la escasez provocada por el mismo sistema económico de explotación cognitiva es la que perpetúa este circulo vicioso para el trabajador.
Y aunque el trabajo artístico y cognitivo pueda ser gratificante y hermoso, lo que no se puede olvidar es que el capitalismo cognitivo crea escasez artificial en plena abundancia de procomún, de inmaterial, y que las grandes industrias creativas, del espectáculo, de la experiencia están encontrado nuevas formas de extraer beneficios de la actividad creativa de los artistas y del cognitariado con objeto de que la sociedad jamás pueda acceder al capital necesario para liberar de la explotación nuestra misma actividad creativa, en suma, nuestro trabajo. El capitalismo cognitivo se está apropiando de nuestra creatividad en forma de una plusvalía especialmente perversa, porque este procomún que estamos creando entre todos podría ser compartido sin apenas coste de reproducción y comunicación.
En “Manual de uso para la creatividad sostenible en la era digital” aparecen ejemplos de esta situación en muchos campos de las industrias creativas y los monopolios asociados a marcas:
Enzarzada en otro contexto, las industrias culturales tradicionales, que se muestran incapaces por entender los retos propuestos por la era digital, se nutren de la producción colectiva pero no replican la lógica colaborativa, sino que imponen marcos de apropiación sobre los bienes comunes. Los lobbies de las industrias culturales se asientan en la concepción de la cultura propietaria (economía de la escasez) alejadas de la filosofía de la cultura libre (economía de la abundancia). Estas grandes inversiones en comunicación y estrategias de marca no solo producen valor, sino que son las causantes de que exista una fuerza de trabajo fácilmente explotable.
Véase, por ejemplo, lo que Papadopoulos nos recuerda, en “Are music recording contracts equitable?”, sobre la distribución de valor entre los artistas musicales y toda la clase empresarial, burocrática de intermediarios que son al fin los que acaban acumulando la mayor parte de la renta: el artista tan sólo capta el 5% de la venta de discos, el restante 95% se lo reparten la manufactura del CD (3%), los impuestos y demás regalías (17%), el minorista (28%) y la casa discográfica (47%).
A menos que cambie el concepto aurático que todavía poseemos sobre el arte y la actividad creativa, si no se altera el equilibrio entre los agentes de la creación de riqueza material y estética en la sociedad actual, la pretensión de ser artistas, creativos emprendedores, no traerá consigo autonomía ni emancipación. Quizás sí un distinto placer en el trabajo o colmar la ambición de formar parte de esa comunidad imaginada de los creadores, de los artistas, de aquellos que se sacrifican voluntaria y libremente en la hoguera de las industrias creativas.
Recordemos que este capitalismo cognitivo o cultural ha pasado de ser una máquina de producción de mercancías para cubrir necesidades a convertirse, como afirma J.L. Brea en “Capitalismo-cultural-electrónico”, en una megamáquina
(…) que consiste en producir al individuo, en construirle como personaje, en proporcionarle argumentos y narrativas de individuación, de reconocimiento, de pertenencia y distinción en contextos de comunidad, de socialización.
Lo cual nos pone a todos frente a un verdadero dilema al que no pueden sustraerse ni los artistas, ni el cognitariado, realmente porque ellos están en el centro mismo de esta disyuntiva, de la necesidad de instaurar prácticas de producción simbólicas alternativas a las del gran capital y que por tal razón, sean capaces de generar verdaderas dinámicas emancipadoras en el campo de la producción de mercancías y de procomún, que sean útiles para acompañar el proceso de creación de comunidades autoorganizadas y dueñas de sus medios de producción material y simbólica.
Es en este punto en el que los artistas se convierten simplemente en productores, y en que el arte se integra en el resto de las actividades productivas, generando un nuevo entorno en el cual las diferencias de significado, la mayor o menor entidad de la experiencia marcará las reales diferencias entre las cosas, y no la existencia de una clase de objetos separados del resto y categorizados como arte, y que sólo puede ser producido por una clase especial de personas.
Esta transición ya ha comenzado de la mano del cognitariado, la clase que estetiza la realidad, que convierte las cosas y las experiencias ligadas con ellas en eventos simbólicos, vitales, identitarios. Pero en la medida en que todavía el gran arte existe como memoria, patrimonio, prestigio e inversión financiera, y desde el momento en que esta distribución y casi difusión universal de la experiencia artística en las cosas y a cargo del cognitariado anónimo se siga realizando bajo la férula del capital y de la creación artificial de escasez, con tan poco valor cognitivo y emocional, continuará la explotación clásica y propia del capitalismo, sólo que bajo la forma de la cultura, la experiencia y la estética. Por ello, el arte y las experiencias artísticas se han convertido quizás en el lugar privilegiado desde el que visualizar y participar en la crítica y en la generación de alternativas vitales, sociales y políticas.
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