
El arte sólo lo fabrican los artistas.
Los artistas son las únicas personas que hacen arte.
Estas dos sentencias forman el círculo tautológico del sistema del arte de la modernidad. Se considera que el artista es un trabajador especial porque es el único que sabe hacer arte. Y el arte tampoco es una actividad que pueda realizar cualquier persona que no sea ese ser especial al que llamamos artista. Arte y artistas forman una coraza que los protege recíprocamente de la realidad, de la fea cotidianeidad, de las falsas apariencias. La excelencia de cualquiera de sus términos llama al otro, y genera una frontera entre el ideal y la cruda realidad que resulta necesario romper si queremos ya librarnos de esta rara y dilatada nueva religión del arte y de la cultura.
La historia del arte ha consistido en encontrar a los genios, en destacar por qué lo son, en averiguar la línea de originalidades creativas, de novedades aportadas a la historia de la humanidad por cada uno de ellos. Se considera que los artistas son las personas que han sido capaces de crear ex nihilo, sacarse de la chistera una técnica, una forma, un estilo absolutamente novedoso que no existió jamás antes de ellos y que la humanidad, como un todo, aceptó como una aportación en el camino ascendente en el progreso de las bellas artes. Hay que encontrar siempre a la persona responsable de la obra, bucear debajo de los anónimos o de los apócrifos para saber quién fue el autor, averiguar sobre su personalidad, su historia y conectar su especial forma de ser, su original individualidad, con la creación novedosa que fue capaz de fabricar y que lo distinguió del resto de sus contemporáneos. Además de explicar por qué a partir de ellos el arte y la historia fue diferente y cómo se impregnó de un acontecimiento que aportó saber, maestría y técnica a un sistema que gracias a sus aportaciones se ha ido haciendo cada vez más grande y más valioso por las sucesivas obras creadas por los artistas.
Acerca de esta pretensión casi religiosa y heroica sobre la que se ha erigido la historiografía oficial, se manifiesta en estos términos el crítico del arte Bourriaud en “Postproducción”:
El discurso antiecléctico se ha vuelto pues un discurso de adhesión, el deseo por una cultura señalizada de tal manera que todas sus producciones estén bien ordenadas, claramente identificables como distintivos, signos de unión con una visión estereotipada de la cultura. Lo cual está ligado con la constitución del discurso modernista tal como lo enuncian los escritos teóricos de Clement Greenberg, para quien la historia del arte configura un relato lineal, teleológico, en cuyo interior cada obra del pasado se define por su relación con las anteriores y las que le siguen. Según Greenberg, la historia del arte moderno consiste en una progresiva «purificación» de la pintura y de la escultura.
Una crítica que comparte y expresa así ese gran historiador del arte que fue E. Gombrich, cuando afirmó que «en arte no hay progreso sino simples cambios de propósitos«.
O como afirma Sloterdijk en “El arte se repliega en sí mismo”:
El culto del arte en progreso posee una de sus fuentes en la esperanza humanista y religiosa de las gentes modernas en su poder creador de obra. Éste contiene la promesa de que los seres humanos pueden elevarse hasta alcanzar la posición desde la que generar las condiciones de su propia felicidad.
En este punto quisiera recordar, por ejemplo, a Rembrandt y su taller de pinturas del siglo XVII. Resulta colosal la cantidad de obras firmadas por este pintor. Tan sorprendente y desde todo punto de vista, inhumano, que ello ha provocado una auténtica pasión científica e histórica por establecer exactamente qué parte de su obra pintó él realmente y qué pinceladas fueron dadas por otros miembros de su taller. Esta necesidad y casi obsesión por establecer exactamente y fuera de toda duda lo que el excelso artista hizo con sus propias manos como fruto de su inspiración y virtuosismo divino, resulta crucial para seguir manteniendo en pie el sistema moderno de las bellas artes, que no podría concebir que las obras más importantes atribuidas al artista holandés en realidad hubiesen sido ejecutadas por un cúmulo de otras manos. Es como si la obra de arte perdiera su aura proporcionalmente a la parte de ella que no fue tocada por Rembrandt. Se llega al absurdo de tener que discernir a quién pertenece cada pincelada, cada boceto, cada línea o mezcla de color, porque cada cuadro necesita imperiosamente, para poder ser definido como arte valioso, de la conexión imprescindible con un autor también valioso e identificable. Pero no debemos olvidar que Rembrandt, más allá de ser mejor o peor pintor, fue un gran empresario de la pintura, un gestor artístico que reunió a su alrededor un equipo de personas que se dedicaron a manufacturar obras de arte y repartirlas por toda Europa. Rembrandt es la marca, el nombre de la empresa en la que un sujeto llamado Rembrandt actuó como gestor artístico y comercial.
Y es que el sistema moderno del arte no puede existir sin el personaje del genio, del artista que imprime su sello inconfundible en la obra, que la dota de un estilo original y nunca viso hasta entonces, que es capaz de aportar su novedad a la historia ascendente del arte y a la esencia cultural propia de cada nacionalidad. En cierta manera se ha pretendido que arte y artista formen un todo, un objeto autorreferencial al que sólo los expertos o los críticos pueden acceder y que una vez delimitado y bien definido se expone en museos y se enseña en las escuelas.
Pero W. Benjamin ya criticó a comienzos del siglo XX esta visión hagiográfica y teleológica del arte, precisamente recurriendo al absurdo que pone de relieve la aplicación de las técnicas de reproducción técnica de las obras de arte, al hecho de que tanto los falsificadores como los piratas modernos, en suma, la tecnología, es capaz de reproducir el arte y convertir la copia y el original en cosas indiscernibles. O el pop art, del que A. Warhol se convirtió en el más famoso exponente, que exponía en los museos obras de arte que eran copias exactas de objetos cotidianos o de mercancías, de fotografías y otras obras, y que de forma irónica, no ausente de extravagancia, puso de relieve el absurdo al que había llegado el moderno sistema de las bellas artes y su exaltación de la figura del artista y de su obra original.
¿Acaso no se considera verdaderos artistas a los arquitectos, cuando realmente ninguno de ellos puso jamás un ladrillo de los edificios que ahora se valoran como auténticas obras de arte? Este y otros casos análogos, como el de los compositores de música, alentaron el debate moderno en torno al diferente valor de cada tipo de arte y sobre la mayor o menor importancia que en el sistema moderno del arte poseían los intérpretes, ejecutantes y productores materiales de las obras, en contraposición con los artífices mentales y conceptuales que las proyectaban o sólo las escribían o delineaban.
Unas contradicciones que durante el siglo XX no dejaron de crecer, ya sea por la invención de la fotografía, y posteriormente del séptimo arte, el cine, cuyas obras de arte, las películas, no poseen una única autoría, y en cuya fabricación participan cientos de profesionales. Así y todo, también aquí en el arte cinematográfico se ha intentado colocar al director como el principal artífice o artista, en la medida que se considera que es la cabeza pensante de toda la película, el responsable máximo del resultado, cuando realmente él es el único que materialmente no contribuye a su realización.
No es que no exista una historia del arte plagada de personas portentosas y de rara originalidad, pero la historia no sólo consiste en construir unos hechos y unos héroes a partir de la búsqueda de autores excelsos aplicando la lente de un muy sesgado concepto de creatividad, originalidad e individualidad. Tampoco en intentar conectar por todos los medios la existencia de genios con la consolidación de unos espíritus, identidades y culturas nacionales que encuentra en estas historias una de sus principales fuentes de legitimidad. ¿Qué esconde tras de sí ese espantajo del “genio universal”? Recordemos que en esta fase del capitalismo cognitivo en la que nos situamos, esos genios universales no son apátridas, sino que constituyen los principales recursos simbólicos e identitarios en torno a los cuales se crean las marcas-país como iconos publicitarios que atraen turismo, inversiones, comercio y fama.
Parece que la principal ambición de todos los artistas ha consistido en saber confeccionar una obra eterna y universal, en haber sido capaces de crear un estilo personal, identificable y admirable. Todo objeto que no se encuentre dentro de estas coordenadas no merece llamarse artístico, ni sus hacedores artistas. Sin embargo, lo que a lo largo de este trabajo he denominado como experiencia artística o “artear” ha sido algo que siempre ha ido más allá de los intentos de este sistema moderno del arte de usurpar la capacidad de otras personas diferentes a los aristas, y de otros objetos y situaciones ajenas a las obras de arte, para también provocar situaciones valiosas desde el punto de vista estético.
Resulta evidente que según el parecer tradicional, sin artistas no habría arte, y viceversa. Pero ello no significa que por el deber de “matar a los artistas” tengamos que abstenernos de experimentar artísticamente, de revestir la realidad, nuestra vida y las cosas de una dimensión estética valiosa. Aquello que hemos denominado como arte forma parte de un sistema de producción, de una ideología de la cultura muy particular que no tiene por qué durar eternamente –de hecho se encuentra en fase de descomposición. El arte no es un concepto absoluto que viene definido necesariamente por cumplir unas condiciones de carácter conceptual y formal, sino como afirmaba Dickie, la obra de arte se encuentra en el centro de todo un sistema procedimental e institucional en el que se conectan artistas y productores según relaciones mediadas por la cultura y el propio sistema de las artes imperante en cada época histórica.
El concepto de artista, y más aún, el de autor, ha quedado totalmente obsoleto, por lo menos tal y como el sistema de las bellas artes y de la propiedad intelectual y artística lo intentan seguir manteniendo en pie, a pesar del derrumbe estrepitoso al que lo han forzado los nuevos medios de difusión y creación. Pero no sólo ellos. A mediados del siglo XX dos pensadores franceses, Barthes y Foucault, escribieron sendos trabajos que ya recogen el espíritu de aquel tiempo en contra del arte y de los autores. En “La muerte del autor”, Barthes incidió en la idea de la originalidad, en el hecho de que todos los autores son hijos de su tiempo y de su cultura, de que todos sin excepción han copiado y rehecho lo que otros han escrito, y que es realmente el lector o el espectador el que de forma activa debe crear la obra con los despojos que los autores han ido recogiendo y amalgamando de una determinada forma. En cierta manera planteaba la fusión entre el autor y el lector –algo similar a lo que anunció U. Eco en “Obra abierta”-, tanto como un deseo como un proceso del que él ya era testigo y que el correr de los tiempos no ha hecho más que confirmar.
Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura (…) un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector.
En “¿Qué es un autor?”, Foucault plantea que la figura del autor es una construcción social, y que a ese sujeto construido se le asigna, según los momentos históricos, una determinada función social. Por tanto, que los autores habidos a lo largo de la historia han sido fabricados como objetos o hechos de conocimiento histórico-artístico por el régimen occidental y moderno de las bellas artes. Y nos advierte que el proceso de configuración de lo que es un artista y lo que significa socialmente su obra de arte, forma parte de ese trasunto histórico en el que comenzó a cobrar vida la individualización y la vinculación sólida de cada sujeto con su propiedad privada.
La palabra “obra”, y la unidad que designa son probablemente tan problemáticas, como la individualidad del autor.
Y nos recuerda algo que suele pasarse por alto, que la forma en que la historiografía ha fabricado la obra y sus autores deriva y guarda una estrecha relación con el modo en que la tradición hagiográfica cristiana autentificó sus textos sagrados mediante las exégesis, y por tanto mediante la vinculación necesaria y suficiente con determinados padres-autores insignes de la Iglesia.
La Cultura, con mayúsculas, siempre intenta naturalizar, es decir, transformar en verdades absolutas, en hechos naturales y puros, una serie de objetos y conceptos que se encuentran sujetos a las contingencias del tiempo y de las culturas. Los artistas y sus obras caen dentro de este proceder, que en la cultura moderna occidental se ha traducido en ese concepto de arte tan cercano a lo sagrado y a lo santo, en crear una institución que fuera capaz de transformar en propiedad privada las experiencias artísticas, en convertir los actos libres de experimentación artística en un campo vedado, cerrado y sólo interpretable por los expertos y los críticos, esos sacerdotes de la religión del arte. Para lo cual ha sido imprescindible que el elitismo del sistema del arte ocultara los actos de apropiación que sus autores han realizado sobre las obras de otros, así como sobre la cultura popular y anónima.
Foucault concluye su escrito sobre la muerte del sistema moderno de la obra de arte y del autor-artista con estos interrogantes:
Todos los discursos, cualquiera que sea el tratamiento que se les imponga, se desarrollarían en el anonimato del murmullo. Ya no se escucharían las preguntas tan machacadas: “¿Quién habló realmente? ¿Es él, efectivamente, y nadie más? ¿Con qué autenticidad o con qué originalidad? ¿Y qué fue lo que expresó de lo más profundo de sí mismo en su discurso? ¿Cuáles son los modos de existencia de este discurso? ¿Cuáles son los lugares reservados para posibles sujetos? ¿Quién puede cumplir estas diversas funciones de sujeto?” Y detrás de todas estas preguntas no se escucharía más que el rumor de una indiferencia: “Qué importa quién habla”.
Leamos las siguientes palabras de la poetisa y ensayista C. Maillard (“La baba del caracol”), en las que habla de la misión artística en otras sociedades y tiempos, una reflexión útil que podríamos aplicar al papel aurático que hoy en día intentan seguir desempeñando la estética y los artistas:
El poeta no era un oráculo, era un forjador de mitos. Entonados, estos mitos podían memorizarse y transmitirse. De este modo, unidos sus miembros por una memoria colectiva, el grupo se fortalecía. La poesía, entonces, en sus inicios, tenía una función política. Pero fue reemplazada por las teodiceas. Los filósofos se convirtieron en consejeros de los gobernantes y reemplazaron a los cantores, y, poco a poco, la poesía fue transformándose en un juego elegante cultivado por los nobles en las tardes ociosas. Podríamos pensar que el “ars poética” como una degeneración del hacer político.
Recomiendo leer el siguiente libro de Byung-Chul Han, “Shanzhai: el arte de la falsificación y la deconstrucción en China”, ilustrativo sobre cómo en otras geografías y tiempos se han desarrollado sistemas de las artes muy diferentes al occidental. Nos explica cómo el concepto de esencia o de originalidad no existía en el pensamiento tradicional chino, más proclive a estudiar la praxis y el movimiento de las cosas que los absolutos. Por ello, los edificios y templos singulares o emblemáticos se demuelen y construyen continuamente, y por ello tampoco existe el respeto y adoración que se tiene en el sistema moderno de las bellas artes por las ruinas. Si en occidente la reproducción, la copia o la falsificación conllevan una especie de traición al ser, a la esencia sagrada de la obra, en cambio, en China lo que importan son las sucesivas “huellas” que le imprimen a las obras los sucesivos copiadores, admiradores, espectadores, falsificadores, lectores, etc., un proceso de transcripción incesante que dota a la experiencia artística de su verdadero ser dinámico y en continua transformación.
Cuanto más grande es un maestro, más vacía está su obra. Es un significante sin identidad, que se llena constantemente de nuevos significados. El origen se muestra como una construcción posterior.
En la tradición China no existía la falsificación, ese sacrilegio y delito que occidente ha levantado contra los que osan copiar la esencia y sacralidad de las obras de arte, o contra la piratería que usurpa los sacrosantos derechos de autor (y del que hablé en “El arte de la piratería”). Pensemos que durante muchas épocas históricas tampoco en Europa existió ese dictum contra el falsificador y el pirata. En su libro, B.C. Han nos recuerda las siguientes palabras de E. de Hory, uno de los grandes falsificadores de Matisse:
Muchos de estos cuadros son débiles. El trazo de Matisse no es muy seguro, me parece. Dibuja fragmento a fragmento dudando mucho. Y siempre añade algo, una y otra vez. Sus líneas no fluyen, no se muestran tan dúctiles y certeras como las mías. Debo dudar para que se parezca más a Matisse.
Asistimos a la demolición del sistema moderno de las artes. Lo que venga después, lo desconocemos. Pero prefiero la experiencia artística vivida en comunidad y forjadora de mitos, en la que cada sujeto participa en la recreación constante-política del mito en virtud de los conflictos y de la plasmación material de las vivencias; antes que en el arte de autor aurático que casi siempre sirve para consolidar teodiceas y sociedades imaginadas bajo la férula de una Cultura y una tradición. Porque aun cuando la actual sociedad crea estar rompiendo la tradición continuamente, los mismos artistas “dinamiteros” de la tradición se justifican en los justos términos de la misma tradición, y se sitúan a sí mismo en un punto del fin de la historia, o de una continuidad en la que ellos se proclaman artífices de una fractura o de una creatividad de la que desean que la posteridad se sienta heredera.
Nunca ha existido al artista solitario, ni el creador independiente, pero el discurso moderno del arte nos ha legado la extravagancia de este personaje heroico, lo ha fabricado para construir con él su historia, justificar la modernidad, pero no sólo eso, sino que nos lo continúa mostrando como ejemplo a seguir, ya sea para justificar el sacrificio de tanto creador no reconocido en vida, como la necesidad de estar siempre considerando el imperativo de crear y de fabricar para la humanidad, para el mercado global, para el reconocimiento general, para ese anónimo y atemporal espectador.
Pero incluso algunos de los autores o de los artistas más emblemáticos, a veces con pudor, otras con vehemencia casi autodestructiva, ya enarbolan desde hace tiempo esa muerte del autor, la necesidad de hacer arte sin artistas. Leamos lo que el poeta José María Valente afirmaba sobre ello:
El autor se «colectiviza» cuando escribe, renuncia a sí mismo; cuanto más escribe, más lejos está su individualidad. Nunca hablamos a partir de cero sino mediatizados por lenguajes anteriores, en parte ajenos y en parte propios, incluso por sugerencias azarosas dadas por una palabra oída de pronto, por un rótulo de tienda —recuérdese la palabra interior del Ulysses de Joyce. El escritor se sitúa y se difumina en el murmullo de la preexistencia del lenguaje.
Como afirma J.L. Brea en “El tercer umbral”, “la figura del artista vive en tiempo prestado”, o en franca descomposición, a pesar de las cifras multimillonarias que alcanzan determinadas obras de arte, o del poder mediático y turístico que expresan museos y ciudades artísticas, a pesar de la abrumadora extensión de las industrias culturales y de la experiencia, porque la proliferación del cognitariado y del emprendedor cultural precarizado (freelancers), la propia necesidad expresiva e interpretativa que comienzan a exigir cada vez más ciudadanos, la desaparición de la línea fronteriza entre la baja y la alta cultura y su dilución entre clases, la capacidad que otorga la tecnología para expresar, compartir, reconstruir y difundir, todo ello está alterando el sustrato tecnológico, social y económico, el sistema de reproducción material en el que se fundaba el ya viejo sistema de las artes.
Creo que la tendencia a la estetización de las mercancías y del capitalismo marca un hito radical en este proceso de destrucción y de construcción del nuevo ambiente en el que van a tener lugar las nuevas experiencias artísticas. En capítulos anteriores valorábamos algunos elementos negativos de este proceso que está cambiando la percepción sensorial y el concepto de mundo que poseemos las personas de hoy en día. Pero en este mismo proceso también encuentro oportunidades emancipadoras, se abren posibilidades tecnológicas y sociales para configurar modos de vida y sistemas simbólicos alternativos. Y comparto, como primer elemento de análisis en relación con el nuevo modelo de experimentación artística, la siguiente propuesta de J.L. Brea cuando intenta esbozar una redefinición de las prácticas artísticas en el siglo XXI:
No existen más los “artistas”, como tal. Tan sólo hay productores, gente que produce. Tampoco hay propiamente “autores”, cualquier idea de autoría ha quedado desbordada por la lógica de circulación de las ideas en las sociedades contemporáneas (…) No existen “obras de arte”. Existen un trabajo y unas prácticas que podemos denominar artísticas y que tienen que ver con la producción significante, afectiva y cultural.
Y por tanto, que la lucha por el arte se encuentra al mismo nivel que la lucha por la producción, por la reproducción material de la sociedad, y que es en el mundo de la vida y de la producción industrial e inmaterial donde hay que volver a integrar la experiencia estética. Que la explotación que hoy en día se produce por la apropiación privada del capital resulta de la misma índole que la de los cercamientos a la propiedad intelectual y artística, y que esas grandes divisiones entre el consumo y la producción, entre el artista y el espectador, deberían difuminarse.
Se abre así un campo de oportunidades estético-productivas que ya vislumbró Foucault y del que debemos extraer los elementos necesarios para apropiarnos del arte en nuestra doble faceta de creadores y de intérpretes:
Es evidente que no basta repetir como afirmación vacía que el autor ha desaparecido. Así mismo, no basta repetir indefinidamente que Dios y el hombre han muerto de muerte conjunta. Lo que habría que hacer, es localizar el espacio que de este modo deja vacío la desaparición del autor, no perder de vista la repartición de las lagunas y las fallas, y acechar los emplazamientos, las funciones libres que esta desaparición hace aparecer.
La experiencia artística está dejando de estar necesariamente vinculada a un objeto fabricado para ser contemplado, a un proceso de educación humanístico en el que se dan las claves sobre cómo admirarlo y cómo colocarse ante él de forma eminentemente pasiva. La experiencia artística no va a ser más algo que únicamente se admira, sino que va a estar vinculada a procesos, acontecimientos, relaciones, participación, postproducción, etc.
Y por esta razón, hay que desechar ya la idea de que el arte debe ir dirigido a la humanidad en su conjunto, al sujeto ideal, a la transformación del ciudadano global, de que las obras son realizadas para todo el público y para todos los tiempos, universales e intemporales. Del mismo modo a cómo, cada vez más, los pequeños productores integran lo local y lo global de su red de alcance y dedicación, conocimiento, tecnología, experiencias y colaboración, de la misma forma el arte deberá ser producido para esos contextos micro, para ayudar a dar valor y sentido a la experiencia comunitaria y productiva cercana, pero integrando, y por tanto, recreando las experiencias también micro que se están desarrollando a nivel global. La revolución de las escalas de producción permite fabricar localmente para lo global, es decir, desde el aquí y el ahora, para los cercanos, pero con sentido global, obras comunes que puedan inspirar a otros colectivos, y ser traducidas, copiadas, pegadas, compartidas, etc., del mismo modo las experiencias artísticas y la estetización de la vida y de las cosas debería obrar en esta dirección.
Las siguientes palabras de J.L. Brea explican con claridad el nuevo paradigma productivo y estético:
Una comunidad de microcomunidades, una red de intraredes. Todo el efecto de pertinencia política -y todo el valor de producción de significancia- atribuible a la red pasa por esa capacidad de activar lo micro -dentro de un paradigma global, ilimitado- en el que todo efecto de identidad queda en suspenso. La red es -territorio para la producción sistemática de microesferas públicas diseminadas en una red de vasos comunicantes- el lugar de comparecencia de la «comunidad imposible»: aquella comunidad de productores de medios que surgiría de entre las cenizas de -aquella que Bataille decribía como- la comunidad «de los que no tienen comunidad».
Y en paralelo con este proceso de democratización de la experiencia artística, una desmitificación imprescindible del concepto de creatividad tal y como tiende a definirlo el capitalismo cognitivo. Ya hemos hablado de ello a lo largo de este trabajo, pero al hilo de lo expuesto recientemente puede ser adecuado incluir algunas otras consideraciones al respecto. Como afirma T. Osborne en “Against ‘creativity’: a philistine rant”, realmente existe una doctrina de la creatividad, se ha confeccionado un corpus psicológico, empresarial, artístico y productivo que está operando como un imperativo moral que impregna tanto el ámbito de la economía, como el de la educación, y que ha acabado convirtiendo la creatividad en un capital que las empresas demandan y que el cognitariado intenta ofrecer con el placer de estar cumpliendo una misión histórica y con el afán de satisfacer la propia realización personal, pese a la precariedad creativa a la que se ven expuestos muchos de estos trabajos. En cierto modo la creatividad operaría como el nuevo opio de la explotación.
El problema con la creatividad es el hecho de que se haya construido todo un entramado casi oscurantista de formación, enseñanza, gestión de recursos humanos y desarrollo personal que se centra casi obsesivamente en el producto final, que busca ansiosamente disciplinar al cognitariado creativo en el hecho de que, al igual que el artista, debe crear casi de la nada, debe ser original y ser capaz de concebir un producto tan novedoso como una obra de arte, una idea brillante y fácilmente materializable en dinero, inversiones y fácil financiación.
Pero la creatividad no es una superchería, ni algo enigmático que anida sólo en la mente de los más afortunados, como un raro virtuosismo, una capacidad innata o un talento difícilmente transmisible. La creatividad es algo muy humano si se entiende, por ejemplo, como tan bien la caracteriza T. Ingold en “La creatividad que se experiencia”, y que incide en el aspecto dinámico y colectivo de esa capacidad innata del ser humano por estar siempre redefiniendo su entorno y sus relaciones sociales, de fabricar sus mundos, de imaginar nuevos símbolos, de recrear sus mitos, de alterar su modo de percibir y de dotar de nuevos significados a las cosas. En este sentido, la creatividad que singulariza determinados hechos históricos o que posibilita la evolución y la transformación no es tanto la que conecta la idea brillante de un personaje deslumbrante con la fabricación de un objeto nuevo y original que va a cambiar el devenir histórico. No es Watt y la máquina de vapor lo singular y creativo, sino todo el entramado de relaciones sociales creadas y fabricadas alrededor de un hecho que simplificadamente la historia denomina el invento de la máquina de vapor. Lo creativo es la habilidad cognitiva social para amalgamar, en determinados momentos, lugares y comunidades, una serie de conocimientos, saberes y habilidades que ya existían, y orientarlas de otra forma, recrearlas, fundirlas, mezclarlas, imitarlas construyendo un mundo social y material diferente.
Si entendemos la creatividad de esta forma, la historia tendremos que reconstruirla, modificar el papel que tradicionalmente le hemos asignado a los artistas y los hitos creativos y originales que hemos tenido que recordar como obras clásicas. Porque esa liberación del artista, del héroe y del santo definirá también nuestra propia libertad creativa, nuestra conversión en artistas y la de nuestras vidas en obras de arte.
Pero para ello, y como afirma Sloterdijk –en tono sarcástico-, hay que desterrar el sentido de la creatividad como capital, porque si no es así, las proclamas “liberadoras” que se gritan desde centros de poder y Estados acerca del nuevo emprendedor creativo y artista, sólo servirán para engañar y extender la frustración:
¿Qué charlatanería de gran corazón podría pretender esto? Cada ser humano, un artista. ¿Desde cuándo se puede decir eso sin la bufonería de los responsables de cultura? En la actualidad los seres humanos no se reconocen de buena gana en sus más altas definiciones. Hay épocas en las que han de pensar de forma elevada sobre sí mismos porque en ellos recae algo grande, y otras ocasiones en que se minusvaloran porque algo atroz les desafía (…) Que cada ser humano sea un artista debe ligarse a la muerte del autor, a la muerte del virtuosismo y a la muerte de la obra de arte.
En cierto modo se trataría de recuperar, adaptada a los nuevos tiempos y tecnologías, el espíritu del artesano y de los talleres medievales que fue arrostrado, como bien indica David de Ugarte en “¿Arte sin artistas?”, por el “arte por el arte”, por un don divino que atesoraba el artista y que materializaba en una autoría individual de la obra de arte que necesitaba del privilegio real para establecer su patente frente a otros; recuperar la “la ética gremial del aprendizaje, la práctica y la toma de responsabilidades” contra “la arbitrariedad del «genio» romántico, antesala del darwinismo social y sus derivados racistas”. Razón por la que reproduzco su propuesta al respecto:
1. Toda persona puede aprender a manejar una técnica y convertir sus productos en significativos, en fuentes de inspiración o reflexión para los demás. La creatividad no es un «don» genético o divino que solo tendrían unos pocos, es una capacidad humana. 2. Hay muchísimos campos de trabajo creativo y todos aportan. La mayoría incorporan valor a lo que ofrecemos al mercado, otros no menos importantes -desde escribir blogs a cocinar- aportan y ayudan disfrutar más de aprender y estar juntos. 3. En cada técnica hay personas que se destacan más que otras, pero no es una competición: en comunidad, el trabajo creativo no persigue «hacerse merecedor» de un privilegio real ni de un derecho de propiedad artificial. 4. El trabajo creativo es un disfrute y una parte fundamental del desarrollo de cada uno y de las responsabilidades que ha de tomar consigo mismo para ser y vivir mejor. Por eso no podemos limitarnos a aquello en los que seamos «los mejores» o destaquemos… porque, efectivamente, nos limitaríamos, pondríamos una frontera a nuestro crecimiento. Por lo general, donde más destacamos es donde tenemos menos que aprender y por tanto, disfrutar. A las finales, como hoy defiende buena parte de la teoría del Arte, lo creativo es siempre, en realidad, un proceso de «postproducción», de reciclaje y reutilización permanente.
Se trataría, por tanto, de recuperar socialmente la creatividad, que de capital se transformara en un bien colectivo no sujeto a apropiación privada, y donde lo fundamental consiste en el trabajo cooperativo, porque la experiencia artística más allá de que determinados sujetos puedan estar más o menos capacitados para expresar o materializar una habilidad, se consolida a través de la capacidad de los grupos sociales y de las comunidades para transformarse y crear en común nuevos sistemas simbólicos y otorgarle a las cosas significados originales y propios.
Sería imprescindible, por tanto, que la vida cotidiana recuperara el arte, y que la estetización de las cosas y de las relaciones se verificara no en el gran mundo, en el universo de la economía o de la inmortalidad artística, sino en el seno de las pequeñas relaciones cotidianas y formas de vida que todos mantenemos en nuestros ámbitos familiares, de trabajo, de amistad, en suma, de comunidad. Algo así, tan alejado del mundo glamuroso del gran arte, del virtuosismo de las grandes obras y de los grandes artistas, será considerado por algunas personas como un retroceso, una regresión en el camino ascendente de progresivo perfeccionamiento, grandeza y expresividad de la historia del arte, una especie de época oscura similar a lo que representó la Alta Edad Media comparada con Roma, y en la que las obras artísticas paleocristianas denotaban una rusticidad muy alejada del esplendor del gran arte imperial.
Pero tanto para el virtuosismo, como para la excelencia técnica, no existe un baremo intemporal de medición y comparabilidad, sino que cada época y grupo social lo define creativamente como parte de su identidad, y si esta elección de criterio o valor es autónoma y libre, en ello precisamente residirá el auténtico virtuosismo de lo que se materialice como experiencia artística, la cual, tampoco hay que verla siempre como una obra o un objeto estable y venerado, sino como una experiencia, una manera especial de hacer las cosas y de fabricar rituales, juegos y ceremonias.
Tampoco se trataría de crear estructuras cerradas de creación. Sino desde lo micro y desde la autonomía de los grupos en los que cada persona realiza su vida cotidiana, conectarse a otros grupos, formar parte de una red distribuida y descentralizada en la que las ideas, creaciones, vivencias y conocimiento fluya con libertad, y en la que cibernéticamente cada grupo fabrique su identidad y su sentido, sin autarquías ni esencias universales o fundamentalistas. Para lo cual, resulta imprescindible que ese inmaterial del conocimiento y de la creación, que los saberes populares y particulares no estén sujetos a apropiación privada.
En este punto recuerdo un texto de Juan Urrutia en el que extrae las siguientes palabras de la película “Paterson” de Jim Jarmusch:
Nada es original. Roba de cualquier lado que resuene con inspiración o que impulse tu imaginación. Devora películas viejas, películas nuevas, música, libros, pinturas, fotografías, poemas, sueños, conversaciones aleatorias, arquitectura, puentes, señales de tránsito, árboles, nubes, masas de agua, luces y sombras. Selecciona sólo cosas para robar que hablen directamente a tu alma. Si haces esto, tu trabajo (y robo) será auténtico. La autenticidad es incalculable; la originalidad es inexistente. Y no te molestes en ocultar tu robo, celébralo si tienes ganas. En cualquier caso, siempre recuerda lo que dijo Jean-Luc Godard: «No es de donde sacas las cosas, es en donde las pones».
Aquí se sitúa realmente la frontera del arte, la línea difusa y permeable en la que se está produciendo el proceso de transformación del viejo sistema del arte por un nuevo tipo de experiencia artística en la que ojalá las obras clásicas, el gran arte y la Cultura vinculada a él, dejen de tener patente de corso sobre la libertad creativa de las personas. Aquella forma sin color, ni sonido, del Apolo de Beldevere nos ha pervertido el sentido artístico, nos ha enajenado la fuente de las experiencias artísticas, esa estatua que ahora sólo existe como ruina venerable y que la Cultura ha convertido en epítome de la belleza y del arte. Ya no me importa lo que quiso decirnos Beethoven con esas cuatro notas lúgubres o heroicas con las que se abre su quinta sinfonía, no me interesa su vida y ya no deseo escuchar esta sinfonía como un compendio de sus intenciones, de los mensajes que un autor genial nos envió a través del tiempo y que nosotros, cual creyentes, debemos interpretar casi como un oráculo. Confío que en el momento en que estas últimas frases mías dejen de considerarse un sacrilegio, estemos ya en camino de haber traspasado con éxito esta frontera del arte en la que todavía estamos detenidos.
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