La belleza se ha convertido en un concepto fuerte, cargado de significados que se han ido acumulando y destilando, sobre todo, durante los últimos 200 años, desde que Baumgarten al definir la estética, que en principio sólo debía tratar de lo que su etimología nos dice, de la índole de las percepciones y de la interpretación de los estímulos sensoriales, la transformara en la ciencia de la percepción y del gusto por la belleza.
La emoción que nos despierta la belleza está mediatizada socialmente, no sólo en relación con el tipo de estímulos que la despierta, sino también sobre qué tipo de actitud hay que adoptar cuando la detectamos y nos detenemos a admirarla. Durante el siglo XVIII van a comenzar a estereotiparse los comportamientos sociales apropiados en torno al concepto moderno de la belleza. Nos lo cuenta L. Shiner en “La invención del arte”, cómo se pusieron en marcha unos mecanismos muy específicos de definición de la belleza y de aprendizaje en la correcta conducta estética ante ella.
Es la época de los turistas aristócratas y de los viajes de entretenimiento cultural y antropológico de las élites del norte hacia los santuarios salvajes, naturales, arquitectónicos y folclóricos del sur. Surge el concepto de paisaje pintoresco, la idea de la naturaleza como fuente de belleza sólo si puede contemplarse como materia prima para un cuadro, por lo que se pone de moda ese instrumento tan peculiar del espejo de Claude, con el que los observadores mediatizaban su visión de la naturaleza para convertirla en pictórica y por tanto, bella. Nace también la crítica moderna de la cultura y del arte, una nueva clase profesional dedicada a orientar sobre el tipo de arte que resultaba digno degustar, cómo hacerlo y qué conclusiones estéticas extraer. Consecuencia de lo cual empezarán a confeccionarse los cánones de obras clásicas nacionales, dignas de ser conservadas en bibliotecas, museos y conservatorios como grandes templos de la modernidad. Y al mismo tiempo, la aparición de la distinción clara y tajante entre la alta y la baja cultura, la división entre artesanía y verdadero arte, y la aparición de las normas de estilo y de comportamiento que las personas bien educadas de la burguesía debían adoptar ante la belleza, y que tendrían que distinguirlas de las toscas maneras proletarias de las clases bajas. La contemplación -y el consiguiente placer estético- debía ser desinteresada, racional, refinada, concentrada, ensimismada, pero sin grandilocuencia, es decir, los ideales patricios de la distancia y la intensidad emocional vividas internamente, pero con orgullo y cierto grado de soberbia hacia los otros, los incapaces de saborear los gustos refinados de la verdadera belleza.
Las obras de arte empezarán a tener una existencia autónoma, al margen de su utilidad o de otra característica ajena a su belleza o carácter sublime, para lo cual la unión de templo y recogimiento, similar a la que existía respecto a las sensaciones más sublimes de la religión, resultaba esencial. En relación con la música, léanse, por ejemplo, las siguiente palabras de J. Attali, en “Ruidos: ensayos sobre la economía política de la música”, que contrasta la vieja y la moderna forma de acercarse al arte:
(…) En los rituales existía un elemento que se inscribía en la totalidad de la vida; los conciertos de la nobleza o los festivales populares formaban aun parte de un modo social (en cambio) en los conciertos de la burguesía el silencio dedicado a los músicos fue lo que creó la música y le brindó una existencia autónoma.
La belleza, por tanto, entendida como sublimación o idealización, como la forma que adoptó el arte de extraer la “verdadera” sustancia vital de la realidad para exponerla a la contemplación como la nueva sacralidad del orden burgués nacional, como las nuevas imágenes de la moralización y el adiestramiento social en la obediencia a unos nuevos principios de virtud consecuentes con el sometimiento al orden liberal. Cuando un siglo después aparezcan las vanguardias artísticas tras la degollina de la Primera Guerra Mundial, lo harán elevando su voz contra los desafueros de la belleza, contra todo ese orden moral que había provocado la guerra, la destrucción de la naturaleza y del propio ser humano en la figura del proletariado.
Sin embargo, la categoría de la belleza no sólo la posee lo bello, también lo bonito, decente, lindo, hermoso, kitsch, guapo, precioso, cursi, agradable, elegante, atractivo, lujoso, encantador, etc. Pero la estética nos condiciona a tener que considerar que la belleza es algo más, que la belleza es una aspiración casi religiosa, que el máximo valor de una cosa aparece cuando atesora la propiedad de ser bella, más allá de lo encantadora, kitsch o bonita que pueda ser. Todos los anteriores adjetivos serían como aspectos degradados o pervertidos de la auténtica belleza, que más que definir algo concreto, lo que establece es una división entre categorías de arte, mercancías y personas o entre la alta y la baja cultura, el arte del populacho y el de las clases elevadas.
La categoría de lo bello va indisolublemente unida a la de producir admiración. Cuando Miguel Ángel esculpió a David del mismo tamaño que Goliat, lo quiso hacer bello a la par que magnífico, admirable, que el ciudadano florentino sintiera la grandeza de su patria pequeña rodeada de enemigos gigantes, y para ello distorsionó el canon clásico (en manos, cuello y cabeza) para crear una imagen que se contemplara perfecta desde la plaza de la Señoría (primera ubicación de la obra), y en la que la república pudiera ver reflejada su grandeza en la mirada de desafío del joven David. Por ello no lo circuncidó, porque no quería representar fielmente al rey David judío, sino al ciudadano medio florentino, a cualquier ciudadano de la ciudad vecchia con sus atributos bien enteros. Para ello, Miguel Ángel utilizó sabiamente el canon de belleza consolidado históricamente en el Renacimiento, para realzar el sentido político de su apuesta. Lo mismo que hacen hoy los anuncios de Armani, cuyos maniquíes posan con la misma mirada y semejante distribución de pesos (el famoso contrapposto), sólo que ahora en lugar de onda llevan una chaqueta colgada a la espalda, y en vez de la piedra agarrada con la mano derecha, el móvil.
El juicio sobre la belleza ha estado casi siempre vinculado al canon de belleza, a la fijación de unas normas armónicas de distribución de las medidas de la imagen o del sonido. Ha habido muchos cánones sobre la manera de proporcionar las partes del todo, pero no siempre el canon ha significado belleza per se, sino más bien economía, artesanía, tecnología y eficacia en la construcción. Por ejemplo, en la cultura egipcia, de la que los griegos tomaron el concepto, el canon era la técnica de ejecución de las imágenes y de las estatuas, la mejor forma de llevar a cabo la construcción masiva de “arte” funerario por artesanos-proletarios que trabajaban en cadena con métodos casi estajanovistas. Los famosos órdenes arquitectónicos griegos son eso precisamente, más allá de la curiosidad de las formas esculpidas en sus respectivos capiteles, la estricta relación entre todas las partes del templo, lo que hacía posible que todos los obreros se pusieran a trabajar a la vez y al unísono en todas las partes del edificio una vez había sido especificado su tamaño y orden, para al final unirlo todo como en un mecano.
Cuando Rameau estableció en el siglo XVIII las reglas básicas de la armonía musical occidental no lo hizo como mero ejercicio teórico destinado a establecer las reglas físicas de la conjunción de sonidos con objeto de obtener belleza, sino con el fin de estereotipar y simplificar la producción musical, con el empeño de que cualquier persona pudiera, con sólo seguir las normas simples de su método, componer una obra musical útil para un contexto.
La escuela pitagórica fue la que recogió este concepto del canon egipcio como reproductibilidad casi industrial, pero lo dotó de un sentido místico nuevo del que en Occidente todavía no nos hemos podido recuperar. Las siguientes palabras de Cassirer, en “Antropología filosófica”, me parecen elocuentes al respecto:
Cuando Pitágoras hizo su primer gran descubrimiento, cuando encontró que el tono dependía de la longitud de las cuerdas, lo decisivo para la orientación futura del pensamiento filosófico y matemático no fue el hecho mismo sino su interpretación. Pitágoras no podía pensar en este descubrimiento como un fenómeno aislado. Parecía haberse revelado uno de los misterios más profundos, el de la belleza. Para la mente griega la belleza ha tenido siempre una significación enteramente objetiva. La belleza es verdad; constituye un carácter fundamental de la realidad. Si la belleza que sentimos en la armonía de los sonidos se puede reducir a una simple proporción numérica, entonces resulta que el número nos revela la estructura fundamental del orden cósmico. «El número —dice uno de los textos pitagóricos— es el guía y maestro del pensamiento humano. Sin su poder todo quedaría oscuro y confuso.» No viviríamos en un mundo de verdad sino en un mundo de decepción e ilusión. En el número y sólo en él encontramos un universo inteligible.
La belleza, por tanto, se empezó a relacionar con la forma y la estructura, con poder discernir partes que debían acordarse de un modo preciso para que surgiera lo bello como expresión de algo más profundo, la verdad intrínseca al número y su ubicua presencia en el universo, en lo macro, y en nosotros, en lo micro. De aquí procede la asimilación de la belleza, y del arte como técnica de reproducción de lo bello, a la armonía, el orden, la simetría, el ritmo, la proporción, el equilibrio, a relaciones simples entre números que reflejan la común pertenencia de todo en dios, o en un orden trascendente.
El eminente historiador galo de las catedrales y del arte medieval, Focillon, escribiría al respecto:
El orden de simetrías y correspondencias, la ley de los números, una especie de música de los símbolos organizan secretamente esas inmensas enciclopedias de piedra.
Creo que la experiencia estética, tal y como supieron anticipar las vanguardias europeas del siglo XX, tiene que desligarse de ese significado metafísico y sagrado de la belleza, y volverla a transformar en un elemento más de la vida, en un adjetivo que como tantos otros definen las cosas, pero no las dota de connotaciones sagradas y trascendentes. Comparto, en este sentido, las siguientes palabras de U. Eco refiriéndose a la liberación de los cánones de belleza:
Sin embargo, los filósofos, minando las posibilidades de lo bello metafísico, no se dan cuenta todavía de lo que conlleva su postura con respecto a los problemas estéticos: el hombre que ya no puede contemplar un orden dado y que ya no se mueve en un mundo cuyos significados están todos definidos y contenidos en las relaciones fijas de los géneros y de las especies es el hombre que puede realizar infinitas posibilidades individuales: es el hombre que se descubre libre y se define creador.
En este punto me gustaría recuperar a G. Bruno y su idea de la belleza en relación con su concepto del universo como algo múltiple, fabricado por el ser humano, y por tanto, infinito, dinámico y diverso. Estableció que el arte no posee normas y que su objetivo consistía en multiplicar las bellezas, que no provienen de dios, que es unicidad, sino de la arbitrariedad de los hombres. Consideró la belleza como algo múltiple, relativo y nunca absoluto, adaptada a cada observador, situación, artista, etc.: “Nada es absolutamente bello, sino que todo es bello en relación con alguna cosa”.
Decía un proverbio griego que “nos hacemos semejantes a lo que contemplamos”. Y añadiría, tanto a lo que nos enseñan, como a lo que asimismo deseamos ver y escuchar. Los gestos “heredados” familiarmente o los parecidos burlescos de las mascotas y sus amos nos ofrecen un campo fértil de constatación del dicho, pero también las obras de arte de carácter figurativo en las que aparece de algún modo representada, ejemplificada o expresada la figura humana y en concreto, el rostro. Aquí me gustaría recordar a Caravaggio, y esos gestos tan variados y “humanos” con los que supo llenar de vida plebeya las narraciones épicas, heroicas o sagradas de las que tratan muchos de sus cuadros. La congelación del gesto parece fotográfica, y siempre me he preguntado cómo pudo dibujar tantas fisionomías en tan sutiles disposiciones psicológicas, de forma un tanto parecida a cómo su contemporáneo Monteverdi deseó también pintar en música los afectos humanos más variados. Y no puede ser de otra forma que considerando dos procesos paralelos. El primero, y más evidente, que Caravaggio forma parte de una escuela, de una corriente tecnológico-pictórica que fue construyendo un estilo artístico cada vez más depurado con el objetivo de retratar, a través del gesto, el corazón de los personajes. No se puede entender la mirada de Judith mientras degüella a Holofernes, sin ese recorrido histórico de prueba y error, sin imaginar a Caravaggio estudiando pinturas ajenas, recogiendo con su cuaderno gestos y muecas, y escudriñando hasta la exasperación el rostro de sus amantes, Montoya y Francesco. Pero en segundo lugar y en contraste con ello, las propias imágenes dotadas del prestigio de la belleza clásica, se han convertido durante generaciones enteras también en modelo de gestualidad, en cómo debía componerse el rostro para expresar los sentimientos que se estaban materializando en las obras pictóricas denominadas, por tal razón, realistas. Es decir, que por un sutil sortilegio, nuestros gestos también tienden a parecerse a los de las obras de arte, lo que nos ofrece una interpretación complementaria del proverbio griego antes aludido, y por tanto, de las claves para entender el carácter imitativo, estadístico y político de la belleza, y que puede contrastarse con la interpretación burlesca que Flauvert nos ofrece: “Si mirásemos siempre al cielo acabaríamos por tener alas”.
De forma también un poco socarrona, pero no exenta de razón, La Rochefoucauld nos advirtió de que “algunas personas nunca se habrían enamorado de no haber oído que existía tal cosa”. Porque poseemos muchos tipos de pasiones y emociones que clasificamos, denominamos, valoramos y agrupamos socialmente en virtud de lo que leemos, de lo que imitamos, la música que escuchamos o las películas que vemos. Y lo mismo ha ocurrido con el concepto moderno de belleza, que surge como un compendio o conglomerado de emociones singularmente denominado como belleza, y que por tal razón no posee un carácter eterno y esencial al género humano, sino contingente y fabricado bajo la rúbrica de ese concepto.
También O. Wilde nos alertó sobre ello, porque quién puede dudar de que “no había niebla en Londres hasta que Whistler empezó a pintarla”. La experiencia artística puede cambiar nuestra manera de experimentar o de percibir la realidad, y es capaz de crear las oportunidades para que podamos percibir de manera diferente las cosas, las personas y las situaciones que nos rodean. También, evidentemente, ayudar a consolidar un orden y con la astucia de la belleza absoluta y eterna, engatusarnos con la irrevocabilidad de un sistema político y económico inconmovible. Como afirma Z. Bauman en “Arte, ¿líquido?” respecto al estado actual,
En la sociedad liquido-moderna, la belleza corre la misma suerte que todos los ideales que motivaban la desazón y la rebeldía de los seres humanos. La búsqueda de la armonía total y de lo eterno se percibe ahora, sencilla y llanamente, como un empeño sospechoso.
Sobre ello nos alertó previamente W. Benjamin, porque su concepto del aura como intrínseco a las obras de arte de la modernidad, fue un elemento consustancial de inspiración del fascismo y su utilización de la belleza para inspirar a las masas no sólo hacia el sometimiento, sino a la acción. Benjamin nos dice que el aura que contiene este concepto moderno de belleza puede provocar la petrificación de lo existente, el apaciguamiento social, la absorción del espectador en una mera contemplación estática y la anulación del sentido crítico, pero también despertar el sentido heroico de formar parte de una comunidad que defiende una verdad que ha sido construida por siglos de progresos hasta la consolidación de esa belleza concreta en el arte.
A la vista de ello y del papel que la belleza jugó en la propuesta estética estalinista a través del formalismo ruso y su lucha contra las estéticas degradadas y degradantes de Occidente, los países occidentales y en concreto Estados Unidos, lideraron su particular cruzada contra la belleza, como un arma más del complejo cultural, armamentístico y deportivo con que la OTAN debía vencer al comunismo. El papel de la CIA en la promoción y apoyo de artistas alternativos “de lo feo”, y del National Endowment for the Arts (NEA) que Brenson nos relata en “Visionaries and Outcasts: The Nea, Congress, and the Place of the Visual Artist in America”, forma parte también del uso de la belleza y de lo feo como arma de guerra moral y política.
El cuadro que acompaña este capítulo fue pintado por G.F. David en el año 1800, un retrato de la afamada Madame Récamier. Ella es bella, qué duda cabe, y el cuadro aún más. Su estética es revolucionaria, pero “adaptada” al talante conservador del pintor y de la modelo, esposa de un importante banquero de Napoleón y de la Restauración. La política cultural del Louvre la muestra en la sala de pintores románticos franceses, rodeada de un ambiente elegante, exquisito y lujoso. Educados en saborear platos refinados, podríamos eternizarnos en su admiración, en la línea delicada de su cuello, en la gracia de los rizos, en la modulación fascinante de su cintura, la desganada caída de su mano, los pliegues “descuidados” del vestido, la sensualidad de sus pies desnudos, en la vaguedad del fondo y la extraña ausencia de objetos que nos perturben de la contemplación de lo que realmente importa, de la belleza con mayúsculas. Pero no sólo.
Porque desearíamos que nada nos perturbara la contemplación, procuraremos que el resto del mundo no nos importe, y por ello desearemos olvidarlo, porque nos importunaría este momento de dulce delectación ante la belleza: las condiciones de trabajo de los esclavos negros en las Antillas francesas, las guillotinas del directorio, las guerras napoleónicas financiadas por su marido por toda Europa, el naciente proletariado francés, y el cúmulo de revoluciones y contrarrevoluciones en las que la madame del cuadro participó como musa e intrigante. Porque la textura del lienzo ha sido fabricada no sólo por la mano experta de G. F. David, sino también con el sudor y la sangre de todos estos padecimientos que le permitieron ser bella y mostrarse bella en una de las obras maestras del museo nacional francés de las bellas artes. Cuando integro todo esto y regreso al cuadro, ya la sonrisa de la dama no me parece tan amable. Y me parece hasta feo el simulacro de plenitud, tibieza, orden y decoro, sutil sensualidad, con la que el cuadro ha sido pintado. Y lo imagino colgado en una habitación cualquiera y sucia rodeada de esas otras imágenes de ese mundo obviado y escamoteado por el idealismo de la pintura, un esperpento similar a la fealdad insana de Dorian Grey y su eterna belleza.
Pero incluso en este nuevo emplazamiento, el cuadro seguiría siendo bello, y también feo, y quizás sea en este juego de querer ver lo feo en lo bello, y viceversa, donde resida uno de los muchos atractivos de la experiencia artística como suministradora de experiencias liberadoras, la única forma en la que he conseguido encontrar decentes las obras clásicas del pasado, de poder disfrutar de su belleza sin enfermar de placer y éxtasis.
Baudelaire, 30 años más joven, podría haber tenido también a Madame Récamier como musa de su poema “El monstruo”, y subtitulado “o el paraninfo de una musa macabra”, y en el que el cuerpo de la mujer amada parece ya un cadáver, tal era la pasión del poeta francés por encontrar belleza hasta en los mismos infiernos:
Pues que, desde largo tiempo yo te amo,
¡Siendo tan lógico! En efecto,
Queriendo del Mal buscar la crema
Y no amar sino un monstruo perfecto,
¡Verdaderamente, sí! Viejo monstruo, ¡yo te amo!
Porque hay cosas que de puro bellas se tornan feas, y otras, las casi caricaturescamente feas, en bellas. U. Eco, en “Arte y belleza en la estética medieval”, nos recuerda las reflexiones de San Buenaventura alrededor de esta dialéctica entre lo feo y lo bello:
San Buenaventura determina en la imagen dos razones de belleza, aunque en la cosa imitada no haya belleza alguna. La imagen es bella cuando está bien construida y cuando representa fielmente el propio modelo. La imagen del diablo se denomina «bella» cuando representa bien la fealdad del diablo y, por tanto, es fea. La imagen de lo feo es bella cuando es fea de forma persuasiva: aquí está la justificación de todas las representaciones diabólicas de las catedrales y el fundamento crítico de ese placer subconsciente del que daba testimonio, condenándolo, san Bernardo.
Reflexión que yuxtapuesta a la de Bataille: “La belleza es, en el objeto, lo que lo designa para el deseo”, nos vuelve a recordar el carácter ambiguo de la belleza y el encanto mórbido que el mal y la fealdad atesoran. Dialéctica que encuentro mucho más saludable y liberadora que la que nos ofrecía Kant como pistoletazo de salida de la belleza moderna: “Bello es lo que, sin concepto, es conocido como objeto de una necesaria satisfacción”.
Como afirma Danto en “El abuso de la belleza”, muchos artistas actuales poseen la creencia “según la cual, en cierto sentido, la belleza trivializa aquello que la posee”. Por ello, la distinción que realiza el filósofo y crítico de arte entre “la idea de belleza” y “el hecho de la belleza”, puede resultar de interés, en tanto que sitúa a la belleza, como hecho, en uno más de los adjetivos con que denotamos a la realidad y a las experiencias (entre ellas las artísticas), sin atribuirle por ello una entidad sagrada especial como ideal, y sin que tengamos que considerar que por carecer de belleza la obra de arte estaría mermada de uno de sus principales e imprescindibles atributos.
El peso moral con que se había cargada la belleza nos ayuda a comprender por qué la primera generación de vanguardia sintió tanta urgencia de desterrar a la belleza del lugar equivocado que ocupaba en la filosofía del arte. Si ocupaba ese lugar era en virtud de un error conceptual. En cuanto seamos capaces de percibir ese error, también deberíamos serlo de redimir la belleza nuevamente para su uso artístico.
Por estas razones, tampoco creo que sea adecuado acercarse a las obras de arte con el objetivo de buscar la belleza que estamos obligados a considerar que nos esconden, sobre todo las abstractas o las obras conceptuales o más vanguardistas. La experiencia artística, el “artear” no consiste en buscar la belleza escondida, ni en iniciar un camino de sacrificio y adecuación de la mirada y el oído con el objetivo de obtener belleza de obras que incluso han sido premeditadamente fabricadas sin ninguna belleza. Nuevamente las reflexiones de Danto resultan apropiadas:
Ser juzgado bello no es, ni ha sido nunca, el destino del arte (…) Buena parte de lo que impedía a la gente percibir la grandeza de las primeras pinturas modernas eran unas teorías improcedentes acerca de lo que debía ser arte (…) Para descubrir cómo puede la belleza desempeñar papel alguno en el arte de nuestro tiempo, tendremos que liberarnos del axioma edwardiano que proclamaba que el buen arte es categóricamente bello, siempre y cuando sepamos reconocerlo. Una de las victorias del arte conceptual del siglo XX es habernos dado una idea mucho más compleja de la apreciación artística de la que tuvieron a su disposición los primeros modernos, o la modernidad en general.
La experiencia artística es fundamentalmente cognitiva, pretende ampliar nuestro campo experiencial y emotivo, construir en comunidad sistemas de símbolos alternativos y complementarios a los existentes con objeto de poder nombrar y señalar lo distinto o lo deseado. A las experiencias artísticas, aun cuando puedan ser bellas, sólo hay que exigirles veracidad o validez, es decir, que en el momento en que las experimentamos logremos colmar el desafío cognitivo al que nos exponen. Su utilidad reside en satisfacer un desafío o una expectativa. Si no encontramos desafío, si emotivamente la obra nos deja fríos o no nos aporta experiencias de valor, la obra de arte, el juego experimental en el que hemos deseado participar, no habrá sido exitoso. No es que haya sido una obra fea o bella, sino que no habrá conseguido satisfacer una expectativa. No ella por sí sola, sino como consecuencia de que el nexo o vínculo temporal, ambiental y comunitario que hemos establecido con ella no ha sido ni válido, ni veraz. Estamos demasiado acostumbrados a visitar los museos o asistir a conciertos con una idea ya premeditada del tipo de experiencia que nos van a suministrar, y quizás no hemos sabido contemplar el perfil más valioso que el vocablo experimentar posee, como apertura a algo nuevo, a realizar un experimento que quizás nos cambie como personas.
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