
Aquel miedo a la libertad del que acabamos de hablar conlleva el desprecio de esa misma libertad en los brazos del principio de autoridad, y de toda una estructura social fabricada para controlar y encauzar a los seres humanos hacia un ideal de hombre que, oportunamente, coincide con la imagen de ciudadano que según las épocas, se ha identificado con el siervo, el esclavo, el proletario, el explotado o el precario.
Una estructura de poder en cuyos nodos se ubican tanto los poderosos como los explotados, cada uno de nosotros sentados delante de unos dispositivos sociales de coerción y obediencia que nos convierten, en virtud del lugar concreto en el que nos situemos, en actores obedientes a un papel social, y por tanto, de una función preestablecida en el engranaje económico, social y productivo que fabrica la seguridad, el orden y la felicidad.
La democracia liberal nos adormece con esta falacia que compatibiliza la desigualdad material en el ejercicio de la libertad con la manifestación política de una misma libertad para todos: la desigual distribución del capital, el poder, la influencia y el dinero; con el igual derecho de cada persona a ejercer el voto libre en las elecciones democráticas. El mercado y el sufragio operan como la manifestación democrática de la libertad máxima a la que cada individuo puede optar en su vida pública, un equilibrio que se mantiene en virtud de cómo cada sujeto consigue vivir su libertad privada en los márgenes del sistema.
Pero esta diferenciación abusiva entre la libertad positiva (o pública) y negativa (o privada), esta dicotomía entre un concepto de libertad positiva que se define como capacidad de acción, y negativa, como incapacidad de la sociedad para afectarme, valida las supercherías electorales de unas izquierdas y unas derechas que juegan a reivindicar un tipo u otro de libertad, a hacernos creer que nuestra opción electoral por unas u otras va a afectar a nuestro grado de explotación, en suma, al balance entre lo que aporto al orden social, lo que éste me devuelve y lo que otros nos roban.
La sociedad coexiste con el individuo, así como con el medio natural-tecnológico en el que cada sujeto desarrolla su vida. Pensar adecuadamente la libertad supone hacerlo desde esta realidad, y no tergiversar los términos de la reflexión planteando fronteras y escisiones allí donde no las hay. Todas las sociedades han vivido y viven ordenadas, organizadas, estructuradas. La historia no separa el período ordenado de los Estados del caótico de las sociedades sin Estado. Todas las sociedades, todos los individuos han vivido siempre en comunidades ordenadas. Lo que no quiere decir que éstas se hayan mantenido estables e inamovibles, porque todas, a pesar de los antropólogos eurocentristas, han evolucionado, ya sea por causas intrínsecas o por influencia de su entorno. No ha sido la sociedad occidental la única que ha evolucionado o progresado, ni el capitalismo la única fuerza que ha influido sobre el resto de la humanidad arcaica.
El orden, y por tanto, la distribución esperable de la libertad en cada sociedad, siempre ha estado organizada, los seres humanos, con independencia de los Estados, siempre han establecido normas, siempre han construido organizaciones que han aportado seguridad, bienestar y libertad. Por principio, no existe una oposición entre orden y libertad, porque siempre los seres humanos hemos utilizado nuestra libertad para fabricar sociedades, para establecer normas. El que algunas personas aspiremos al máximo de libertad, a hacer lo que nos dé la gana, no significa que eso únicamente sea posible en el caos y el desorden, sino todo lo contrario, porque la libertad sólo se puede ejercer al máximo de su potencial cuando la utilizamos para organizarnos socialmente con esa misma aspiración a la libertad. La anarquía, como siempre han defendido sus más preclaros representantes, constituye la más alta expresión del orden.
Sin embargo, al fin y al cabo, casi todos consideran al Estado como el garante de la felicidad de sus ciudadanos, razón por la cual fabrica un orden autoritario, una estructura jerárquica en la que cada persona ocupa una función preestablecida en la que coarta su libertad según unas normas ajenas, con el objetivo de producir felicidad. El Estado, afirman sus defensores, existe para hacer felices a sus súbditos, para eliminar todas las barreras que lo impiden y ofrecer todas las oportunidades necesarias a tal fin. Pero la felicidad es una aspiración demasiado vaga y sobre todo, evanescente, poco cuantificable y comparable, y sujeta a tantas interpretaciones, valoraciones y subjetividades, una entidad tan poco fiable y tan sujeta a tergiversaciones, que se la utiliza para orientar el voto o la protesta y la aquiescencia, pero que no puede convertirse, como la libertad, en un concepto político de entidad y transformación. Nos congraciamos con la superchería de no ser libres por ser felices, una felicidad, además, que siempre se posterga en aras de un posibilismo que continuamente nos la escamotea.
Se dice que muchos niños occidentales ya no saben divertirse solos, y que los padres deben velar continuamente por su felicidad ofreciéndoles actividades y oportunidades. Los hijos se transforman así en seres antojadizos, dependientes e irresponsables, unos individuos que consideran que el mayor logro de su libertad consiste en pedir y en obtener, unos tiranos individualistas. Por esta razón, el concepto de emancipación resulta tan oportuno para calibrar en sus justos términos el valor de la libertad. Porque la emancipación supone la liberación de los lazos paternos, la asunción de la propia responsabilidad vital, el deseo de ejercer la libertad autónomamente a través de nuestra capacidad individual para cooperar y trabajar. Desde la cuna nos han educado para confiar ciegamente en la capacidad providencialista del Estado, y al igual que los niños no son capaces de considerar la vida sin la tutela de los padres, somos incapaces de considerar el ejercicio de nuestra libertad sin la autoridad organizadora del Estado. La emancipación nos saca de la minoría de edad. La emancipación no se otorga, sino que la obtienen los propios emancipados ejerciendo su libertad. Por ello la libertad, y esta emancipación de los lazos estatales y autoritarios, se materializa en lo que los anarquistas denominaron la acción directa, que no es otra cosa que “hacerlo por uno mismo y junto con otros”, es decir, experimentar construyendo estructuras y organizaciones en las que sean las propias personas las que se provean de seguridad, orden y bienestar, sin delegación, y sin representantes, ejerciendo directamente la libertad para dotarnos de mayor libertad.
El poder siempre ha deseado dominar a través del libre consentimiento de sus súbditos. La fuerza de las religiones o las ideologías, o de la hegemonía o el capital cultural, se basa fundamentalmente en su capacidad para provocar aquiescencia, la ilusión de que se es libre obedeciendo, aceptando la autoridad establecida. Se apela, en cierto modo, al subconsciente de los individuos, porque no de otra forma resulta posible que la mayoría acepte el privilegio de unos pocos, si no es porque en nuestro imaginario aceptamos ilusiones relacionadas con nuestra incapacidad para gobernarnos a nosotros mismos. Actualmente, una de las ilusiones más perjudiciales para ejercer la libertad es el mito de la felicidad, esa mezcla de hedonismo e individualismo que supedita el orden a un Estado y unas estructuras que nos son ajenas y que aceptamos mientras nos dejen vivir en paz con nuestras decisiones libres de consumo. El símbolo de la esclavitud son las cadenas, pero por detrás de ellas siempre ha actuado el poder de la ideología, una autoridad que convierte al esclavizado en una persona feliz con su situación, en una ser que ya no precisa de cadenas para poder trabajar y que se deja explotar libremente a satisfacción de otros. Por ello la emancipación de los esclavos americanos no llegó con la manumisión generalizada, arrojados entonces a un libre mercado laboral que no los trató con más benevolencia que la esclavitud.
La libertad forma parte de la vida. No así el libre albedrío, una construcción idealista que nos adula el ego a la par que nos escamotea el ejercicio máximo de la libertad. Pero el grado en que el ser humano puede ejercitar su libertad depende de cada persona y sociedad, del lugar y tiempo que resuelve esta ecuación. La libertad evoluciona históricamente, y puede afirmarse que la utopía libertaria se ubica en esta corriente, de tal modo que valora cada momento histórico y situación personal según el grado de materialización de esta aspiración a la máxima libertad. Cada sociedad construye su libertad, y eso a lo que denominamos como progreso, no es más que la constatación de que es posible alcanzar la libertad máxima, de que las únicas ataduras que nos impiden alcanzarla son las que nosotros mismos nos colocamos en este proceso histórico que nada garantiza a priori, pero sobre el que podemos influir ejerciendo precisamente nuestra libertad.
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