La evolución del capitalismo nos ha ido enajenando muchas cosas a los individuos. Se ha hablado mucho de los bienes comunales y de cómo este robo legal hizo posible la creación social del obrero, del asalariado, y por tanto, de esa entidad política y económica de la oferta de trabajo. Sin embargo, no tanto de la enajenación de la cultura popular, y en concreto, de la música de las personas. Porque el sistema económico capitalista se fundó en escindir a los individuos de sus facetas de productor, poseedor y consumidor, de hacer incompatibles el trabajo manual y el mental, y de crear clases sociales que asumieran cada una de esas funciones y sobre todo, de concentrar el poder en el de los poseedores del capital tecnológico –social y cultural- como factor de reproducción material y vital.
De igual modo, el sistema económico y cultural nos usurpó a los individuos la música, es decir, nos transformó o en espectadores/oyentes, o intérpretes/artistas, o productores/capitalistas culturales. La música siempre había sido un bien comunal, una creación que acontecía en sociedad y que era fabricada en cada momento por los propios oficiantes. La aparición de la grabación musical, junto con la política educativa y la influencia romántica, y otros factores sobre los que no vamos a incidir ahora, hicieron que la capacidad popular de interpretar música se fuera perdiendo, y que por tanto, la música se pudiera enlatar y convertir en un bien de consumo fabricado y vendido a unos oyentes pasivos, tanto a nivel de música popular como culta. Por ello me pregunto, y no encuentro fácil la respuesta, ¿dónde se posicionan las masas y las élites en relación con este campo de batalla incruento entre la música popular y la de vanguardia?
La palabra «popular» ha sufrido un desplazamiento semántico significativo e interesado. Hace ya un buen montón de décadas, «popular» significaba hecho por el pueblo -desborda los límites de este texto entrar a valorar qué quería decir esto-; hoy, por «popular» o «pop» se entiende más bien hecho para el consumo del pueblo. El pueblo no es hoy creador de cultura, es sujeto pasivo, consumidor, espectador, usuario, porque se ha impuesto la cultura del consumo; todo nos llega ya hecho, fabricado, listo para consumir. El capitalismo ha conseguido hacernos libres, libres para votar y para elegir entre un amplio abanico de mercancías. (En Puntos de Fuga La cultura como instrumento de normalización, inclusión, cohesión y control social)
Esta doble perspectiva sobre la música de las masas o para las masas, de la música popular que hace la gente o la que se hace para la gente, resulta pertinente, y también el análisis a posteriori de esas mercancías en que se han convertido gran parte de los bienes culturales, aunque con algunas matizaciones de importancia, respecto a la cita precedente, que más adelante comentaremos.
La denominada música popular va más allá de la folclórica. Se trata de una realidad industrial y urbana, cuyos comienzos ya se pueden atisbar en la propia época de Beethoven, cuando el público burgués que amparó el nacimiento de la música romántica de las ideas, de “lo sublime”, que diría Kant, empieza a desertar, tal como nos lo cuenta T. Blanning, y a entregarse en brazos de las fáciles melodías, de las versiones simplificadas, de la música acompañada al estilo italianizante, etc. Es decir, a medida que los compositores, alentados por Schelling, Hegel, Schopenhauer, Schegel (véase M. E. Bonds, La música como pensamiento) empiezan a sacralizar su arte, sus devotos seguidores a considerarlos oficiantes del ese nuevo rito artístico de la trascendencia, de la música como filosofía, en paralelo se va produciendo el progresivo alejamiento del público burgués, que se convertirá en los espectadores de ese nuevo producto cultural que llamamos música popular, más tarde peyorativamente denominada de masas.
Las minorías marginadas son las que comienzan a crear la música popular, a partir del folclore, que va a sufrir un proceso de profesionalización y mezcla, con el objetivo de transformarlo en un producto que se interpreta por dinero en bares/tugurios/cafés/tabernas a donde la burguesía acude y paga. Así cabe entender los ritmos zíngaros que Liszt confundió por originarios de los gitanos y que unos años más tarde las investigaciones de Kodaly y Bartok catalogaron realmente como tradicionales húngaros, pero “contaminados” para su popularización por la minoría zíngara profesional. Lo mismo ocurrió en USA con la minoría negra y su música, el gospel, el rithm and blues, el ragtime, el jazz, profesionalizaciones de cantos tradicionales, que después también los adoptaron los blancos, primero como oyentes, y posteriormente como intérpretes. O el flamenco, creado en los cafés cantantes que a imitación de los parisinos proliferaron en las principales ciudades españolas a mediados del XIX y donde los gitanos estilizaron y profesionalizaron cantos folclóricos y óperas.
En Noise, the political economy of music, J. Attali nos relata con precisión este proceso en el que fue surgiendo la música popular contemporánea al calor de los cafés cantantes de París y de los cabarets y por tanto, de la progresiva profesionalización de un género en el que hasta entonces el pueblo había sido parte activa, hasta pasar a convertirse en espectador pasivo de espectáculos. Incluso, la enajenación de su música, porque el nuevo auditorio de pago de dichos espectáculos ahora va a ser el burgués que busca nuevos ambientes y escenarios alternativos de diversión en los que poder “mezclarse” con el pueblo y con sectores lumpen.
Y en consonancia con este surgimiento de lo popular, que acabará provocando el nacimiento de la industria cultural de la música, el sistema de artistas estrellas y la masificación del gusto, la paulatina depauperación de la música culta de vanguardia que los artistas cultos componían en el tiempo en que se interpretaban las coplas y las canciones populares, precisamente en el momento en que la música culta instrumental adquiere su ropaje de máxima respetabilidad y sacralizad y se crea, en cada nación, el corpus de lo clásico, el patrimonio cultural que hay que salvar y conservar como parte consustancial de la cultura nacional y que en forma de humanidades debe enseñarse en las escuelas para fabricar el sujeto nacional, el patriota constitucional del Estado de derecho.
Se da un proceso curioso. En una primera fase, los conciertos públicos de música clásica eran fundamentalmente burgueses, y el precio de la entrada aquí funcionaba como un elemento de discriminación social que excluía a las clases inferiores. Pero a medida que se fue verificando aquella transformación del gusto burgués hacia las formas populares de la canción, y en conexión con la definición del patrimonio cultural de la nación, aparecerá la figura de la política cultural, que tendrá como objetivo, junto con el sistema educativo obligatorio, el de crear una identidad cultural que apaciguara las tensiones sociales y los conflictos políticos que se estaban originando al amparo de eso a lo que Marx llamó por aquellas fechas la lucha de clases. Se formó así un doble espacio, el de la música popular en torno al mercado y la industrial cultural, y el de la música culta clásica alrededor del Estado y sus políticas públicas, y en medio, o más bien cada vez más al margen, la música culta de vanguardia, con cada vez menos público de pago y que sólo ha podido sobrevivir gracias a sus mecenas, la filantropía privada o la pública.
El libro del músico D. Byrne, Cómo funciona la música, dedica unas páginas a este hecho, desde la perspectiva de la música popular, algo no muy habitual, por lo que resulta muy ilustrativo detenernos en la siguiente cita al respecto:
El poeta romántico Samuel Taylor Coleridge escribió que los pobres necesitaban el arte ‘para purificar sus gustos y apartarlos de sus denigrantes y corrompidos hábitos’ (…) En Londres abrieron galerías como Whitechapel en barrios proletarios, para que los desamparados tuvieran acceso a los exquisiteces de la vida (…) Al otro lado del océano, los titanes de la industria norteamericana siguieron esa tendencia. En 1872 fundaron en Nueva York el Metropolitan Museum of Art, que llenaron con obras sacadas de sus vastas colecciones de arte europeo con la esperanza de que el lugar actuaría como fuerza unificadora de una ciudadanía cada vez más diversa, una cuestión de cierta urgencia, dado el enorme número de inmigrantes que iban incorporándose a la nación (…) creían que democratizar el arte significaba conseguir que a todo el mundo les gustaran las cosas que les gustaban a ellos”.
En la esperanza de que este arte culto, por tanto, actuara como un lubricante social. Es decir, de forma similar a cómo la crítica elitista infravalora la música popular de las masas por adocenar y amansar a las multitudes, de igual forma, el arte culto del pasado, la música clásica, también se consideró útil para pacificar a las masas. En ambos casos, incidiendo en el espectador sólo como oyente pasivo de un producto mercantil privado (popular) o público (culto). Quisiera detenerme en este punto y recuperar un tema que a la luz de esta información puede ser interesante retomar, y es el de la posibilidad de que el oyente sea a su vez intérprete, que el espectador pasivo pueda recuperar su papel de actor, de productor de arte y música, por la importancia que pueda poseer este proceso en abrir un nuevo campo de creación que supere las controversias, y sobre todo las fronteras que delimitan el terreno de juego de los culto y lo popular.
Porque hasta ahora hemos incidido en un concepto de masa o de pueblo propio de una época industrial que a marchas forzadas retrocede al empuje de lo que se ha venido en llamar el posfordismo, al embate de la posmodernidad. En este nuevo marco el concepto de pueblo, el de masa, carece de capacidad explicativa. Un nuevo sujeto colectivo, que los trabajos clásicos de Hardt, Negri o Virno caracterizan como multitud, y que aparece claramente definido en ese otro concepto de la modernidad líquida, de Zigmunt Bauman. En suma, la precariedad, la aceleración de los cambios, las identidades nómadas, el relativismo, la imprevisibilidad, la incertidumbre, la producción inmaterial, etc.
Esas fronteras artificiales que abrió la modernidad en torno al consumo, la producción y la posesión o las distinciones entre trabajo mental y material, se están desdibujando en la posmodernidad, lo que no quiere decir que paralelamente las desigualdades que provocaban aquellas distinciones estén desapareciendo, sino que los nuevas fracturas entre clases se están rehaciendo en torno a nuevos cercamientos o fronteras que ahora tienen más que ver con la cultura y la identidad que con el proceso de producción material de mercancías, más relación con el puesto que cada persona ocupa en la fabricación de subjetitividad que la labor material que se desempeña en la factoría clásica.
Por tanto, la figura emergente del prosumidor, como aquella persona que supera la escisión entre productor y consumidor, y que gracias al procumún y las tecnologías emergentes, tales como las de impresión 3D y las redes de conocimiento, debería estar ya configurando a su vez otro personaje social similar que compartiera esa misma capacidad de consumir y de producir, pero en el terreno de la cultura, y en concreto, de la música. A medida que lo inmaterial, el conocimiento y la práctica de la cooperación y la conversación, van ganando protagonismo en el proceso de producción, de igual forma a cómo las tradicionales distinciones público-privado, trabajo-ocio se desdibujan –o adquieren una nueva dimensión- así mismo la distinción creador y espectador debería empezar a perder protagonismo. Cómo entender, si no, el rap, el hip-hop, el sampleo de melodías, la creatividad mosaico o puzzle que se regodea en copiar, pegar, transformar, relativizar, ironizar con materiales de diversa procedencia, construir “collages”, fabricar pastiches, apostasiar del estilo, convertir la parodia en forma esencial de acercamiento a una realidad de la que hemos expulsado las grandes metanarraciones, en la que la muerte de dios ha devenido en asesinato del sujeto ilustrado autónomo y autosuficiente.
Estamos con U. Eco cuando afirma, en Apocalípticos e integrados, que “la expresión ‘cultura de masas’ es un híbrido impreciso en el que no se sabe qué significa cultura ni qué se entiende por masa”. Lo mismo podría decirse de la música popular en contraste con la culta, del papel de las élites en la generación de cultura en la época de la cultura de mercado. ¿qué es la música clásica, qué representa su público? ¿Dónde ha quedado la jerarquía de las artes, la diferencia clasista entre el arte culto y eterno de valor infinito y la cultura de consumo efímera y de valor de cambio?
Hoy día resulta casi imposible cegarse con el elitismo del que nuestro Ortega y Gasset se considera un clásico exponente. Veamos lo que afirmaba en su artículo Musicalia del año 1921, nueve años antes de la publicación de La rebelión de las masas:
(…) que cuanto vale algo sobre la tierra ha sido hecho por unos pocos hombres selectos, a pesar del gran público, en brava lucha contra la estulticia y el rencor de las muchedumbres. Con no poca razón medía Nietzsche el valor de cada individuo por la cantidad de soledad que pudiese soportar, esto es, por la distancia de la muchedumbre a que su espíritu estuviera colocado. Tras ciento cincuenta años de halago permanente a las masas sociales, tiene un sabor blasfematorio afirmar que si imaginamos ausente del mundo un puñado de personalidades escogidas, apestaría el planeta de pura necedad y bajo egoísmo.
Las masas, consideradas peligrosas no tanto porque pudieran ser fácilmente engañadas, como un niño, cuestión esta que apenas le importaba a nuestro pensador -y a consecuencia de lo cual pudieron triunfar los fascismos-, sino por su contraparte en el sentido de que a consecuencia de su poder numérico la cultura, el arte, la ciencia, en suma, el pensamiento y la capacidad intelectual y creadora de las élites se pudiera ver mermada por al necesidad de adaptar su discurso al bajo nivel comprensivo de las masas, o en su contra, ninguneadas las élites por no haber sabido descender al nivel del vulgo. Por ello habló de la necesaria e imprescindible “deshumanización del arte” que debían llevar a cabo las élites (al que llama arte joven) con objeto de eliminar de la cultura, de la música, lo realista, lo fácilmente comprensible, lo demasiado humano.
Durante siglo y medio el «pueblo», la masa, ha pretendido ser toda la sociedad. La música de Strawinsky o el drama de Plrandello tiene la eficacia sociológica de obligarle a reconocerse como lo que es, como «sólo pueblo», mero ingrediente, entre otros, de la estructura social, inerte materia del proceso histórico, factor secundario del cosmos espiritual. Por otra parte, el arte joven contribuye también a que los «mejores» se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos.
Creo que este discurso, a pesar de su zafiedad, continúa vigente, que ciertas élites consideran la cultura como un camino de elevación en cuya cuneta van quedando abandonadas las personas en virtud de su mayor o menor capacidad para aprender lo que las clases bienpensantes y de buen gusto consideran lo elevado, lo mejor, lo culto, lo que posee verdadero valor artístico y patrimonial. La política cultural como parte de las instituciones del Estado del Bienestar (democracia cultural), también se ve sometida, en cierta manera, a este mismo discurso, asumido por una élite burocrática que decide lo que es la cultura igualitaria y el patrimonio heredable. Carey lo manifiesta de forma transparente en el siguiente párrafo extraído de ¿Para qué sirve el arte?
Uno dice: ‘Lo que yo siento vale más que lo que sientes tú’. En la suposición de que el gran arte hace que merezca la pena vivir hay una inherente arrogancia respecto a la masa de gente que no participa de tales formas (…) y una presunción de que sus vidas no valen tanto, no son tan completas. La religión del arte degrada, porque fomenta el desdén por los considerados no artísticos.
Los conciertos de música clásica para pobres, los conciertos en las cárceles, los conciertos didácticos no han podido hacer casi nada por revertir la dinámica cultural, e incluso han provocado, de rebote, reacciones insospechadas y contraproducentes con el objetivo plantado de elevar, culturizar o integrar. Únicamente cuando dichos procesos han incidido sobre la faceta creativa, cuando el receptor ha podido participar en la definición del proceso, en su realización y resultado, entonces sí, la música, sea del tipo que sea, ha podido ayudar a conseguir algún tipo de objetivo social.
El pensamiento de W. Benjamín al respecto arroja luz sobre la ambigüedad de lo clásico, y sobre la espoleta que siempre habremos de desactivar para poder disfrutar del arte sin temor a ser utilizados.
Ya que los bienes culturales que abarco con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no se podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro.
Consideremos el caso reciente de la música clásica que se está difundiendo por altavoces en determinados lugares conflictivos de delincuencia y marginalidad en el Reino Unido, sobre todo en el metro. La sociología bienpensante ha elaborado una bonita teoría al respecto. Se afirma que la música culta amansa a las fieras y que por tanto, que las personas de bajos instintos, al detectar la exquisitez melódica de Mozart o de Vivaldi se ven mecidos irremediablemente por el éxtasis moral del arpa de Orfeo, y no sólo dejan de delinquir, sino que además le ceden el paso a las señoras embarazadas y el asiento a los ancianos. Por contraste, existe otra interpretación, que afirma que esta “ralea” considera esta música culta como un ruido insoportable que transforma su entorno habitual de trabajo en un lugar desapacible. Por lo que sencillamente huyen, abandonan el lugar turbio y amenazador donde solían perpetrar sus fechorías. La música clásica convertida en elemento de disuasión. Exquisito.
Sobre todo proyecto de política cultural, sobre toda promesa de elevación y culturización, sobre todo deseo de acercar el patrimonio y la cultura al pueblo, la masa o la nación, se cierne la sospecha que marcó el origen de la obra de Adorno sobre el arte musical culto y la cultura de masas, el hecho de que el fascismo sólo pudiera vencer gracias a la progresiva infantilización de la audiencia, y al hecho innegable de que el régimen nazi utilizó la tradición maravillosa de la música clásica para fundirla en un todo dentro de su concepto de comunidad nacional, lo que debería hacer sospechosa no la música en si misma, sino su utilización en determinados contextos demagógicos, populistas o burocráticos, auspiciada y promovida por determinadas culturas políticas, estrategias de mercado y burocracias..
Afirmaba John Cage que “estamos llevando el arte a los museos, sacándolo de nuestras vidas”. Y creo que este proceso de expulsión de lo creativo, de abandono de la creación artística en manos de otros, de considerar al ser humano culto más como un contemplador, un gourmet, que como un vendimiador o un fabricante de obras artísticas, nos hace ir en contra del espíritu que define la posmodernidad, una época en la que lo efímero, lo flexible, lo imprevisto, la tecnología en red está convirtiendo, en palabras de Virno, el proceso de fabricación en pura actuación vistuosística, donde cada vez va a ser más difícil no sólo separar la parte material de la mental, sino también de la puramente útil su parte artística. El creador del Living Theatre, Julian Beck, escribió:
Vivir creando vida, cada cual como artista, poniendo arte en la vida y no lo contrario, que es el viejo estilo, sino vivir creativamente. Eso es lo que tenemos que hacer, eso es la revolución.
En este territorio, por tanto, se desdibujan las fronteras entre lo culto y lo popular. El espíritu cínico, difuso y multi-identitario del individuo actual no conjuga bien con la existencia de élites. Ya nadie cree que alguien pueda tenerlo todo en su cabeza. El mundo no cabe en ningún cerebro humano, y quien lo afirme nos desea engañar, lo mismo en el arte como en la ciencia o la política. La política y la cultura de la representación están muertas. La planificación deambula moribunda. Asistimos a sus estertores, a la promesa de un nuevo mundo amenazante, pero también prometedor. La verdad no reside en ningún lugar, sino que está en todos nosotros, no en cada uno por separado y a continuación sumados, sino como una corriente eléctrica que nos traspasa y que se hace evidente y palpable cuando creamos, compartimos, cooperamos, en suma, cuando utilizamos nuestras habilidades lingüísticas.
Ni el arte, como la técnica, resultan inocentes. Pero tampoco creo que sean culpables. El 80% de la música vendida está controlada por tres grandes discográficas. Y la música clásica agoniza entre las sábanas de las políticas culturales. Pero entre estos dos mundos existe un terreno de juego cada vez más sugestivo, amplio y prometedor, una grieta creativa que está minando los pilares de estas dos fortalezas ficticiamente enfrentadas, el de la oficialidad culta y la oficiosidad popular.
Los museos existen porque son un bien económico que reporta beneficios turísticos, y porque guardan el patrimonio espiritual en el que se funda el nacionalismo. Para que el patrimonio musical siga vivo y cumpla su función no ya económica, sino sobre todo sentimental y nacionalista, se considera que debe tocarse música clásica en esos museos en que se han transformado nuestros auditorios y teatros. Y la política cultural que se realiza se sustenta en esta ficción, a saber, en conseguir que no mengüen las audiencias que visitan y asisten a estos mausoleos del arte. Pero la contradicción manifiesta de todo esto descansa en que el sistema educativo se basa en la progresiva especialización y compartimentación de las capacidades, por lo que el gusto por la gran cultura siempre va a quedar marginado en una élite cultural, en una minoría de gustos refinados que se espera que mantenga inextinguible la llama del arte clásico. Un conservadurismo con el que la mayor parte de la sociedad nunca va a poder comulgar, ya sea por educación, gusto e inquietudes, como por el hecho de que nunca va a poder representar, bajo estos presupuestos, la función política que la música y el arte de vanguardia o popular debería adoptar en las luchas de poder que acaecen en el seno de nuestra sociedad.
No soy un talibán. No pretendo destrozar los auditorios ni las salas de conciertos, tampoco los museos. No se asusten, me encantan Mozart y Vivaldi cuando lo tocan sin aditamentos romanticones, y por supuesto, nuestro abulense imperecedero, Tomás Luis de Vitoria. También Schönberg, cuyo dodecafonismo ya tiene nada menos que 100 años, y también me agradan muchos compositores vivos de música culta, a pesar de que nada de sus creaciones incite a pensar que participen de la tradición clásica europea. Pero creo que las personas hemos de reconquistar la música, y que este proceso implica desacralizar la tradición musical y el concepto de obra de arte
Regresando a lo popular y a lo culto, me gustaría mostrar unos resultados estadísticos. En la Encuesta sobre hábitos y prácticas culturales en España 2010-2011, se afirma que el 96% de las personas que no completaron la escolarización básica no han asistido nunca o casi nunca a un concierto de música clásica. Sin embargo, en el caso del colectivo de los que cursaron estudios universitarios esa cifra desciende hasta el 46,9%. Se comprueba así que la educación y el ambiente familiar influyen poderosamente en los gustos musicales. En términos globales, se destaca que el 75% de la población española jamás ha asistido a un concierto de música clásica. En el Anuario de estadísticas culturales 2014 se dice que aproximadamente un 8% de los españoles asistieron durante el último año a algún concierto de música clásica, frente al 26% de música popular.
Que estos datos puedan o no resultar alarmantes va a depender de nuestro pensamiento político respecto a la distinción culto y popular, élite y masa, o sobre el papel que debe jugar la educación o el funcionamiento de los medios de comunicación, la publicidad y la Administración pública en la promoción de la cultura, en la configuración del gusto musical en una época que se ha dotado de una idiosincrasia y de unos modos de producción originales y contrarios a los presupuestos en los que se basó la construcción de la subjetividad moderna.
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