Un lugar en la memoria

A veces fabricamos un hilo, o más bien una trozo de tela, con los recuerdos de una sucesión de experiencias recientes. La tela no lo contiene todo, claro, sino la deriva que la aguja ha tejido orientada por  nuestra percepción y sus correlativas emociones. Cuando el lunes salí del Auditorio 400 del Museo Reina Sofía, consideré que había cerrado un ciclo, como si acabara de dar la última puntada a un paño que he estado tejiendo durante la última semana, la que todos denominamos santa.

Los  últimos acordes del concierto que nos ofreció, el lunes 2 de abril, el cuarteto de piano Notos, pertenecían a una obra de Bartok hasta hace poco inédita, una composición de juventud, y que nos muestra a un artista lleno de júbilo y todavía apasionado por el romanticismo, influido notoriamente por la sombra de Brahms. En estos casos uno quisiera ver ya, en las notas del joven, la premonición de lo que luego vendría, de la revolución que Bartok significó en el mundo de la música. En este caso, no pareció que hubiera una esencia escondida que progresivamente el compositor húngaro hubiera desarrollado o desplegado a lo largo de su vida y de forma cada vez más perfecta y lograda. En esta ocasión, imaginé a Bartok convertido en un atleta dando sus primeros pasos tras la salida y sólo vestido con el pantalón de deporte.

La historia de la música la hemos convertido en eso, en una carrera por un circuito ya preestablecido, una línea perfilada sobre un territorio amplio e ignoto ante el que el joven Bartok tomó la salida. Pero realmente en aquel momento el camino de la carrera todavía no había sido marcado. Por eso yo ayer no quise ver esta historia, ni la huella que Bartok dejaría y que ahora nos sirve para orientarnos y también determinarnos, sino esa nada infinita de posibilidades que un compositor de apenas 17 años sólo puede ser capaz de soñar con los ojos todavía del pasado y de lo que le enseñaron sus maestros en el conservatorio. Lo interesante del caso es que Bartok no asumiera la línea del pasado tal y como se la habían ofrecido, sino que fuera capaz de crear su propia tela, construir con trozos de aquí y de allí la original arqueología de la que sería su música del futuro.

Sin embargo, la arpista Sara Águeda, en la Iglesia segoviana de San Juan de los Caballeros, sí nos quiso mostrar el pasado a través de sus arpas, no tanto como una senda, sino como una suerte de ecos enhebrados alrededor de ese instrumento construido por dioses, y en el que la música así tañida servía tanto para su solaz, como para vertebrar las leyes armónicas del mismo universo que fabricaban con sus juegos musicales. Estoy leyendo ahora un libro (traducido recientemente al castellano, de Bernard Sève “El instrumento musical: un estudio filosófico”) que trata sobre ello, sobre la necesidad constante del ser humano por construir instrumentos musicales, y por tanto, de poblar el universo de sonidos creados a partir de esas tecnologías cognitivas que son las arpas, las flautas, los tambores, las campanas, etc.

Sara destaca, en el programa de mano, la siguiente reflexión:

“David tocando el arpa revela su rol de poeta, ensalzando y alabando a Dios. David afinando el arpa simboliza la posibilidad de la alteración, y como consecuencia, la posibilidad de ordenar el macrocosmos”.

Este ámbito de libertad creativa en el momento de afinar, y por tanto, de establecer las normas, es el que quisiera destacar como idea feliz del concierto. La afinación se ha convertido en un ritual monótono e imprescindible que reitera una determinada tradición o cultura musical concreta. Esa posibilidad alternativa que ofrece el arpa, de poder elegir las notas musicales del juego creativo al antojo del artista, nos hace recordar la enorme diversidad de escalas musicales que existen, han existido y deberíamos seguir inventando.

El día anterior el mismo recinto albergó al trío formado por la soprano Eugenia Boix, la clavecinista Tomoko Matsuoka y el violonchelista Guillermo Turina. Un concierto delicioso en torno a cantatas y músicas profanas y sacras compuestas en España por tres compositores italianos venidos a estas tierras durante el siglo XVIII. Estos compositores fueron, además, intérpretes del violonchelo, por lo que pudimos disfrutar de un instrumento que solía situarse en el bajo continuo, y que en esta ocasión brilló en numerosas ocasiones con voz solista y destacada. El equilibrio y cooperación de las tres voces sería lo que yo más destacaría de este concierto. Porque no resulta fácil emocionar al público con esta música lejana y ya escrita en un estilo un tanto internacional y trillado, que fue el barroco ya estereotipado de las cortes europeas. Los monarcas se intercambiaban a los músicos italianos como cromos, en una Europa hastiada de guerras y en la que precisamente esta profesión migrante o nómada se transformó en un vínculo de transmisión y mezcla de culturas musicales. Al final, el estilo barroco se hizo predecible y calculado, un canon en el que se fabricaron óperas y sonatas a destajo. Los tres compositores de este concierto (Caldara, Supriani y Facco) son buena prueba de ello. Sirvieron, durante la Guerra de Sucesión española, a los dos contrincantes, al Archiduque Carlos de Austria, y al que acabaría siendo Felipe V. Músicos de cámara real que compusieron para las ceremonias y para el entretenimiento de los cortesanos.

Estos dos días en Segovia fueron realmente fríos y lluviosos, una incipiente primavera que afortunadamente nos ofreció un atisbo de invierno. Por ello quise aprovechar la mañana del sábado para pasear por el monte. Intenté andar por caminos que suelo hacer sin nieve ni ventisca, un poco errante por no saber orientarme con rigor en aquella homogénea blancura, donde los hitos y los reclamos habituales habían desaparecido. Fue un paseo largo y sufrido, de una belleza que contrasta con el artificio de nuestras creaciones artísticas y culturales, pero que sin embargo, también se nutre de ellas, porque nuestro imaginario está poblado de tantos sueños, emociones y percepciones que resulta ya imposible, afortunadamente, asistir desnudo al espectáculo de la naturaleza. Pasear por el monte no deja de ser un simulacro, un juego, una extravagancia que nos reconforta y nos continúa estimulando, en este caso, para complementar la experiencia natural con la cultural de una Segovia llena de turistas y que nos permitió, durante estos dos conciertos, recrear dos mundos ajenos a casi todo lo que ocurría allí afuera.

Todo muy distinto a lo que fue la semana musical preliminar a la Pascua. En ella asistí a dos conciertos similares, aunque con contenidos muy distintos. En cada uno de ellos se pretendía ofrecer la colaboración de dos generaciones de intérpretes que abordaban el mismo repertorio. Aquí el pasado y el repertorio tradicional se convertían en cada concierto en pretexto para la colaboración entre dos instrumentistas separados por un buen puñado de años. En un caso, entre el joven arpista francés Xavier de Maistre y las castañuelas de Lucero Tena, que abordaron el repertorio clásico-folclórico español; y en el otro, por los pianistas cubanos Chucho Valdés y Gonzalo Rubalcaba, que abordaron improvisaciones a través de los ritmos clásicos del jazz caribeño e incluso de algunos temas de música clásica.

No resulta habitual que unas castañuelas acompañen a un arpa. En este caso, el arpista acometía arreglos de obras clásicas adaptadas por él mismo para su instrumento, que Lucero salpimentaba con toques sentidos que aportaban emoción, sutileza y ritmo. El caso del jazz, sin embargo, resulta muy diferente, y más en esta ocasión nada frecuente en la que dos pianistas se enfrascan en un “duelo” generacional cuajado de guiños y requiebros en torno a citas que comparten y aman, y al que cada uno concurre con su estilo singular. Una gozada de los sentidos.

Durante estas fechas siempre me acompaña la música religiosa, y en concreto, las Pasiones de Bach. Un rito que reitero sin razón siempre que llegan estas fechas. Pero ahora que recuerdo lo que ha sido esta última semana y que intento describirla musicalmente, percibo que no he escuchado en esta ocasión ninguna nota del Parsifal de R. Wagner. Y recordé esto el sábado cuando me asomé a la hoz del Huécar en Cuenca, y vi la Iglesia en la que presencié los Encantamientos del Viernes Santo hace ya más de 30 años.

La geología de Cuenca es como un molde del paso del tiempo. La piedra que ya no está con nosotros parece presentirse en los farallones y las torcas que todavía hoy nos acompañan. Como ese Parsifal de esta Semana Santa y cuya ausencia percibí uno de los cuatro días que pasé por estas serranías. Por estos paisajes también paseé, tan diferentes a los graníticos de la sierra de Madrid, entre lo que me perdí los primeros días de Pascua con mi bicicleta de montaña, acompañado por mis amigos y mis hijos. La caliza es otra cosa, puro recuerdo, por sus fósiles y sus formas, siempre trayéndonos fragmentos del pasado.

Los cañones de la sierra de Cuenca son como una idea de lo antiguo, de lo viejo, están allí delante para ser interpretados, en cada uno de sus recovecos o caprichos anida un enigma, una sorpresa, quizás un misterio. El granito, sin embargo, es tan antiguo que ya no tiene nada que recordar. Me atrae esta mezcla de memoria y de dinamismo, esta doble manera de hacer presente el tiempo, esa forma granítica y caliza tan opuestas de mostrar la misma historia. Todo esto lo he recordado ahora. Y también el hecho de que haya una forma granítica y una forma caliza de acercarse a la música. Y de que la música que escuchamos acabe casi siempre confinada en recintos herméticos de piedra. Y que durante esta Pascua hayan sido dos las iglesias románicas en las que he escuchado buena parte de la música. La otra, una construcción pequeña en el pueblo conquense de Arcas del Villar, en el marco de la Semana de Música Religiosa de Cuenca, y en la que unos estudiantes de su Academia nos ofrecieron un concierto realmente emotivo y prometedor.

Y me sorprendió también gratamente que si a nivel musical todas las obras fueron antiguas, en cambio, a nivel pictórico y escultórico los museos de arte abstracto y la fundación Antonio López, ambos en Cuenca, me ofrecieran una panorámica vibrante y precisa de lo que ha sido el arte de los últimos 50 años en nuestro país. El que las músicas barrocas estuvieran resonando en mis oídos mientras paseaba por este dédalo sin par de abstracción y vanguardia, y que a su vez por las ventanas estuviera viendo los monumentos calizos de las hoces del Huécar tras haberme despachado un cocido regado con abundante vino, me sumió en un estado casi narcótico de receptividad artística y vital del que guardo un muy grato recuerdo.

He trazado un mapa musical aproximado de lo que fueron estos últimos días en los que la Semana Santa se ha colado aportando unas vacaciones que, en esta ocasión, no he aprovechado para escribir o pintar, para recuperar trabajos o avanzar en proyectos, sino sólo para experimentar en la amistad, el paseo, la lectura o la música. Se dice que la vida posee fases, rachas, períodos o momentos. En este caso, esta semana tan intensa de percepciones posee un sentido, forma un lugar preciso ubicado en mi memoria.

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