Política cultural

Toda política tiene por misión el apaciguamiento. No la justicia, sino conseguir que el conflicto social no derive en guerra y que la divergencia de intereses se dirima en un ambiente de paz social. La política cultural sería uno de los instrumentos de la política para alcanzar el apaciguamiento por obra de la cultura.

La cultura también es un lugar de conflicto, precisamente entre diferentes culturas. Culturas que se crean y evolucionan en relación con determinados contextos materiales, mediaciones, clases sociales, etc. No hay una única cultura, aun cuando la política cultural se base, en la mayoría de las ocasiones, en definir y proteger una de esas culturas como preeminente y principal factor de apaciguamiento.

Hay una diversidad enorme de culturas. La diversidad misma es un patrimonio que las políticas culturales modernas pretenden proteger. Pero ¿cuáles son los factores agresores de la diversidad cultural? Pues, aunque parezca absurdo, la misma política cultural.

La vida humana fabrica diversidad sin necesidad de promoverla. El mismo hecho de que una institución se erija a sí misma en garante de la diversidad provoca su aminoramiento, la reducción de las culturas a unos parámetros de apaciguamiento burocrático compatibles con la existencia de la gran cultura homogeneizadora e integradora.

La política cultural nació en Francia con el objetivo de conseguir diluir el conflicto social provocado por las desigualdades económicas en una política de identidad cultural basada en los valores de la República, en torno a unos artistas y obras de arte cuyos valores supremos crearían una concordia cultural apaciguadora de los conflictos sociales. Cultura y arte contra la lucha de clases. Y por ello también, el que a la cultura se le haya agregado de mochuelo el deporte o la educación, instituciones que también poseen el objetivo de apaciguar, no por el reparto o el pacto, sino por obra de los valores compartidos.

Durante mucho tiempo se creyó que llevando a los obreros a conciertos de música clásica, o a los escolares de barrios marginales a los museos, el conflicto social o la lucha de clases desaparecerían. Se sigue creyendo que el arte por sí mismo fabrica buenas personas, y que la educación humanística, con independencia de otros factores, provocará armonía social. El pretexto para aplicar políticas deportivas, educativas y culturales reside en esta asunción, la de creer que estas actividades sirven para fabricar buenos ciudadanos, individuos coherentes con el sistema a pesar de las desigualdades y la explotación económica.

Pero los Estados cada vez poseen menor capacidad para realizar ellos mismos todas estas políticas de apaciguamiento por los valores. La crisis fiscal que soportan estos residuos del estado del bienestar, impide, como en otras políticas diferentes a la policial o militar, materializar directamente las acciones concernientes, que asume el mercado o la sociedad civil de forma cada vez más notoria.

Pero recordemos que un Estado jamás podrá ser garante de la igualdad, y por tanto de la diversidad cultural, porque los Estados, por esencia, siempre han basado sus políticas de apaciguamiento en repartir apoyos, subvenciones, leyes, reglamentos  y coerción para favorecer a determinados grupos de poder; y menos aún los Estados como garantes de la igualdad cultural, en la medida en que la legitimización de la desigualdad económica que fabrican se funda en esa misma política cultural que preconizan.

Por esta razón, el Estado actúa ahora en la cultura o la educación, como lo hace desde hace ya mucho tiempo en la economía, como un mero regulador, como esa instancia todavía casi sagrada que mantiene en pie el vínculo o el pacto social. Las políticas culturales de los Estados se ceden a los mercados y a la sociedad civil, lo que no significa que regresen a sus legítimos poseedores, ni que gracias a esa delegación las culturas vayan a ser ahora más igualitarias y diversas.

Vivimos en un auténtico fervor por la creatividad. El capitalismo cognitivo concita ahora gran parte de su explotación sobre el trabajo de la mente, del lenguaje  y de la gestión social del imaginario, bañando las mercancías de una pátina de personalidad, identidad y reconocimiento que ahora aporta mucho mayor valor agregado y simbólico  que la antaño plusvalía basada en la componente puramente material del trabajo. El actual ejército de reserva del capitalismo son los creativos a todos los niveles del arte, la cultura o la tecnología. Una masa enorme que vive en precario, autoexplotada por la cultura del emprendedor y el freelance, y de la que el gran capital extrae además aquellos singulares sujetos y obras que va a convertir en las grandes marcas, artistas y obras de arte, apropiándose, a través de ellos, de una creatividad social que compra a precio de saldo.

La realidad de la industria del ocio o de las industrias creativas se basa en esta capitalización privada que convierte la producción social fabricada en precario, en mercancía de alto valor económico y simbólico, cultural. La política cultural no se realiza para que las personas fabriquemos cultura en igualdad y libertad, sino para que la consumamos según los parámetros y necesidades del poder. El problema no es el consumo en sí mismo, en este caso de bienes culturales, sino como siempre, el que las personas no seamos dueños de lo que producimos.

Los grandes y pretenciosos objetivos de una adecuada política cultural del Estado o de la Administración se basan en las anteriores premisas, en conseguir un marco regulador adecuado a este fin, en orientar al sector privado hacia objetivos coherentes con su labor gubernamental y en crear brechas de visibilidad y de capital social basadas en la desigualdad de acceso a la cultura patrimonial del poder. Que un determinado teatro público lo gestione el Estado o una empresa privada, en sí mismo, no va a tener ningún tipo de consecuencias en lo que culturalmente significa, al margen de que sí las tenga a nivel laboral o de accesibilidad a una cultura cuyos contenidos no los eligen los trabajadores del teatro, ni los espectadores que se sientan en sus butacas.

El drama que para los individuos nos supone que exista una política cultural, resulta del mismo tono del que sufrimos porque exista una política sanitaria o educativa, por ejemplo. No podemos despreciar y eludir el hecho de que a falta de una capacidad ciudadana por crear los contenidos y los servicios en libertad y en igualdad, debamos tener que acceder obligatoriamente a unos servicios públicos de salud o de cultura que han sido creados con el dinero de los impuestos, pero que satisfacen, para nuestra desgracia, a otros intereses prioritarios. Porque estas políticas se construyen con las migajas que quedan de nuestros impuestos después de haberlos repartido entre aquellos colectivos que realmente se lucran y adquieren poder gracias al reparto desigual que el Estado y el capital realiza del fruto de nuestro trabajo creativo y material.

Todas estas luchas culturales en torno a la propiedad de los teatros y de los museos, al IVA cultural, los derechos de propiedad intelectual, al mecenazgo o al estatuto de los artistas, se dirimen en estos estrechos márgenes, sobre cómo gestionar la política cultural para que siga cumpliendo su servicio de apaciguamiento social, sobre qué contenidos deben difundirse, a qué precios y con qué grado de subvención y accesibilidad. Una negociación que no nos es ajena a los ciudadanos, en la medida en que se debata sobre el dinero y el esfuerzo que aportamos al sostenimiento del Estado, pero que deja muy reducido margen de libertad y sobre todo, que se verifica sobre una parte muy reducida del excedente social, dado que el Estado reparte y distribuye con total desigualdad.

No afirmo que tengamos que evitar una representación en un teatro subvencionado, o no escuchar a un artista de prestigio que interpreta una gran obra de arte.  Porque en ambos casos, tanto el precio de la entrada, como la obra que se representa, ha sido subvencionada y creada con el esfuerzo histórico de la sociedad. Nos pertenecen con igual derecho que la operación de corazón en un hospital público o el acceso a un museo. Pero los tratamientos sanitarios serían más eficaces, libres e igualitarios, así como el disfrute y producción de cultura estaría mejor distribuido en la sociedad, si los ciudadanos recibiéramos íntegramente el aporte material y creativo que realizamos a un Estado que distribuye las rentas y sus decisiones con total inequidad, si todo el aparato de la política cultural no estuviera al servicio de un política de apaciguamiento que sirve a una casta de poderosos, si las decisiones sobre la política cultural, es decir, sobre cómo se utilizan los museos o lo que se programa en los teatros y auditorios no se hubiera construido con las sobras de nuestros impuestos y si los contenidos de la cultura pública no hubieran sido elegidos por una casta de burócratas al servicio del Estado y de su interés por proteger a los poderosos.

La capacidad de producir cultura reside en las personas. Somos los individuos los que a nivel privado y en alianza con otras personas, creamos los contenidos culturales. Y es el Estado y las industrias de entretenimiento, el ocio y la cultura las que capitalizan y rentabilizan esta producción social, las que transforman las culturas ciudadanas en instrumentos de legitimización, enriquecimiento, explotación, apaciguamiento y coerción, en suma, en la política cultural que beneficia al Estado y a los grandes monopolios de la cultura.

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