Voy a morir. Vas a morir. Siempre hemos muerto.
Tienen la vacuna, pero no me la merezco. Aunque llorara. Sería inútil.
Estoy contaminado. Y mañana sé que una parte de mi cerebro empezará a funcionar mal -quizás ya-, que la grieta que me vieron en el pulmón se convertirá en un enfisema y empezaré, empezarás tú también, a jadear como un perro.
Me han dicho que los huevos fritos te van a producir alergia, y que la gastritis nos dejará, ya para siempre, y hasta que reventemos, un sabor ácido debajo de la lengua.
Antes era el dedo de dios el que nos elegía. Hubo un tiempo en que fue algo aleatorio, casi libre, morirse cuando al pájaro, el rayo o el corazón deseaban matarte. Ahora es el asesinato. Porque voy a morir mañana, cuando ellos lo digan.
Somos tantos y tan inútiles. Si nos ametrallaran, sería demasiado evidente, si una bomba atómica nos eliminara, podría salpicarles. Mejor un experimento, preferiblemente morir en honor de la ciencia y el progreso, y por supuesto, aplaudiendo, siempre dando las gracias.
Mañana voy a estar en una oficina, delante de una pantalla que me estará espiando, rodeado de cuatro paredes que me estarán vigilando, sentado en una silla que estará midiendo la temperatura de mi culo, mirando una baldosa que me estará gritando ¡cuidado! ya vienen, ¿no los oyes?
Tengo a mi madre, hermanos, una novia, hijos, y sé que no les puedo proteger. Porque mañana vendrán a por mí. Pero no me convertiré en un ejemplo, en el papá que supo morir callado, con dignidad, un modelo de pulcritud y bonhomía. Eso no.
Lo sé porque me he cortado el pelo al cero. Nunca lo hice antes y fue una experiencia alegre, llena de libertad, de las pocas libertades que ya me quedan. Sé que tú te dejaste la barba, y que las canas que ella ocultaba, ahora parecen tallos sin vida.
Han escondido la libertad, y ya casi nadie quiere jugar conmigo al escondite. Pero es tan potente como el magma o como los pequeños picotazos del polluelo en la oquedad del huevo. Qué rabia, estando ella tan cerca, y he estado a punto de morir sin libertad.
Antaño fue el martillo de Odín, la mirada de Palas Atenea, la lubricidad de Afrodita o la castidad de Artemisa. La belleza estaba en la muerte. El arte de saber morir. Ellos ya han muerto también. ¿Pero por qué ahora nos dejamos matar tan inútilmente?
Ayer salí a ver los árboles, quise respirar algo de esa naturaleza que regresa sin control. Vi al tigre detrás de unos matojos, a la víbora silbando entre las gravas, pero no tuve tanto miedo como ahora, que estoy aquí sentado escribiendo el testamento que ellos desearían que no os dejara.
Puede que el terror, la desesperanza, me matarán antes que el enfisema que ya oigo silbar. Que la diarrea que me despierta todas las noches no será la que finalmente robe toda el agua de mi cuerpo, sino esta mansedumbre de morirme sin poder vivir.
Hay algo más. Tú lo sabes igual que yo. No somos tan tontos, ni ellos tan inteligentes. Pero cuando el vecino y el amigo, hasta el amor, te recomiendan paciencia y confianza, sientes que la vida huye, que la libertad que veías en sus pupilas ahora te ata a la seguridad de las normas, los tabúes, los fetiches, que mi muerte se acerca más rápida que mi libertad.
Morir no es una opción, es un derecho y una obligación tan humana y natural. Yo deseo morir. Pero me han robado el azar y la libertad de mi muerte.
Si no quieres firmar conmigo este testamento, quizá es que ya crees que eres de ellos –ellos lo llaman, de los nuestros-, de los que tienen la vacuna. Pero no temas, no te la van a dar. Porque la vacuna es la fe, y la seguridad, su señuelo. Te vas a pudrir sin remedio, porque la libertad no es una opción, sino una obligación, en este caso, enemigo, la de preferir que yo me muera antes que tú.
Quieren que veamos a un asesino en cada mirada. Y la de los niños no es mejor que la de los ancianos. Yo mismo me he convertido en un asesino a sueldo, si firmo los informes, o simplemente miro por la ventana de mi oficina la llegada del cernícalo desde África.
Me voy triste. Porque podría haber tenido muchos amigos. La Humanidad me los ha quitado a casi todos. Me siento tan solo. Y hasta doy pena, porque no sé aplaudir ni reír sus gracias.
Mañana moriré, sí, cuando el virus me recuerde quién he sido. Todos hemos sido algo.
Puede que todavía haya gente que emplee toda su libertad en querer comprar la vacuna. Qué lástima que pierdan así su vida, y que me la quieran hacer perder también a mí.
No hay que vencer a la muerte.
Me quieren echar.
Pero voy a intentar quedarme un poco más,
si puedo,
porque todavía no he sabido ganar la vida.
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