Acabo de regresar a casa, otra vez al arresto domiciliario, después de haber disfrutado de esta libertad condicional que el Estado me ha regalado como primera fase de la desescalada.
Estoy tan feliz que no puedo dejar de escribir para dar las gracias. Porque no hay nada mejor que el hambre para apreciar la comida, sobre todo si otras manos nos la otorgan o regalan.
Desescalada. ¿Había que buscar una palabra, tan tonta y neutral, para definir las fases de libertad condicionada a la que el Estado nos va a someter, a partir de ahora, para retornar a una normalidad ya inexistente? No entiendo muy bien qué cumbre hemos alcanzado, ni por qué en este momento tenemos que empezar a bajarnos del burro, ahora precisamente que tan bien lo estábamos haciendo. Otro eufemismo.
He aprovechado parte de la mañana para salir en bicicleta por el término municipal de un pueblo pequeño de la sierra de XXX. Era consciente de que los 4.375 habitantes censados de mi pueblo no íbamos a salir todos a la vez al campo y a las calles. Desconozco cuántos hemos aprovechado la ocasión, pero estoy seguro de que muchísimos más de los que solíamos salir de casa durante la cuarentena. He recorrido kilómetros, muchos kilómetros por el pequeño término municipal de mi pueblo, porque soy un tipo rápido y audaz, y la libertad me ha dado alas. Y maldita sea, que no me he cruzado casi con nadie, a pesar de la libertad de movimientos decretada en el día de hoy como preámbulo de futuras: otros tres ciclistas solitarios, a los que les he dado los buenos días a más de 5 metros de distancia, y no más de 10 paseantes, a los que he tratado todavía con más educación y respeto epidemiológico. He llegado a casa, me he sentado, me he tomado un vaso de agua, y me he dicho, así como suena, sin acritud, sin el más leve signo de desacato a la autoridad: gilipollas. No he encontrado otra palabra. Lo siento. Está en el diccionario y creo que la he colocado adecuadamente, sintáctica, gramatical y semánticamente.
O sea, que mi buen espíritu ciudadano lo he empleado, durante cincuenta días, para quedarme encerrado en mi casa, cuando no ha existido ningún riesgo de que ni yo, ni mis vecinos, nos hubiéramos podido infectar mutuamente por haber dado un paseo al atardecer, o haber querido andar un poco en bicicleta por cualquiera de los recoletos caminos que rodean este maravilloso lugar serrano. Sin contar los comercios y actividades productivas que podrían haber continuado operando.
Pero las leyes de los Estados de Derecho son así, deben ser así, universales, porque el Estado tiene la obligación de igualarnos a todos en la autoridad, coacción y violencia que ejerce contra la ciudadanía para garantizar el orden y la paz social.
No deseo ahora internarme por las sendas tortuosas del derecho, la ley y la ciencia política, ni por las ideologías (comparto lo que dice mi amigo Rui Valdivia aquí o aquí en relación con el estado de alarma y el virus), sino sólo destacar algunas cosas que han pasado en mi pueblo al socaire de esta absurda escalada carcelaria que nos ha sometido a tan estricto control social y que ha arrasado la economía de tantos hogares. Y me centro en lo más cercano, digamos, en este microcosmos, para que cada cual extraiga sus conclusiones y seamos capaces de rehacer entre todos, ese otro macrocosmos que nos machaca cotidianamente con su energía y su mala leche.
Cuando le damos a alguien un palo o un silbato, lo convertimos en policía. No quiero decir que los agentes de la autoridad sean necesariamente bobos, pero cuando a una persona, sobre todo si es un poco ruin o mezquina (estos epítetos suelen ir juntos y no sé por qué) se le da una función social en la que ejercer poder, se convierte en un déspota que se agarra a la función, para emplear el poder otorgado de forma arbitraria. Y si estamos en un pueblo pequeño donde todos nos conocemos, y en el que, por densidad de población, se podría haber realizado una cuarentena menos rigurosa (e igual o más eficiente), parecerá todavía más absurdo y un contradiós, que con más malicia y descaro la policía haya ejercido la nueva autoridad otorgada por el estado de alarma.
He presenciado y sufrido escenas lamentables, absurdos notorios, chulería y despropósitos por parte de unas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que se han dedicado a agraviar a las personas con el reglamento en la mano. Por ello no me sorprende que hayamos sido el país que más multas y arrestos ha impuesto durante la cuarentena: ¿por ser malos chicos o por la arbitrariedad y el despotismo? Entiendo perfectamente que la policía haya brillado tanto, y con tanta eficiencia, en contraste con el marasmo sanitario (y para tapar sus vergüenzas), hasta el punto de haber obligado al Estado a decretar el control social como mejor forma de defender a sus ciudadanos de un virus, que ha provocado más padecimiento por las políticas defensivas estatales, que por su propio poder predatorio.
Creo que todas las tardes a las 20 horas las personas que vivís en ciudades habéis salido a aplaudir desde los balcones. Pero aquí, en este pueblo, además de los aplausos, han salido todos los todo-terrenos de la policía, junto con los medio-terrenos de protección civil, y se han dedicado a recorrer las calles del pueblo y urbanizaciones aledañas, con las alarmas a tope, tocando los cláxones y recordándonos, de vez en cuando, que este país tiene un himno nacional que no tiene letra y una bandera nacional de colores chillones. No creo que sea muy legal que todos los policías de un pueblo se manifiesten, y además utilicen luces y alarmas de emergencia sin ningún motivo, a no ser que hayan interpretado lo de la alarma a su propio albedrío.
A mí no me resulta nada emotivo oír y padecer estas comitivas patrioteras, y supongo que a otros vecinos tampoco. Creo que en tales circunstancias no hubiese sido ilegal, y creo que habría tenido todo mi derecho a hacerlo, de salir al balcón de mi casa con un altavoz y entonar, por ejemplo, La Internacional, un himno de hermanamiento entre todos los pobres y ahora empobrecidos, de este mundo. Pero no lo hice. Por puro miedo. Y creo que muchísimas otras personas de mi pueblo, y de las ciudades, han estado también tentadas de hacer otras muchas cosas compatibles, tanto con la lucha contra el contagio, como con el ejercicio de su libertad, y que por puro miedo no hemos realizado.
No nacemos ciudadanos. Nos convertimos en ciudadanos por obra y gracia del Estado que tutela nuestras libertades y obligaciones. Si no somos tan buenos ciudadanos como demuestra el ejemplo de otros países, no es algo que dependa sólo de las personas o los individuos, sino de la escasa capacidad que posee este Estado español para hacer de nosotros buenos ciudadanos, obedientes y responsables. De ahí, el recurso continuo al miedo, a limitar movimientos y actividades, a desear controlarlo todo, y sobre todo, el retorno de aquella cantinela tan franquista de que “no nos merecemos la libertad”, y de que si el Estado paternalista abre la mano, nos tomamos el brazo, y por tanto, la continua infantilización de la ciudadanía y la justificación de que el Estado se atribuya poderes propios del patio de una escuela. Porque la cara de los portavoces del Gobierno, como la de los guardias pretorianos que los acompañan habitualmente, así como la de los policías de mi pueblo que me han vigilado y atosigado, ha expresado eso, que no me merezco la libertad y que por tanto, te tengo que tutelar y controlar por el bien de España.
Hemos llegado hasta el control social ejercido entre ciudadanos. Y hasta felicitado a aquellas encomiables personas que han acusado a otras de creer que no estaban cumpliendo las normas del estado de alarma. Los visillos se han vuelto a mecer a nuestras espaldas, y lo que es peor, a considerar que el que más vigila al prójimo es mejor persona, porque está cumpliendo una loable función social.
Y ya no me miren más: no voy a aplaudir. Me niego a aplaudir, ni en este pueblo, ni desde cualquier otro balcón. Porque aplaudir es un derecho y no una obligación.
Aquí debería acabar ya este artículo. Pero por estar padeciendo un auténtico estado de excepción, debo proseguir con dos aclaraciones. La primera, por tener que verme en la obligación de tener que explicar algo inaudito: ¿por qué no aplaudo? Porque mis vecinos que sí aplauden puntalmente todas las tardes, me miran de forma un poco peculiar, como si no aplaudiendo estuviera agraviando al personal sanitario de este país (al que agradezco y agradecí explícitamente que a mí me curara del covid durante los días que estuve ingresado en un hospital). Y si mis vecinos aplaudidores no me han pedido explicaciones más veces, o que justifique mi actitud, ha sido sencillamente porque resulta francamente difícil que los vecinos podamos relacionarnos, en las circunstancias actuales del estado de alarma, más allá del puro aplauso.
Si yo aplaudo, por ejemplo, porque mi equipo marca un gol, mi mensaje y el de las cien mil personas que me rodean, está claro y resulta coincidente. Y no hace falta que lo explique ¿verdad? En cambio, yo estoy seguro de que el motivo de mi aplauso en el balcón de mi casa, a las 20 horas de todas las tardes, va a ser utilizado en contra de mi voluntad, y que otros van a decidir por mí la lectura social de mi aplauso. Creo que en las actuales circunstancias de estado de alarma y sonrojo político, desde los balcones deberíamos arrojar menos gratitudes.
Y en segundo lugar, que mientras estoy criticando y manifestando lo que estáis leyendo, crea escuchar lo que más de uno estará pensando en este preciso momento. ¿Y por qué sigues viviendo en este pueblo? ¿Y por qué no te largas de este país? ¿Y por qué te aprovechas de las bondades de esta democracia que tan poco te gusta? En fin, preguntas, o sugerencias, que denotan que cada vez estamos más cerca de un estado policial, y que mi pueblo no es inocente al respecto.
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