Se habla mucho sobre la creciente polarización de las sociedades democráticas, de la distancia cada vez mayor que media entre las diferentes opciones políticas y de la cada vez menor capacidad de los ciudadanos y de los políticos para alcanzar consensos. En general, se considera que la influencia de los medios de comunicación en conjunción con las redes sociales, están fabricando sociedades cada vez más polarizadas que hacen difícil, si no inviable, una futura convivencia democrática.
Creo que la polarización de los ciudadanos no debería sorprender a nadie, en virtud de las enormes desigualdades que contiene nuestra sociedad, tanto a nivel interno en cada país, como entre diferentes entornos geográficos. La explotación económica, la injusticia, la pervivencia de un sistema económico que se basa en la competencia y que empobrece a las personas y destruye nuestro medio natural de supervivencia, debería ser el caldo de cultivo natural en el que habría que comprender la creciente polarización de la sociedad. Pero no es así.
La polarización política tendría que ser una consecuencia de la desigualdad, de la enorme polarización y desigualdad material que genera el metabolismo social y económico que nos produce como personas, y no tanto, la consecuencia de la publicidad y de las redes sociales en su empeño de captar “likes”. Sin embargo, el concepto de polarización no deja de ser un eufemismo que desea ocultar la real existencia de un conflicto social en relación con el reparto de la riqueza, y que indice, por tanto, en otro aspecto, en el de la identidad cultural. Polarización y/o conflictividad.
Si alguien me roba, eso genera un conflicto, evidentemente. Y como consecuencia, un cierto movimiento o proceso agonal tendente a establecer la justicia o perpetuar la injusticia. Hay que entender el conflicto en su verdadera dimensión de motor del cambio social, que en relación con los perdedores o robados, como diría Camus, se concreta en el grito de “¡no hay derecho!”. Si ese grito individual se concilia con otros y entre ellos se genera una cierta conciencia social de que la injusticia no es algo meramente individual, sino que se fabrica por un proceso social que genera ganadores y perdedores, entonces aparece la política como el ruedo donde dirimir estos conflictos en una sociedad, evidentemente polarizada.
Pero la llamada polarización de la sociedad actual no se fabrica a través del conflicto que genera la injusticia, y por tanto, de la creación de culturas y opciones políticas que enfrentan a explotados contra explotadores, por ejemplo. Sino que tiende a convertirse en una polarización únicamente cultural desconectada del conflicto social que debería darse en torno a cómo queremos producir, cómo deseamos repartir, cómo deseamos poseer y cómo convivir con la naturaleza.
Esta polarización desnaturalizada atraviesa las clases sociales, las líneas que separan a los explotados de los explotadores, los conflictos existentes en torno a la justicia, y se convierte en algo así como la polarización que separa a los hinchas de los equipos de fútbol, aficionados que a través de la cultura común del equipo y de la emotividad desdibujan sus conflictos internos a nivel de reparto de la riqueza y de estatus social y económico, porque en la misma grada conviven los que deberían enfrentarse a nivel político ¿Cómo alcanzar acuerdos, cómo avanzar como sociedad si la polarización se basa en emociones, en meras solidaridades de grupo que no poseen relación apenas con las reales injusticias y desigualdades que se producen en la sociedad actual? Eres o no eres, ahí radica la polarización actual de la sociedad. Cuando la polarización se da a nivel de esencia, del ser, no cabe el diálogo. Y el conflicto subyacente ya no será por la justicia o por encontrar un sistema más justo y menos desigual que enfrenta a los que tienen contra los que no tienen, sino por hacer desaparecer o convertir al otro que no es como yo.
La política ya no es el terreno de juego en el que probar diferentes modelos de sociedad, en el que fabricar sistemas económicos alternativos a los existentes, sino el lugar en el que se enfrentan a nivel de votos esas opciones políticas polarizadas a través de la cultura, de los medios de comunicación y de las redes sociales. Si vemos, por ejemplo, la actual campaña electoral en España -como epítome de lo que oímos a diario entre elecciones- casi sólo se habla de percepciones culturales, y son las diferencias de identidad cultural las que con más calor y vehemencia se tratan en los debates y las campañas electorales.
El elemento más reseñable, por ejemplo, en esta campaña electoral, es la identidad cultural, y parece que el partido elegido para gobernar durante los próximos años lo va a ser más por su identidad respecto al racismo, la condición femenina, la memoria histórica o la censura, que respecto a su política económica u otras posturas relacionadas con las desigualdades o la forma de producir, distribuirnos territorialmente o sobre nuestras relaciones con nuestro medio natural. No se trata de desdeñar esos elementos culturales o de despreciar el alcance de los derechos humanos, resultan fundamentales, pero si la polarización se dirime esencialmente en esos términos identitarios, los derechos se convertirán en meramente formales, es decir, que serán disfrutados en virtud de la posición económica o de poder, con total desigualdad.
El feminismo, por ejemplo, nació como fuerza política e identitaria en el seno de la burguesía, de las clases pudientes. También la lucha contra el racismo nació en el seno de ciertos prohombres de la alta burguesía. Las mujeres anarquistas que luchaban por la igualdad entre sexos nunca se consideraron feministas, y los obreros que luchaban por la igualdad eran internacionalistas, y no sólo antirracistas. Esto denota que la identidad cultural siempre atravesó las clases sociales y económicas, pero en cada una de ellas adoptó una forma diferente. Frente al sufragismo de las mujeres burguesas, la igualdad económica de las anarquistas. Si el burgués del norte de Estados Unidos era antiesclavista, lo fue en conjunción con su deseo de liberar la mano de obra negra para la gran industria y que el libre mercado laboral dirimiera el salario de los trabajadores. Sin embargo, el internacionalismo obrero del siglo XIX consideraba que los derechos de todos los trabajadores eran los mismos con independencia de las patrias o las razas.
Ni a la derecha ni a la izquierda actuales les conviene cambiar estas reglas de la contienda democrática. La izquierda olvida premeditadamente el gran fracaso de la II República española, a pesar de que se consideren sus herederos culturales, que fue precisamente dedicar casi todos sus esfuerzos en la educación o el anticlericalismo, olvidando que sin reformas del sistema productivo, sin reparto de la riqueza, sin formas alternativas de organizarse socialmente, aquellas políticas culturales o de identidad sólo servían para frustrar las expectativas de su base social y exacerbar los ánimos de los conservadores y poderosos. VOX nace en este ambiente de polarización cultural e identitaria. Es un partido sólo moralizante y cultural, que medra en este medio emotivo y polarizado culturalmente, y que gracias a ello atrae hacia sus filas a personas de todas las clases sociales, como si se tratase de un equipo de fútbol.
Pero no olvidemos que la izquierda juega a lo mismo, y de forma similar, entiende la política casi exclusivamente como controversia cultural o de identidad. Porque no parece que la izquierda esté en condiciones de ofrecer un sistema alternativo económico y productivo que sea capaz de conseguir que esos derechos y culturas que defiende se puedan dar con igualdad en el seno de la sociedad española, es decir, que del mero formalismo legal de los derechos, se avance hacia la igualdad de poder y económica, única forma de que un derecho sea disfrutado en la sociedad con justicia.
Son debates interminables y redundantes, teñidos de fuerte emotividad, los que inundan los medios de comunicación y el imaginario del votante, alrededor del mismo concepto de violencia de género, sobre la censura de espectáculos públicos, sobre la memoria histórica, sobre la moral de los ciudadanos y de los políticos, sobre el papel de la mujer en la sociedad, sobre qué se considera una violación, sobre el racismo del sistema económico, sobre lo que significa ser español en contra de catalán, etc. Son temas muy importantes, no cabe duda, pero se afrontan por los medios de comunicación y por los políticos provocando una polarización muy dañina para la sociedad. Se apela siempre al individuo y que este se ponga en la posición, ya sea de la víctima o del victimario, según lo que cada opción política esté defendiendo en cada momento. Para ello, se traen casos concretos, testimonios o historias que se narran de tal forma que el oyente tienda a identificarse culturalmente con alguien que sufre y cuyo sufrimiento tendemos a considerar como propio, lo que provoca una identificación emotiva que subrepticiamente contamina la ideología y la capacidad para racionalizar una respuesta adecuada no en virtud del caso concreto, sino del universal que a todos los contiene.
Por esta razón, este tipo de polarización en torno a la identidad cultural, y no del conflicto social y económico, atraviesa las clases sociales, provoca hinchas emotivos en equipos contrarios a sus intereses e ideologías, y sobre todo, la incapacidad de la sociedad para afrontar de forma coordinada la cultura, los derechos y la forma de producir y distribuir los bienes materiales que sustentan precisamente esa cultura y esos derechos.
Lamentablemente, tanto a la derecha como a la izquierda le interesa perpetuar esta situación, convertir el debate o la polarización en torno a la identidad cultural en la principal controversia entre votantes y ciudadanos, y así olvidar los grandes temas relativos a la producción, la desigualdad, el poder, el acceso a la propiedad, la propiedad de los medios de producción o la relación entre nuestro bienestar y el estado del medio ambiente. Porque no olvidemos el consenso tácito que une a derechas e izquierdas alrededor del capitalismo existente como única opción viable. A tal respecto las diferencias son meramente cosméticas y propagandísticas, buscando casi siempre beneficiar a un grupo de votantes a través de subvenciones, impuestos, desgravaciones, pensiones o sueldos de funcionarios, con objeto de atraerlos hacia su redil.
Hay mucha gente defraudada con el sistema, porque muy pocos confían en que algunos de los partidos políticos existentes vaya a ser capaz de cambiar algo a nivel profundo en relación con su ideología. Pero lejos de alejarse del sistema y de intentar buscar formas alternativas de supervivencia y de cooperación, nos dejamos seducir por esta polarización cultural y emotiva que nos incita a seguir votando contra los otros, contra los que no son de los míos, contra los que no sienten ni son como yo.


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