Ya sé que es una frivolidad fácil transformar el nombre original del grupo belga, Vox Luminis, que ayer nos entristeció con un compendió intenso y emotivo de música funeral en torno a los directos antecesores de J.S. Bach, tanto Schütz, como varios miembros ilustres de su prolífica familia musical. Pero qué se puede decir de un concierto que llenó toda su primera parte con una misa de difuntos luterana, y que continuó con motetes que comienzan con estas frases: no lloréis por mi muerte, permíteme que tu siervo muera en paz, espero tu salvación, sé que mi redentor vive o, el hombre nacido de mujer vive poco tiempo y está lleno de angustia.
El coro y el acompañamiento instrumental (órgano y viola de gamba) estuvieron impecables, sobre todo en los motetes y en su capacidad para ambientar la policolaridad. Pero ¿qué extraños atavismos hacen que un oyente del siglo XXI pueda emocionarse y disfrutar de este tipo de música? Casi me acompañó uno de mis hijos de catorce años. Se hubiera aburrido. Afortunado él al que le aquejan otras enfermedades del alma, pero no ésta, la de amar una música que está fabricada para la muerte, para transformar a los oyentes en alegres difuntos, adormecer la ira en una serie de nanas fúnebres que convierten en alegre, y casi deseable, el paso del alma por este valle de lágrimas, hacia el seno materno que volverá a acogerla dulcemente una vez espirado el tiempo que la divinidad nos arroja (o nos concede) para ser juzgados.
Gracias a la experiencia de ayer, tan intensa y demostrativa, pude apreciar mejor el servicio tan eficaz que la música le ofreció al poder para conseguir el servilismo voluntario de los fieles. Algo de sobra conocido. Pero cuyas fuerzas humanas instintivas y estéticas se despiertan en uno mismo, aun cuando sea ateo y anticlerical, hasta el punto de estar deseando, a la par que odiando, el hecho de ser realmente conmovido por esta música tan diabólica y compuesta con fines tan espurios.
Quizás ayude que previamente nos haya pasado por encima el rodillo del romanticismo, y que la mayoría de los oyentes hayamos sido formados en la escucha de música abstracta y sin finalidad concreta, que todos hayamos disfrutado tanto tiempo con las cantatas de Bach, el canto gregoriano o incluso las arias de ópera, sin haber pretendido entender un carajo de la letra, como si estuviéramos escuchando a Beethoven o a Bruckner, y por tanto, pensando o sintiendo cualquier cosa. Pero ahora que se impone la escucha inteligente e históricamente documentada, y que las obras se disfrutan con sus letras correspondientes, aunque estas posean un valor poético tan escaso como deprimente, afortunadamente se puede advertir también el papel político e ideológico que jugó esa música en la sociedad del momento, el hecho de que los compositores, siervos de la Iglesia y de los aristócratas, viajaran a Italia para nutrirse de técnicas musicales que deformaban a su vuelta y a las que añadían melodías que le robaban al pueblo y que adaptaban en ritmo y en intención con objeto de servir a otros fines.
Durante casi todo el concierto no pude dejar de pensar en las revoluciones de campesinos y mineros que se extendieron por toda Alemania en tiempos de Lutero, y sobre la alianza que concretaron siempre los poderes protestante y católico para anegarlas en sangre. Quería imaginar su música, la música de la revolución anabaptista y husita, la música que nos hubieran legado estos revolucionarios contra la Iglesia y el servilismo, si Bach y su familia, en lugar de tener que servir al rito luterano de todas las fiestas religiosas, hubieran sido libres de crear la música que hubiesen deseado. En fin, otra historia, pero una ucronía que se hace imprescindible para atisbar o conmovernos con la utopía. Al menos eso creo yo, si queremos dejar de ser espectadores pasivos del arte embalsamado en museos y auditorios, si deseamos que este siglo XXI tenga su estética y su música al servicio de crear ritos, hábitos, ceremonias y comunidades que se opongan activamente al servilismo que hoy también nos invade.
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