La república de los sentidos

No me agradan los pensadores que buscan la esencia universal de lo humano, tampoco los que intentan encontrar el gran y único objetivo trascendente de la humanidad. En cambio, creo que las personas buscamos los olores, los sabores, el tacto, el sonido y el color, la pura materialidad de una experiencia común y comunicable. Y que con todos estos placeres dibujamos las formas de las cosas. Creo en las aventuras inmemoriales por encontrar los perfumes, los pigmentos o las especias, y que este deseo ha movido a muchas personas a comerciar, a encontrar nuevas gentes y territorios, y quién lo duda, también a entablar conflictos y guerras, pero sobre todo, a construir imaginarios ligados a las percepciones y a las sensaciones.

Solo deseo traer algunos ejemplos de esta pasión tan humana por exponer los sentidos a determinadas percepciones, por buscar la originalidad de la sensación más allá de lo habitual y lo cotidiano. Que sí, ya lo sé, que esto ha dado lugar al lujo, a la sed de riquezas y puede que también al hedonismo, pero entiendo, a su vez, que uno de los retos que debe superar la política o el trato entre las personas, sería una especie de acuerdo en torno a las sensaciones y las materias primas que nos las producen: olor, sabor, sonido, gusto.

La música nos acompaña desde siempre. Nuestro cerebro ha sido definido, recientemente, de musical. Nos gustan los sonidos.  Apreciamos sus diferentes timbres. Resulta fascinante la aventura humana por buscarlos, por crear ambientes sonoros dotados de perfiles imaginados y anhelados. Sobre todo los músicos, pero también cualquier persona curiosa, los niños, pierden horas tocando, acariciando los instrumentos nuevos que los sorprenden en sus viajes, visitas o encuentros. El tráfico histórico de instrumentos musicales ha sido colosal. Las influencias mutuas para dotar a los instrumentos propios de nuevas sonoridades ha sido una constante histórica que ha marcado la evolución de la música en todas las culturas. Fabricamos sonidos casi con cualquier cosa. Y por tanto, en busca del sonido imaginado los músicos y los luthieres siempre han buscado las maderas, las resinas, los metales, las tripas, los marfiles más adecuados para la fabricación de sus instrumentos. Sólo un ejemplo, recogido en la novela-ensayo de Ramón Andrés, “El luthier de Delft” sobre cómo los barcos de la Compañía de las Indias Orientales según llegaban, en el siglo XVII, a los puertos holandeses descargaban sus esperadas mercancías para fabricar los instrumentos musicales con las mejores y más preciados materiales. A las maderas europeas como la del arce de Croacia, los nogales, tejos, castaños, abedules, cerezos, fresnos, almendros, boj, brezo, etc., se le añadían los cedros del Atlas, del Líbano y de Turquía, ciprés de Goa, el ébano, la bubinga, el iroco, el ocume, el sapeli, la tola, el palo de rosa, el sándalo, la teca, el satín, el palisandro, la caoba, etc. procedentes de África, América y Asia. Cada constructor experimentaba con todos estas maderas y según el tipo de instrumento musical y según cada una de sus partes, empleaba diferentes materiales en busca de las sonoridades soñadas.

El perfume”, de P. Süskind, se ha convertido en un éxito de ventas. Las aventuras de aquel perfumero de París que obsesivamente buscó las esencias y las técnicas más adecuadas para poder fabricar el perfume perfecto. El olor se codifica directamente en los bulbos olfatorios, una zona muy antigua del cerebro que pertenece al sistema límbico, por lo que el sentido del olfato es el único que puede desencadenar emociones y alterar nuestro comportamiento de forma inconsciente antes de que la información olfativa alcance la corteza cerebral y se torne ya consciente. Quizás por ello fue tan importante el olor en las religiones y en los rituales, crear atmósferas de fragancias acorde con las emociones que debían despertarse inconscientemente en los participantes. Esta era la misión de los óleos, los ungüentos, de los perfumes sagrados como la mirra, el ládano, el olibano o el incienso, entre otros, la de ungir el cuerpo y fabricar en torno a los asistentes un mundo mágico de olores. La fragancia conectaba directamente al fiel con dios a través del etéreo humo de los aromas. Si la muerte era corrupción y mal olor, las esencias olorosas que se utilizaban en los métodos de embalsamamiento ofrecían la eternidad. La búsqueda de las sustancias olorosas o de los fijadores de olor fue, como en el caso de las maderas para el sonido, ubicua en todas las culturas. Recordemos las propiedades diferentes y sutiles de los diferentes almizcles (animales), salvia, pachuli, ámbar, esperma de cachalote, sándalo, resinas, maderas, hongos, algas, por no hablar de la extracción de las esencias o extractos de las materias primas básicas para fabricar cada perfume. Quizás el sentido del olfato haya sido el más degradado por la racionalidad moderna, quizás también por la dificultad de definir un vocabulario adecuado para designarlo.

El sentido del gusto guarda parentesco con la vista, pero también con el olfato, ya que los aromas alimenticios igualmente los percibe la pituitaria, por lo que una parte de las emociones que nos despierta el sabor también resultan inconscientes. La búsqueda de los condimentos alimentarios ha sido intensa a lo largo de la historia. En el caso de Europa, más allá de un reducido número de especias autóctonas, la mayoría, y por supuesto, las más apreciadas, se daban en las zonas tropicales de Asia y en las Islas Molucas en Indonesia, por lo que la busca del sabor fue también el de las largas expediciones a Oriente a través de diversas rutas comerciales. Resulta asombroso que algunas especias se hayan utilizado como medio de pago, y también el hecho de que durante la Edad Media todas las especias se distribuyeran en Europa a través de las ciudades comerciales italianas.

Finalmente, el color, el de las ropas y el de las artes pictóricas. La búsqueda del color ha sido otra de las más fascinantes aventuras humanas. Encontrar pigmentos para dotar de colores concretos y deseados a los vestidos, los cristales, la cerámica, las piedras y a la pintura decorativa y artística. El pintor, como el cocinero, el perfumero o el luthier, fueron siempre auténticos alquimistas de sus respectivas materias primas con objeto de alcanzar los más refinados olores, sabores, sonidos y colores. Pasear por una exposición de pigmentos, así como de especias o de fragancias, se puede transformar en una experiencia realmente embriagadora. Algunos pigmentos, por su difícil obtención, se han convertido en míticos: el púrpura, asociado a las togas romanas, se obtenía de un pequeño caracol habitante del Mediterráneo oriental; el azul índigo, que se extraía de una planta originaria de la India; el azul ultramar, que sólo se podía fabricar del lapislázuli de una mina afgana; o el carmín, procedente de la cochinilla americana y cuyo comercio monopolizaron los españoles con resultados similares al de la plata.

Son sólo algunos ejemplos de cómo la necesidad sensorial de los europeos se construyó a la vez que el exotismo de Oriente, de donde procedían la mayor parte de los olores, sabores, sonidos y colores con los que los artistas y artesanos occidentales confeccionaron sus productos. Todas las culturas han fabricado su particular república de los sentidos y de las cosas, un mundo creado para percibir y sentir de formas concretas y deseadas. Porque hasta las religiones han encontrado en el control de la percepción uno de sus más firmes aliados para extender la emoción y el sentimiento ligados a las diferentes formas de devoción.

Más allá del consumismo o del lujo existe un campo de experimentación amplísimo en torno a los sentidos, a las cosas que provocan el olor, el sonido o el color, alrededor del juego de los sentidos entendido como un aprendizaje en la sensibilidad y la percepción como elementos consustanciales al conocimiento y el saber. Creo también que la integración y colaboración de los sentidos resulta fundamental para ampliar nuestra capacidad cognitiva, y por tanto, para fabricar experiencias que aúnen visión, con olor, con sonido, etc. La realidad de los píxeles acrecienta nuestra distancia respecto a gran número de experiencias sensoriales valiosas. El arte digital y la capacidad de reproducción del arte a través de la red y por medio de pantallas resulta enormemente positiva. Pero no deberíamos olvidar otras materialidades, otras formas sensoriales de acceder al conocimiento. Muchas veces el placer o la emotividad que encontramos en determinadas obras de arte se encuentra estrechamente ligada a la rugosidad, a la textura, al relieve, a nuestros propios movimientos situándonos a distintas distancias buscando efectos de luz o de perspectiva, etc. La historia de cómo el ser humano ha buscado el color, el olor, el sabor y el sonido debería orientarnos también sobre cómo nosotros actualmente deberíamos relacionarnos con las cosas que nos rodean y sobre cómo darles sentido

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