Una de las composiciones poéticas más bellas sobre tema musical es la Oda a Francisco de Salinas compuesta por Fray Luis de León en pleno Renacimiento. Y la deseo recordar porque muestra cabalmente el ideario pitagórico, recogido por Platón, de la música como inspiradora de la armonía, y reflejo del orden universal. Comienza así:
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música estremada,
por vuestra sabia mano gobernada.
A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.
Aparecen, como fácilmente reconocerán aquellos familiarizados con la filosofía platónica, algunos elementos afines a la idea de la reminiscencia: “en olvido está sumida”, “cobrar el tino”, “memoria perdida” y “origen primera”. La música del ciego Salinas, catedrático de música en Salamanca, poseía el arte o la virtud, de despertar “el alma dormida”, como diría Santa Teresa, y de activar los resortes de la memoria que permitirían que el oyente, ofuscado por las sombras de la caverna, pudiera advertir las ideas perfectas grabadas originalmente en su alma.
Como recordaba Diógenes Laercio: “Pitágoras tendía su oído y fijaba su intelecto sobre los acordes celestes del universo. Él solo, por lo que parece, escuchaba y comprendía la armonía y el unísono universales de las esferas y de los astros”. Podemos, por tanto, imaginar al sabio de Samos tocando su monocordio y ajustando su sonido al vibrar de las estrellas que a la vez contemplaba y oía, una música a la que desde entonces se denominó de las esferas planetarias o del universo.
La palabra armonía guarda estrecha relación con el concepto de orden natural, ya que por armonía entendemos un cierto equilibrio entre las partes que componen un todo, unas relaciones que de guardarse aseguran la belleza de las proporciones. Teón de Esmirna afirmaba de los Pitagóricos estiman “que la música es una combinación armoniosa de contrarios, una unificación de múltiples y un acuerdo de opuestos”.
El platonismo consideraba que la verdad y la belleza debían darse unísonamente, por tanto, que las mismas leyes que definían la verdad debían garantizar también la belleza. Por ello el término armonía universal que sirvió originalmente para definir el orden cósmico de todas las cosas, se utilizó más tarde también en la música para designar cómo debían unirse las notas musicales para sonar bellas.
La Oda de Fray Luis de León continúa un poco más adelante de este modo:
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera,
Ve cómo el gran Maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.
Y, como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entre ambos a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.
No se puede decir tanto con menos palabras y tanta belleza. Aquí el monje nos muestra todo el arsenal pitagórico, y diríamos también órfico, en la medida en que el supremo hacedor, como Orfeo en los infiernos, interpreta con su cítara según acordes armónicos que coinciden con las proporciones del mundo que a la vez que toca, crea.
Pregunta Sofía, en Diálogos de amor de León Hebreo: “¿A qué se debe que los cuerpos proporcionados nos parezcan bellos?”. La sintética y clara contestación de Filón nos va a alumbrar sobre esta materia de la armonía: “A que la forma que mejor informa la materia consigue que las partes del cuerpo estén proporcionadas entre sí mismas y con el todo, ordenadas intelectualmente y bien dispuestas para las propias operaciones y fines, unificando el todo y las partes -ya sean distintas o semejantes, es decir homogéneas o heterogéneas- de la mejor manera posible, para que el todo esté perfectamente informado y sea uno. Así se hace bello”.
Y va a ser bajo esta interpretación de la belleza entendida como acuerdo entre las partes y el todo, y susceptibles de ordenarse intelectualmente, es decir, la necesidad de un mundo abarcable intelectualmente y definible con números, lo que hará a Fray Luis decir “… compuesta de números concordes …” y a Pitágoras establecer un tratado musical a la vez que cosmogónico.
Esta relación mística entre belleza musical y armonía universal no resulta muy ajena a la historia de la música hasta época muy reciente, tanto en los artistas como sobre todo en los oyentes, cuya disposición ante la música se funda en muchos casos en esta interpretación intelectual, como si la música nos debiera transportar a algún lugar mágico y ordenado, para lo cual las notas musicales deben mantener unas relaciones armónicas y melódicas consonantes o perfectas para ser capaces de hacer vibrar también el alma al unísono con la música y con la realidad oculta de las cosas.
Este concepto de armonía entendida como relación perfecta entre las partes y el todo, se concreta en esa búsqueda constante tanto de los platónicos, como posteriormente de los escolásticos, por encontrar las leyes que permitirían a partir de cualquier minúscula parte del cosmos poder recomponer el universo todo. Por ejemplo, a partir de un tobillo o un dedo, reconstruir a la persona de la que procede, o en materia arquitectónica que en cualquiera de los tres órdenes clásicos (dórico, jónico y corintio) a partir de cualquier mínima dimensión de un fuste, un ábaco o una metopa se pudiera reconstruir el templo en su integridad. Por tanto, que cualquier parte posee en su esencia las características del todo al que pertenece. Asimismo, que por la armonía musical pudiéramos entender la compleja maquinaria planetaria y astral.
Para ello, Pitágoras inventó el monocordio (un instrumento musical que consta de una sola cuerda) con objeto de establecer, a través del orden de sus sonidos la relación que las partes del cosmos debían guardar con el todo, que en esencia debía coincidir con las leyes de la armonía musical. Para que la música no sea ruido, sus sonidos deberían ser armónicos entre si, concordantes o acordes, es decir, no cualesquiera, sino únicamente aquellos que componen la escala musical. Una escala musical, por tanto, sería una ordenación de sonidos sucesivos que suenan bellos, que no son disonantes, cuya vibración coincide con la propia vibración de las estrellas.
Los pitagóricos habían establecido que las distancias entre los cuerpos celestes no eran erráticas, sino que guardaban una determinada relación y ésta debía coincidir con la relación que entre sí debían mantener los sonidos armónicos. Más aún, Pitágoras consideraba que los planetas, dependiendo de estas distancias y velocidades de movimiento, emitirían sonidos y que estos también estarían determinados por las leyes de la armonía musical. La música compuesta a partir de la escala musical pitagórica sería como la música planetaria, una sinfonía astral.
La única cuerda del monocordio debía ser como la distancia que nos separa de las estrellas fijas, de la última bóveda o esfera. Se trataba, por tanto, de establecer cómo templar esa cuerda para que cada sonido fuera armónico respecto al sonido original de la cuerda entera, y por tanto, así establecer no sólo una escala musical sino también las relaciones entre las distintas órbitas celestes. Pitágoras estableció que la altura del sonido resulta inversamente proporcional a la longitud de la cuerda que se pulsa: a menor longitud más agudo (o más frecuencia sonora o vibratoria). Por tanto, se trataba de dividir la cuerda (distancia) en fracciones. ¿Pero cuáles de las infinitas posibles? Pues según números enteros, o lo que es lo mismo, según proporciones sencillas. Se sabía que el sonido era cíclico, es decir, que cuando se divide una cuerda por la mitad, el nuevo sonido más agudo estaba fuertemente emparentado con el producido por la cuerda entera al vibrar: el mismo pero más agudo. Recordemos que los primeros ensayos históricos de polifonía se establecieron entre voces paralelas separadas por una octava, o lo que es lo mismo, por el doble de frecuencia. Había que encontrar, por tanto, fracciones menores que la mitad (1/2) que fueran armónicas con el sonido original. La más sencilla sería la 3/2, es decir, multiplicar por tres el sonido original y luego dividirlo por la mitad. A esto en teoría musical se le llama un intervalo de quinta, y lo que hizo Pitágoras fue componer una escala musical a partir de sucesivas divisiones de la cuerda del monocordio en intervalos de quinta (3/2). Y lo hizo siete veces (escala heptatónica occidental) porque siete eran los planetas que en su tiempo se conocían.
No deja de tener esta teoría, en la que se basa toda la tradición musical de occidente, cierta base física, ya que los lugares donde se sitúan las notas de la escala pitagórica coincide con lo nudos donde se forman las ondas estacionarias. Los antiguos no dejarían de advertir que cuando ponemos a vibrar una cuerda esta describe un movimiento vibratorio en el espacio que posee, como dijéramos, unos puntos fijos de vibración, en la que la cuerda no parece moverse de su posición original. Si una persona tocara la cuerda que vibra en esos puntos, ésta seguiría vibrando produciendo un sonido proporcional al original, pero si se toca otro punto no fijo, la cuerda dejará de vibrar produciendo un sonido disonante. Aquellos lugares y sus sonidos asociados serían las notas de la escala pitagórica.
Muchos años después Képler, junto con Copérnico creador del heliocentrismo, influido por esta “música de las esferas” consideró que las velocidades angulares de los planetas al girar alrededor del sol producían sonidos consonantes, y llegó a escribir la “música celeste” o las melodías correspondientes a los planetas entonces conocidos. No en vano su obra astronómica capital la tituló Harmonices Mundi. Según cuenta Platón en uno de sus Diálogos (Timeo), el demiurgo, cuando creo el alma del mundo la fabricó según proporciones coincidentes con las de la armonía musical expresada por Pitágoras, y que también debían coincidir con las relaciones que los cuerpos geométricos perfectos debían mantener entre sí, por lo que Kepler no sólo vinculó música con velocidad de giro de las esferas, sino que también circunscribió cada una de estas esferas en los sólidos perfectos platónicos.
Sin embargo, esta escala posee algunos “defectos”, no desconocidos por los pitagóricos, que desgraciadamente la convierten en una escala imperfecta, a despecho de lo deseado tanto por su fundador, como por sus numerosos seguidores. Y es que en esta caverna donde vivimos a lo sumo a lo que podemos aspirar es a aproximar nuestro conocimiento a las ideas perfectas del Demiurgo, pero jamás conseguir la prefecta sincronía entre esas ideas perfectas y sus sombras. Por esta razón, el orden dórico no se cumple perfectamente en el Partenón, y su arquitecto le dio dimensiones aproximadas a las proporciones perfectas del orden dórico para que el observador, que contempla el templo en perspectiva, advirtiera el orden aunque el edificio en sí no lo poseyera con exactitud. Sin extendernos en todos sus detalles, la existencia del ditono pitagórico, de la coma pitagórica y de la no coincidencia de semitonos diatónicos y cromáticos muestra una serie de incongruencias cuyo intento de solución marcará la historia de la música en occidente. De igual modo que el arquitecto del Partenón, los músicos barrocos idearon la escala temperada para intentar corregir aquellas notas poco racionales que perturbaban al oído atento, alterando para ello los semitonos hasta lograr una escala si no más armónica, por lo menos en mejor sintonía con la simplicidad y con el desarrollo de la música contrapuntística.
La Iglesia adoptó pronto los modos musicales pitagóricos, que con algunas variantes soportan toda la música “seria” que se hizo en occidente durante la Edad Media y el Renacimiento. Sin embargo, la religión cristiana, junto con el Islam y el Judaísmo, son religiones del Libro, donde la palabra escrita por Dios y sus profetas conserva un valor sagrado que explica el mundo y da testimonio de la verdad. Por esta razón, la historia musical en occidente no se puede entender sin este conflicto entre música y palabra como antagónicas o complementarias expresiones desveladoras de la armonía universal. La música que se habla, es decir, el canto, si estaba embellecido en demasía o incluía progresiones tonales complejas, podía hacer indistinguible e irreconocible la palabra, o sea, el mensaje divino, pero también la música podía hacer éste, al igual que la pintura o la escultura, más cercano y comprensible para el pueblo.
Las advertencias y prohibiciones eclesiásticas al respecto son continuas. La más curiosa es la llamada del “diabolus in música”, un acorde que debía ser evitado a toda costa porque se consideraba que a través de él el diablo podía pervertir la música y convertirla en un medio satánico de conversión. Se consideraba que el demonio se hacía presente cuando dos voces unísonas entonaban alguna letra a distancia de tres tonos (tritono), porque el sonido era tan desagradable que no podía ser otro más que el diablo el que lo producía, a pesar de ser dos notas musicales de la escala pitagórica, y por tanto, obtenida consonantemente a partir de una misma nota original. A diferencia de la palabra, la música podía tener sus peligros.
Una vez la música abandona, ya en el siglo XX, las normas que imponía la armonía clásica, se desprende de ese carácter sacro o místico que durante excesivo tiempo ha mantenido. Al oyente le gustaría seguir identificando melodías, sentirse cómodo en las disonancias, anticipar mínimamente el desarrollo musical, pero la musica atonal, o multitonal, electrónica, o excesivamente alejada de las armonías clásicas, crea en el oyente con demasiada frecuencia una sensación de desasosiego difícil de asumir. Seguimos buscando paz y orden en la música, que la melodía nos siga transportando a otro mundo perfecto, que la armonía nos desvele la realidad inmanente, y sin embargo, el ruido musical nos enfrenta a otra realidad muy distinta donde las esferas ya no tienen música, y la belleza no posee leyes.
Pero quizás haya todavía salvación, y quien todavía desee encontrar esa tranquilidad perdida y seguir escuchando la armonía universal a través de la música de las esferas, la siguiente noticia le será de interés:
“Las sondas Voyager I y II, a su paso cerca de cada uno de los planetas exteriores del Sistema Solar, captaron con sus sensores la interacción de sus ionosferas con el viento solar. El resultado, son unas resonancias que se producen en el rango de los 22Hz-22.000Hz, el rango en el que es sensible el oído humano. Después de su conversión de onda electromagnética a onda sonora, el resultado es una sucesión de «paisajes sonoros», casi musicales. Cada planeta, luna o sistema de anillos que lo circundan, tiene un modelo “musical” distintivo”.
¿Pero acaso habrán dejado de ser armónicas estas músicas estelares?
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La música de las esferas by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
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