Hace unos años me sumé al proyecto cultural de Ediciones de LA DISCRETA. En enero de 2005 se publicó un trabajo colectivo titulado «Primera Santología: cuentos escogidos sobre personajes elevados». En la introducción, Celindo, exclama «¡Elevación, coño, elevación!, tras lo cual dice lo siguiente a sus amigos discretos reunidos en la taberna: «… huyamos de la peste mortal e intelectual que se propaga por nuestras ciudades, relatando historias cuyo asunto no puede ser sino el que me ha sido revelado en este duermevela: la elevación, caída a tan profunda sima en los tiempos que nos han tocado». Aquí tuve el placer de publicar «Auge y caída del homo economicus».
Auge y caída del homo economicus
1.
Llamemos a la secretaria.
– Advierta a mis subordinados que no me molesten.
Me aburro. Miraría por la ventana, pero me da vértigo. Cogería el coche. ¿si supiera a dónde ir? Convoquemos nuevamente a la secretaria.
– Si llaman diga que estoy reunido.
Pasa el tiempo: un clip que incomprensiblemente aguanta cien torceduras sin romperse; una goma que estirada abarca el sillón, la mesa, la lámpara de pie, el picaporte de la puerta del water y mi dedo meñique. Con la otra mano cojo un bolígrafo, con dificultad lo despojo de su capuchón del que tomo un trocito de plástico recién capado, lo coloco en sustitución de mi meñique en la oquedad de la goma y vuelvo a llamar a la secretaria. Le acierto en pleno hígado. Me maldigo por mi falta de puntería. Disimulo, no vaya a creerme un sátiro, un lascivo.
Perdone, le digo.
No hay de qué, me responde.
¿Le hice daño?, me preocupo.
No se apure, se libera.
Se me escapó, me disculpo.
Siempre tan ocupado, me comprende.
¡Estoy tan cansado!, le insinúo.
Tantas responsabilidades, me incita.
Veamos si le hice daño, me intereso.
¡Aquí no!, me suplica.
Ningún sitio mejor, le replico.
¿En horas de trabajo?, me humilla.
Tranquila, no se las pagaré, ¡triunfo!
Se ha ido. Continúo aburrido. Pienso en el cartón. En fabricar una caja grande. Dimensiones desconocidas. Monumental. Capaz de albergar un mundo. Hagamos unos agujeros para que puedan respirar: respiran, los oigo, también hacen otros ruidos, ¡se están comiendo el cartón, mi cartón! Quemo la caja.
– ¡Desagradecidos!
Me acerco a la ventana sentado en mi silla giratoria con ruedas. Me empujo con los pies. Procuro no mirar hacia la calle. Sólo me preocupa el cielo. ¿Cuánto costará? Preguntaría a todas esas hormigas que allá abajo se afanan: ¿cuánto pagaríais por el cielo? Y metería todas sus respuestas en un ordenador gigante: aprieto la tecla y espero. Calcula. Complicadas operaciones, complejos algoritmos a fin de integrar tantas respuestas: el azul, las nubes, la aurora, las ventanas, sus poesías, la música, la inspiración, en fin, la vida. Responde al cabo: por fin, ¡un precio, un precio!
– Lo compro.
Dejo de soñar. Debería volver a la mesa. ¿Trabajar acaso? Pero esta vez no me impulsaré arrastrando los pies contra el suelo. Los apoyo contra los cristales de la fachada y empujo con fuerza hacia atrás: demasiado fuerte, la mesa queda atrás, he de frenar, no lo consigo, choco contra la pared, agradezco su tapicería mullida, reboto y me encuentro, de súbito, otra vez, ante el escritorio. Esto me da una idea.
– Señorita, convoque a los empleados con responsabilidad. Hágalos subir inmediatamente. He concebido otro de mis proyectos.
– Por favor, siéntense en el suelo y vean.
Les repito mi último periplo. Exagero, con evidentes dotes artísticas, tanto el agotador empujar la silla hasta la cristalera, como el choque contra la pared opuesta. Aplauden. Pobres, les digo, no entienden nada, sólo perciben arte donde yo preveo negocio. Cesan los aplausos. Me miran admirados.
Primera pregunta: ¿Qué les dice lo que han visto? Respuestas insulsas y carentes de imaginación.
Insisto. Segunda pregunta: ¿Cómo solucionarían el problema que alegóricamente les acabo de representar? Nadie ve el problema. Alguien pregunta por el significado de la palabra alegoría. Finjo enfadarme.
Tercera pregunta: ¿Acaso nadie advierte la necesidad que agobia a toda esa gente ahí fuera? Desasosiego y muestras latentes de desaliento. Algunos se acercan a la ventana.
Les arrojo, al fin, el último interrogante: ¿Para qué les pago un sueldo? Pánico, se miran y sudan. Percibo un tímido gemido.
Satisfecho de mi fuerza, conmovido por mis dotes de histrión desalmado, les hago levantar.
– Por favor, vuelvan a su trabajo. Y que no se vuelva a repetir.
Quedo solo. Amo del espacio. Si apretara el botón, podría desintegrarme, incluso perderme en la galaxia financiera. No lo haré. Nada se perdería. Me basta con la posibilidad. Sondeo el entorno: un teléfono sin teclas ni auricular, un ordenador con admirable salva-pantallas, dos papeles, uno garabateado y el otro en blanco, dialogan en la papelera, y el retrato de mis dos hijos, su risa petrificada en un rictus de falsa admiración. Yo también los miro y me miro, admirado del poder de la genética. ¡Si no fueran tan cabritos!
2.
Agarro la peseta. La saco del bolsillo. Sí, está sucia. Me dice que está muy sucia. La limpiaré. Pero así me la dieron. Yo no tuve la culpa. Debió mancharse. Así que me la meto en la boca y la chupo. Me mira con cara de asco. Desde el otro lado de la pecera hace una mueca de recelo. También de desagrado. Mira a la compañera. De reojo. Me la saco. Está húmeda. El pelo del rey, mojado. Da asco. Les da asco. A mí no, por supuesto. La pongo encima del mostrador. La miran. Es una peseta. Un peseta mojada. Su valor es una peseta. Justo una peseta. Me la dieron esta mañana. Cuando cayó en la lata sonó extraña. Algo raro ocurría. Vacié el bote y allí estaba. Muy sucia. Una peseta oscura. Una cara negra. No la quieren. Me dicen que me vaya. Yo no la ensucié, amigos. Me la dieron así de cochina. El uso. El comercio. El libre mercado, la entropía, la corrupción: la mugre de tantas manos. Pero no de las mías, amigos. Cuidado, una pistola se acerca. Atisbo una culata y una funda de cuero negro. Me levantan por los sobacos. Me engancha con una mano grande, excesiva y pulcra. Me aprieta con su puño enfundado en un guante de látex. Teme el sida. O miedo a la mierda, quizás. Me dejo llevar. Ley del mínimo esfuerzo. Otro gorila abre la puerta. Dejo pasar a una señorita. Educación. Cortesía aún en la desgracia. Se escapa el aire acondicionado. Me sueltan. Caigo en la acera, como un saco. Y me quedo solo. Cierran. Otra vez el calor de la calle. De mi calle. En mi esquina. Pero consigo levantarme y miro a través del cristal esmerilado. Y allí sigue mi peseta. Sobre el mostrador. El cajero la mira. La cajera la mira. El público se arremolina. Nadie la toca. El asco, sin duda. Se acercan mucho. Forman un corro. Un coro a su alrededor. Parece que la adoran. A mi peseta. Mi peseta sucia que ahora resplandece como el oro.
Auge y caída del Homo Economicus en España by Juan Manuel Ruiz García is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
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