EFICIENCIA

En el año 2001 publiqué en CUADERNOS BAKEAZ el artículo titulado «En torno a la eficiencia», cuyo preámbulo dice: «La eficiencia es un concepto omnipresente en el mundo actual, empleado no sólo para clasificar las tecnologías y los procesos productivos por su rentabilidad, rendimiento o productividad, sino también para valorar nuestra actitud, nuestras pautas de comportamiento y nuestra conducta ante la vida. De esta forma, la búsqueda de la eficiencia, sin más, se ha convertido en uno de los signos distintivos de nuestro tiempo, y es utilizada tanto para seleccionar las mejores tecnologías, como para justificar el capitalismo y sus daños colaterales. El absurdo de convertir la eficiencia, es decir, el medidor de la aptitud de un instrumento o de una técnica, en el baremo de excelencia o de perfección del fin que social o individualmente se persigue, es el fenómeno que se va a analizar en las páginas siguientes».

 

En torno a la eficiencia

La eficiencia es un concepto omnipresente en el mundo actual, empleado no sólo para clasificar las tecnologías y los procesos productivos por su rentabilidad, rendimiento o productividad, sino también para valorar nuestra actitud, nuestras pautas de comportamiento y nuestra conducta ante la vida. De esta forma, la búsqueda de la eficiencia, sin más, se ha convertido en uno de los signos distintivos de nuestro tiempo, y es utilizada tanto para seleccionar las mejores tecnologías, como para justificar el capitalismo y sus daños colaterales. El absurdo de convertir la eficiencia, es decir, el medidor de la aptitud de un instrumento o de una técnica, en el baremo de excelencia o de perfección del fin que social o individualmente se persigue, es el fenómeno que se va a analizar en las páginas siguientes.

 

ÍNDICE

  1. Prolegómeno a la eficiencia.. 2

1.1.      Su etimología. 2

1.2.      Y algunas falacias. 3

  1. La lente poliédrica.. 3
  2. Enigmas de la Esfinge.. 4

3.1.      La enigmática respuesta del Génesis. 5

3.2.      La apuesta del mercado. 6

3.3.      Edipo inquieto. 7

3.4.      Midas, el insolente. 8

3.5.      Máscaras de la Esfinge. 8

3.6.      La Esfinge desnuda. 9

  1. El oro del Nibelungo.. 10

4.1.      La ley del laberinto. 11

4.2.      La especie elegida. 12

4.3.      La incógnita libertad de la hormiga. 13

4.4.      El paria innecesario. 14

  1. Sin salir del laberinto.. 15

5.1.      Paradojas del capital. 15

5.2.      La virtud y el Vellocino. 16

  1. El mito de la eficiencia.. 17
  2. Regreso a los principios. 19
  3. Bibliografía.. 20

 


  1. Prolegómeno a la eficiencia

La línea recta no es el camino más rápido para alcanzar la Luna. Si Tierra y Luna fueran dos puntos virtuales dibujados sobre un papel, sin masa, rodeados de vacío, nuestra intuición respondería que la línea recta es el camino más corto y, sin embargo, dotemos de realidad al problema: masas gravitatorias, atmósfera que roza … nada más alejado de la racionalidad que pretender llegar a la luna siguiendo una trayectoria rectilínea.

Consideremos un sujeto que deseara alcanzar un objetivo no tan pretencioso como la luna, la razón le aconsejaría recorrer una senda empleando el mínimo esfuerzo. La búsqueda de un camino que le lleve a la meta con el menor cansancio, estorbo o dolor definiría adecuadamente el concepto de eficiencia, ya que se tiende a calificar de eficiente todo comportamiento o esfuerzo que finalmente alcanza un objetivo empleando la menor cantidad de recursos.

La definición parece fácil, pero no se lo crean: eficiencia, satisfacer un objetivo con la menor cantidad de recursos.

  • Su etimología

La eficiencia nos recuerda el término latino facere, y en concreto, nos remite no a cualquier hacer, sino a un hacer óptimo. Es decir, fabricar, componer, ejecutar, construir las cosas de la mejor manera posible, con perfección[1]. Es en este óptimo o mejor manera donde encuentra el término eficiencia su engarce con la ética, ya que lo mejor, o lo más digno, nos da la clave sobre cómo valorar aquel hacer en su camino hacia la excelencia o la virtud. De ahí que eficiente sea todo hacer virtuoso, de donde la eficiencia adquiere su verdadero carácter de aquellos principios o valores que definen, en cada caso, lo bueno.

Del trabajo del artesano dando forma al barro amorfo, extrae su fuerza este acto creador del ser humano (homo faber) sobre la naturaleza, ese trabajo manual y tecnológico que dota de nueva existencia a la materia prima sacada de su medio ambiente y convertida en mercancía, instrumento o cosa que procura bienestar, valor de uso o utilidad a la sociedad[2]. El concepto de eficiencia se aplica, por ello, a este esfuerzo por dotar de forma al mundo en bruto, y en particular, a ese progresivo intento por hallar la mejor técnica transformadora de la naturaleza con objeto de producir civilización[3].

  • Y algunas falacias

De su etimología se deduce que la eficiencia no es un valor, ni tampoco un principio. Porque se advierte claramente que con los valores confeccionamos nuestros objetivos vitales, lo que deseamos obtener, hacer, o en lo que querríamos convertirnos como personas dotadas de libre albedrío. Sin embargo, la eficiencia no la usamos para elegir proyectos de vida, sino para seleccionar cómo deberíamos alcanzar nuestras metas vitales, esos objetivos a los que les damos valor, no porque sean eficientes, sino porque concuerdan con nuestros anhelos[4]. Por ello, de las diversas técnicas que un individuo podría utilizar para alcanzar un objetivo, algunas se las prohíbe y otras no las considera muy recomendables; la racionalidad, por tanto, tiene vedados ciertos caminos, impedidos determinados pasos.

Por todas estas razones, no puede considerarse la eficiencia de un comportamiento o de un trabajo como un bien en sí mismo, como una propiedad que le da valor al objetivo alcanzado o bondad al camino seguido. Eso que llamamos comportamiento eficiente compete únicamente a la razón como mecanismo para seleccionar y aplicar técnicas. La eficiencia, por ello, es un criterio de selección de opciones tecnológicas que cumplen unos principios básicos de racionalidad y que satisfacen objetivos valiosos para el individuo o la sociedad.

¿Usted considera valiosa una meta por ser eficiente? Lo absurdo de esta pregunta no impide que haya personas que la respondan a diario. ¿O nos resultaría muy difícil encontrar individuos que a lo que en verdad aspiran es a ser eficientes? ¿Alguien sería capaz de ofrecer, utilizando sólo el concepto de eficiencia, un argumento de peso para condenar, por ejemplo, el asesinato[5]? ¿Acaso podemos olvidar que esta sociedad ha elegido el capitalismo y lo ha considerado mejor a otros sistemas, únicamente porque creen en su completa eficiencia no sólo para producir cosas, sino también para explotar la naturaleza y para organizar el juego político?

  1. La lente poliédrica

Pero volvamos a la luna. Nos rodean locos, asesinos, visionarios, incluso algún ciudadano normal. Sin embargo, ya no quedan lunáticos, porque ya todo es posible con tal de tener dinero o lo que es lo mismo, de emplear recursos suficientes para el fin perseguido. ¿Acaso alguien pone en duda este aserto? Ésta es una de las señas de identidad de nuestro tiempo. No que podamos realmente conseguirlo todo, sino que la gente crea que todo es posible si se tiene suficiente dinero para investigar, construir y desarrollar, que la simple aplicación de la racionalidad empleada en aquello que desean los que poseen más dinero sea factible y, aún más, deseable[6].

Recordemos la definición de eficiencia: satisfacer un objetivo con la menor cantidad de recursos. O también con el menor gasto, en el menor tiempo, con el menor sufrimiento, al menor coste, etc. Podemos intercambiar el baremo, el criterio de medición, sin alterar el concepto de lo que todos entendemos por comportamiento eficiente. Pero no es lo mismo hacer algo muy rápido, que hacerlo con poco gasto energético, o hacerlo muy barato o empleando muy pocas materias primas. Según el criterio de eficiencia, la senda que nos conduce al objetivo puede variar enormemente.

Sea un cohete. Objetivo: la luna. Principio: dos masas, tierra y luna, separadas por una gran distancia, sujetas a la ley de la gravedad y la tierra envuelta en una capa gaseosa que dificulta el movimiento. ¿Qué camino seguir? Pues, depende.

Primer criterio de eficiencia: gastar el mínimo combustible. Otro: invertir el menor tiempo posible en el viaje. Para los románticos: contemplar en todo su apogeo el Mar Rojo y el incomparable Canal de Suez. Otros más prosaicos desearían no gastar mucho dinero en el intento; los más prudentes, asumir el menor riesgo. Nadie en su sano juicio pensará que la ruta de nuestro cohete hacia la luna sea independiente de estos criterios de eficiencia.

Procede recapitular. No podemos decir que ir a la luna sea más o menos eficiente que cruzar la calle para comprar el periódico. Quizás alguien pueda poner en duda el valor de visitar la luna, pero, por favor, no pongamos en duda el placer de leer un suplemento de la prensa dominical ante unas buenas tostadas. Aunque si encontráramos el raro espécimen humano que considere igualmente placenteras ambas opciones vitales, quizás sí le podamos sugerir que si desea desplazarse con el menor riesgo, cruce el semáforo por el paso de cebra, en lugar de tomar un cohete en ruta hiperbólica hacia la luna.

  1. Enigmas de la Esfinge

“Creced y multiplicaos”. Éste es el objetivo vital que impone el Génesis a los humanos. Pero Lezama Lima – en Paradiso – ya nos advertía de la improcedencia de obligar al ser humano a multiplicarse si aún Dios no había extraído la costilla de Adán para crear a la mujer. Ante la claridad meridiana del objetivo, la lógica palidece. Se nos dice lo que tenemos que hacer, la razón nos aconseja que lo hagamos eficientemente, pero los medios no están ahí. Se impone la técnica[7].

Sería conveniente que una sociedad compleja, plural y diversa de hombres y de mujeres libres, poseyera abundantes y enfrentados objetivos vitales, tantos, que resultara imposible compendiarlos armoniosamente en un vocablo, una definición o incluso, en unas pocas líneas. Sin embargo, y a pesar de la aparente dificultad de la empresa, algunos conocidos pensadores se han creído capaces de reducir tan alarmante complejidad, constriñendo en un único concepto a lo que por humano aspira toda persona: felicidad, placer, virtud, utilidad, bienestar, deber, etc.

Pero probemos a unir estos dos últimos párrafos y la definición de eficiencia esbozada previamente. El resultado sería algo como sigue: la eficiencia consistiría en alcanzar la felicidad o el placer, quizás la virtud, puede que la utilidad, mejor aún el bienestar, en suma, un concepto compendio de la diversidad de motivaciones humanas, utilizando aquella técnica que menor cantidad de recursos necesite.

Esto nos conduce a una real y compleja encrucijada, desde donde la eficiencia, apostada cual esfinge, nos arroja dos enigmas sin cuya solución el binomio eficiencia-virtud carece de validez operativa: en primer lugar, manifiesta lo que quieres; a continuación, decide cómo deseas alcanzarlo.

Nos situamos, así, ante dos tipos de decisión, la de definir un proyecto de vida con todos aquellos objetivos y metas que el sujeto considera de valor; y la de elegir técnicas e instrumentos que nos permitan satisfacer un objetivo vital con la menor cantidad de recursos. Ambas son complementarias, pero operan a distinto nivel.

En el primer tipo de decisión, no podremos decir, en propiedad, que estemos buscando la eficiencia, ya que no existe ningún criterio superior o prevalente que nos oriente sobre cómo alcanzarla y por consiguiente, saber si verdaderamente hemos acertado en la elección. Es decir, bajo los epítomes de la virtud, la felicidad o el placer afloran múltiples objetivos vitales que, considerados valiosos por el individuo, no se pueden llevar a la práctica en su totalidad, no solamente por carencia de recursos, sino, sobre todo, porque los objetivos serán, en general, difícilmente conciliables o hasta cierto punto excluyentes. A pesar de ello se decide, pero no con el anhelo de la eficiencia, que resulta irrelevante, sino con el de componer un proyecto de vida coherente y compatible con la idea que el individuo posee de un comportamiento ético.

La siguiente elección ya no se realiza en ese espacio de los valores, sino en el ámbito de la racionalidad. Se pretende, en suma, que la forma de conseguir y dar cumplida cuenta de los objetivos vitales sea, en primer lugar, técnicamente posible, y además, eficiente; es decir, que de todas las técnicas disponibles el sujeto debería intentar seleccionar aquella que mejor alcance su objetivo.

Sin embargo, tras esta segunda pregunta se oculta la verdadera esencia maligna de la esfinge, porque para “seleccionar aquella que mejor alcance el objetivo”, habría que elegir previamente con qué criterio vamos a evaluar la excelencia de las diferentes técnicas, cómo vamos a compararlas, con el fin de decidir cuál de ellas será finalmente la más eficiente o mejor. Como se ve, y de ello hablaremos más adelante, también el criterio de eficiencia es otro valor que rehuye el espacio de la pura racionalidad instrumental. En resumen, en la encrucijada se nos plantean tres interrogantes: primero, desea; después, compara; y por último, decide.

  • La enigmática respuesta del Génesis

Recordemos. Objetivo: multiplicaos. Principio: con virtud. Técnica: el acoplamiento heterosexual. De esto se deduce que el Génesis aspira, como modelo más eficiente de reproducción, acorde con el principio de la virtud, a que, a diferencia de las amebas, que son hermafroditas, o de las bacterias, que utilizan la partenogénesis, los seres humanos nos multipliquemos por obra de la razón seminal. Alguien podría sentirse tentado de pensar que Dios se equivocó cuando finalmente optó por este método tan sui generis de reproducción, tan poco acorde, opinarán, con la virtud, más bien, quizás, con la felicidad o con el placer; en suma, tan poco eficiente con el objetivo de multiplicarse y además hacerlo con virtud. Sin embargo, no resultaría apropiado decir que multiplicarse con virtud sea erróneo o una equivocación, quizás que no se comparte ese objetivo, o que resulta imposible de alcanzar o de poner en práctica con los medios técnicos disponibles.

Como vemos, la eficiencia no se entiende sin unas elecciones previas y básicas que dotan de significado a los juicios que podemos emitir sobre la propia idea de comportamiento eficiente. Carece de lógica criticar los objetivos de alunizar, reproducirse o poseer por ineficientes. Podremos no estar de acuerdo, creer que no todos los valores y objetivos puestos en juego valen lo mismo, incluso que otros jamás deberían perseguirse; todo esto resulta legítimo y en ello consisten, en este diálogo y conflicto, las verdaderas relaciones humanas y la convivencia. Pero la eficiencia es otra cosa y no es equiparable a la interpretación que podamos dar a los valores de la libertad o de la igualdad.

  • La apuesta del mercado

Internémonos en otro universo. Objetivo: poseer. Principio: desconocidos. Técnica: la que permita obtener lo máximo dando lo mínimo. Quizás alguien piense que estamos hablando de la guerra. No andaría descarriado, porque la guerra supone el caso límite en la técnica de obtener más por menos y conseguir, finalmente, el todo por nada, es decir, de sustituir unos mínimos derechos contractuales por la pura inexistencia de principios. Claro, nos referimos al mercado capitalista.

Se dice que el mercado libre en el entorno capitalista tiende, de forma automática, a procurar el máximo bienestar utilizando la mínima cantidad de recursos productivos[8]. No nos interesa, en este momento, negar la validez, ni teórica, ni práctica, de este aserto. Harto conocidos resultan los llamados fallos de mercado, avanzados en su mayor parte por los padres de la economía libre de mercado[9]: desde la imposibilidad práctica de satisfacer las hipótesis teóricas de funcionamiento del mercado libre, hasta los casos manifiestos de ineficiencia relacionados con la existencia de monopolios naturales, bienes públicos o externalidades, por poner algunos ejemplos, la falacia del mercado autorregulado por manifestación de las preferencias libremente ejercidas por los actores resulta claramente comprobable, tanto a nivel teórico, como práctico.

La eficiencia del mercado libre, tal y como se define hoy en día, se basa en la aritmética moral del utilitarismo: su anhelo reside en hacer máximo el placer o “la felicidad de los más”, despreocupándose de los dolientes y de los perdedores, cuyo saldo negativo quedaría así escamoteado en el cálculo y en el valor final agregado del bienestar de toda la sociedad. Con este criterio se adoptan la decisiones públicas y privadas, en concreto, se eligen las tecnologías a emplear, justificándose así la existencia de cada vez mayores desigualdades y el aniquilamiento de todos aquellos sentimientos, placeres o realidades cuya cuantificación crematística ha quedado soslayada en el cálculo, ya sea por interés político, olvido científico o imposibilidad material[10].

  • Edipo inquieto

Como se comprueba, el mercado nos asalta en cada una de las encrucijadas de nuestras vidas, y nos plantea sus dilemas con certera perversión e hipocresía: o te internas por la avenida amplia, asfaltada y construida con buena técnica y aparentemente despejada de obstáculos; o en su contra, optas por las sendas de tierra preñadas de dificultades, sin técnica, empinadas, por el camino de espinas o la nada. El estigma que amenaza a los inquietos, a quienes dudan ante el enigma, consiste en ser considerados seres irracionales, enemigos de la técnica y del progreso, en suma, contrarios a la eficiencia que define al mercado y su particular forma de generar tecnología y cultura. Como si éstas, las técnicas existentes hoy en día, fueran las únicas posibles y las más idóneas para procurar bienestar. En verdad, la esfinge no nos está planteando un enigma, sino que nos aterroriza con una amenaza, la quimera que se nos avecinaría de no asumir los preceptos utilitaristas y técnicos del mercado libre capitalista.

Ese Edipo aún no torturado por la mala conciencia, se asemejaría al sujeto que hubiera adoptado el objetivo de hacer lo que le viniera en gana, según el principio de perturbar lo menos posible a sus semejantes. ¿Alguien se atrevería a avanzar una idea de comportamiento eficiente, una técnica perfecta y virtuosa, en este ámbito de elección? Si la maldición no existe y el oráculo no nos predestina necesariamente al mercado capitalista, la búsqueda de una solución alternativa, racional y socialmente aceptada al mercado libre, debería ser la respuesta, la principal motivación de nuestra actividad política en una democracia.

  • Midas, el insolente

Pensemos ahora en otro individuo, un rey poseído por dos objetivos vitales, a saber, ganar mucho dinero y hacer el bien al prójimo. No dudo que haya personas que concilien muy bien ambas metas y que consideren compatible e incluso necesario, para eliminar la pobreza en el mundo, el amasar grandes fortunas; asumen e incluso nos quieren hacer creer que cuanto más dinero atesoren más generosamente rebosará hacia los más humildes. Pero dejando aparte a este curioso especimen tan difícil de clasificar y de casar con el sentido común y con la coherencia ética, cualquiera otra persona que sintiera muy vivas en su interior ambas llamadas debería elegir, en buena lógica, entre todo un conjunto de opciones vitales que se sitúan entre los dos extremos que tan bien concilian aquellos súcubos del bien, cuales son la santidad o la rapiña; entre ambos extremos nos colocamos la mayoría de los mortales, a pesar de lo cual nos sentimos aquejados por continuos problemas de conciencia. Y reitero, de conciencia, que no de eficiencia[11].

Porque en las elecciones sobre objetivos vitales no hay que optimizar ninguna variable, sólo nuestra conciencia, a pesar de que muchos se consuelen creyendo que han optado por un comportamiento tan eficiente que hasta benefician, sin querer y sin cobrar, al resto de la sociedad. La eficiencia no opera en este nivel, aquí la racionalidad no tiene que tratar con variables para encontrar la mejor solución, aquí el yo moral elige aquellas metas que, unidas, constituyen su propio proyecto de vida valiosa y para cuyo logro actuará, ahora sí, con eficiencia, es decir, utilizando las herramientas y técnicas que conllevan menor esfuerzo o sufrimiento.

  • Máscaras de la Esfinge

Otra vez nos encontramos como al principio, nos topamos con la primera definición que dábamos de comportamiento eficiente, satisfacer unos objetivos con la menor cantidad de recursos”. La eficiencia, por tanto, no es una guía para elegir los objetivos, sino para emplear los recursos, y nos dice que lo hagamos racionalmente y según la ley del mínimo esfuerzo. En síntesis, ser eficiente no sólo pretende el mínimo empleo de recursos y de esfuerzo, sino también cumplir unos principios mínimos de racionalidad. ¿Acaso creyeron que podía ser de otra manera? Pero, cómo aplicar la racionalidad a esta elección eficiente. Pues según dos principios difícilmente separables: si debo optar por dos objetivos igualmente valiosos he de perseguir el que menos trabajo requiera; si dos objetivos me cuestan lo mismo, he de inclinarme hacia el que considero más valioso.

Llegados a este punto, hemos de confesar un error que a los más crédulos les ha podido confundir. Se ha venido asegurando, desde el segundo párrafo nada menos, que la razón nos aconseja recorrer sendas de mínimo esfuerzo, “ya que un comportamiento eficiente es aquel que logra un objetivo empleando la menor cantidad de recursos”. Pero si recordamos el último enigma de la esfinge, las afirmaciones sobre la mejor opción no sólo pretenden ser racionales, sino que se basan en aquellos criterios de eficiencia que previamente hemos elegido como valiosos; recordemos, emplear poco tiempo, gastar la mínima energía, asumir el menor riesgo, desembolsar poco dinero, etc.

Por ello, hemos de admitir que en la definición que esbozábamos de eficiencia, se ha colado, “de rondón”, un valor muy particular, cual es el de emplear poco esfuerzo. Cierto es que la gente, en general, desea cansarse poco y en el límite aspira a que se lo den todo sin dar nada. Sobre esta aspiración funciona el mito del paraíso o de la lotería, aunque no del todo, porque en ambos casos habría que comprar previamente el boleto. Pero el mito del Edén es el que nutre el imago de la eficiencia, porque, al final, lo que deseamos es ver cumplidos nuestros deseos bajo el patrocinio de Aladino y su lámpara prodigiosa.

Lamentablemente, el mundo tiene entropía, las cosas están limitadas y son finitas, existen leyes inexorables que permiten transformar la realidad, pero no hacer posibles todos los sueños, así que nos contentamos con discurrir por una senda que sin alejarse en demasía de lo soñado, nos reconcilie con esa Arcadia de la que no sabemos si fuimos expulsados, pero a la que muchos desearíamos volver.

Hacer reales los sueños sin cansarnos demasiado. Ésta podría ser la definición más prosaica de la eficiencia. Pero si la analizamos con atención vemos que trabajar poco, emplear pocos recursos, en suma, cansarse lo menos posible, constituye también un valor, un objetivo vital que casi todos compartimos, pero que no todos colocamos en el mismo lugar de nuestras aspiraciones como seres humanos. Los criterios que nos sirven para caracterizar un comportamiento como eficiente se atienen también a un conjunto de valores y sólo operan en atención a ellos, de tal modo que sólo podría hablarse de eficiencia en relación a la consecución de aquello que un sujeto ha seleccionado previamente como de valor, y sólo en relación a ello. Y sería un error, por tanto, calificar de eficiente un comportamiento porque tan sólo en uno de sus objetivos hubiéramos estimado que su logro se había realizado con el menor esfuerzo.

  • La Esfinge desnuda

Recapitulemos. Objetivos: comerse la manzana y permanecer en el Edén. Principio: amar al prójimo tanto como a sí mismo. Técnica: compartir con Eva y decir que fue la serpiente. La historia nos enseña que ésta no fue una técnica acertada. Pero desacertada para qué. Pues resulta evidente, para no trabajar y para poseer algo más de lo que nos ofrece el estado de naturaleza. Desear y holgar no son plenamente compatibles. La expulsión nos arrastró al otro extremo de la felicidad, a trabajar para tener más. La eficiencia opera en el objetivo del Edén, del trabajar poco, pero no le pidamos a la eficiencia que nos diga si hicimos bien comiéndonos la manzana. Si decidimos comérnosla, no se debe a la eficiencia sino a otros anhelos. La eficiencia nos dice, en cambio, qué táctica emplear con el objeto de trabajar menos, en el deseo iluso de esperar que el dueño no se dé cuenta y nos permita comer sin ser castigados con el sudor de nuestra frente.

Y esto ocurría cuando aún no existía el dinero. Que simples manzanas provocaran tales seísmos reconcilia al ser humano con su historia reciente. Todos los manuales de economía nos enseñan que el dinero facilita mucho la comprensión de todos estos problemas. Tener un objeto que sirva de referencia y al que podamos traducir cuantitativamente la satisfacción que nos ofrecen los objetivos vitales resulta verdaderamente revolucionario, porque permite transformar el valor de los bienes en un precio. Que esta traducción no la haga realidad ni un leviatán, ni un demiurgo, sino que sea el mercado actuando, como por arte de birlibirloque el que libremente la verifique de forma automática, no resulta menos sorprendente por muy habituados que estemos a verlo funcionando todos los días.

Es por todas estas razones por lo que estamos tan acostumbrados a unir los dos siguientes enunciados bajo una misma lógica. El primero declara que la máxima eficiencia en el comportamiento se logra cuando gastamos el dinero que tenemos de tal modo que conseguimos el mayor número de cosas. El segundo, que empleamos nuestro tiempo del modo más eficiente si trabajamos en aquello por lo que nos pagan más. En síntesis, lógicamente, trabajar lo menos posible para poseer el mayor número de cosas. Que el precio de nuestra hora de trabajo sea el más alto y que el precio de las cosas sea el más bajo. Éste es el verdadero comportamiento eficiente. ¿Quién pone en duda estos objetivos y que el criterio de eficiencia sea alcanzar la máxima rentabilidad de cada gota de sudor empleada en obtener bienes? Un sistema que lograra este cuasi Edén sería maravilloso, por eso las virtudes del mercado libre capitalista se consideran tan virtuosas y concilian tantos adeptos. Veamos con un poco más de detalle toda esta paranoia.

  1. El oro del Nibelungo[12]

Sea un hormiguero prodigioso en el que cada hormiga fuera su propia reina y soberana. Los etólogos nos han enseñado las motivaciones que pueden animar el comportamiento de cada una de nuestras amigas anónimas. Pero en el problema que nos ocupa, no se trataría tanto de describir el probable comportamiento errático de cada una de estas partículas, cuanto la ley que rige el de todo el hormiguero. Si nos fijamos en cada hormiga, no parece que su marcha posea un sentido, sin embargo, analizando muchas de ellas a la vez comprobaremos que, en realidad, todo el hormiguero se ha puesto en marcha con el objetivo de introducir todo un montón de estiércol, partícula a partícula, en su morada.

Objetivo: acopiar estiércol. Principio: ahorrar esfuerzo. Técnica: hacer una fila india de ida y de vuelta entre el hormiguero y el estiércol. Pero el control de esta técnica tan eficaz de hacer mínimo el esfuerzo en el acarreo, sólo se ha logrado cuando finalmente cada una de las hormigas ha olvidado sus otras motivaciones y ha asumido el único objetivo de transportar comida. Hubo un período previo en el que cada hormiga erraba, e incluso mientras se iba conformando la fila, si uno analizó con detenimiento el flujo, unas hormigas salían de la fila, otras entraban, algunas se giraban de improviso estorbando a las otras, unas cuantas se volvían sin alimento, las había que pasaban de largo o se perdían en el montón, y también las que se quedaron en el hormiguero vagando sin rumbo fijo por sus innumerables laberintos.

El observador deduce que, inexplicablemente, se ha conformado un objetivo social en la comunidad de hormigas, las cuales, olvidadas de sus propias motivaciones, han optado por cumplir la meta de la forma más eficiente. Para ello han optado por disponerse en línea recta y hacer mínimo el trabajo empleado. A pesar de todo, la unión de fuerzas y la comunión de ideas no se ha hecho de igual modo extensiva a todos los individuos, lo que denota que más allá de la aparente homogeneidad en el comportamiento, la conducta de algunos recalcitrantes permite deducir el hondo y aletargado latido de otros valores y disidencias.

De la necesidad de satisfacer objetivos o metas deviene la sensación de carencia, si los recursos no son suficientes o las técnicas no son las adecuadas. De ahí deriva el concepto de escasez, la razón por la que nos hacemos tan exigentes con la eficiencia a fin de reducir al máximo la carencia o el no cumplimiento de nuestros proyectos de vida. Resultaría altamente elocuente que le preguntáramos a cada hormiga por su proyecto de vida, porque nos llevaríamos la desagradable impresión de que casi ninguna realmente deseaba acopiar estiércol y menos aún de ese modo tan aburrido pese a lo racional.

  • La ley del laberinto

El precio que los bienes, recursos y factores adoptarían en un mercado libre –bajo las condiciones teóricas de competencia perfecta- tendría que expresar realmente su escasez, pero no su valor. Juan de Mairena (Machado, 1986) sabía mucho de esto y llamaba necio al que confundiera el valor de las cosas con su precio. El incesante flujo de información que bulle en los mercados sólo sirve para poner etiquetas de precio a las cosas, índices que son expresivos de su escasez relativa, pero no de su valor cierto para las personas. Realmente, para comprender los mercados no necesitamos esta información sobre el valor de las cosas. El etólogo que comprendió que no se necesitaba conocer las motivaciones de cada individuo, sino sólo cómo manifestaba su voluntad como disposición a pagar en un mercado, consiguió hacerse tan amigo de los economistas como Lorenz (1985) de los animales.

Si la lógica, como ya veíamos, era sudar lo menos para comprar lo máximo, y la aplicamos a millones de sujetos interactuando entre sí como si vivieran en los subterráneos de un hormiguero, sin otra motivación que ese más por menos, ¿qué ocurrirá? Pues la escuela neoclásica de pensamiento económico nos lo dice claramente: salgan de uno en uno de su laberinto de soledad y dispuestos en fila india pónganse a introducir estiércol en el hormiguero[13]. Curiosa paradoja.

Lo que hace tan poderosa esta mano invisible que nos empuja no es otra cosa que el comportamiento racional aplicado a la lógica del más por menos; que no es muy diferente a la que ha guiado a las especies en su evolución natural: la lucha por la existencia y las pruebas adaptativas sucesivas han ido configurando un planeta tierra de ciclos naturales que tienden a la utilización eficiente de los recursos precisos para mantener la vida y transmitir la herencia. La competencia por estos recursos escasos ha ido perfeccionando la reutilización y el reciclado de materiales, configurando ecosistemas que, en sucesión hacia el clímax, alcanzan una muy alta eficiencia en la utilización de los materiales necesarios para componer tejidos orgánicos y revertir la inercia termodinámica hacia el desorden.

  • La especie elegida[14]

También la evolución capitalista en el medio del mercado libre genera sus propios ciclos con criterios de eficiencia, intentando optimizar la utilización de aquellos elementos que se consideran más escasos. Diversas especies progresivamente adaptadas a la competencia han ido configurando un tejido económico de alta eficiencia y de elevada capacidad de adaptación. La historia reciente testimonia la cruenta lucha, el éxito de los mejores sobre el yermo de las especies extintas.

Estos centauros del desierto, cuya morfología, dinámica y costumbres a todos resulta conocida, alcanzan una elevada eficiencia en la caza y en la síntesis de aquellos elementos que en el actual sistema económico se consideran más escasos o valorados por la sociedad. Aquí no importa conocer lo que cada sujeto pueda valorar, sino lo que como especie más se valora, en especial, aquello que expresa lo que las cosas valen, en resumen, lo que cuestan, el patrón de valor universal, aquello que todo el mundo acepta en compensación incluso de lo que más anhela, aquel elemento que permite decidir porque en él se expresa la soberanía del consumidor en el mercado, ya que la economía acabará comportándose y produciendo según los dictados de aquellos que en mayor cantidad lo hayan podido acumular por sus especiales características y configuración anatómica: el dinero.

Resulta altamente ilustrativo que hayamos podido crear un sistema económico capaz de operar sin que de manera explícita los sujetos que participan tengan que manifestar ni sus objetivos, ni sus valores. Algo similar ocurre con el león que se come a la gacela. Ni uno ni otra manifiestan, mientras dura su corta relación, ni deseos, ni preferencias, tampoco la causa o la motivación profunda de su comportamiento. La compra de una cosa por un individuo es una señal que el sistema percibe como un movimiento de dinero, el mercado no necesita conocer por qué el sujeto estuvo en ese momento dispuesto a pagar el precio, no le importa el placer que obtuvo con el consumo o la posesión de la cosa, tampoco qué valores estaban involucrados en su decisión. La información que cada sujeto emite se codifica en dinero y conforma su demanda, que sumada a la del resto de los ciudadanos se transforma en fuerza depredadora de la especie.

Los recursos y los factores de producción se emplean allí donde son más valorados. Entiéndase el valor como información, demanda o disposición a pagar por las cosas que se van a fabricar con aquellos insumos. De ahí que la escasez que percibe el sistema no sea directamente la insatisfacción de algún deseo, la incapacidad para suplir una necesidad básica o el agotamiento de un recurso natural o materia prima, sino la de dinero para poder manifestar una preferencia o un deseo de consumir puesto de relieve por la capacidad de compra. La evolución y la adaptación a través de la competencia y bajo estas premisas crea organismos cada vez más dotados para obtener, acumular y gastar de forma progresivamente más eficiente en este mercado dejado a su libre voluntad.

Pero el dinero, esa materia depredada por los humanos y a cuya caza la sociedad se lanza consumiéndose en el empeño; también posee vida, es otra especie que se reproduce y perpetúa al ritmo marcado por su tasa de interés. Quien tiene dinero intentará, a través del trabajo y de la explotación sobre los demás, superar el rendimiento de esta “tasa de natalidad natural” y por tanto, incrementar en el tiempo la eficiencia de los procesos tecnológicos con el objeto de hacer máxima su tasa de beneficio. Por ello, la eficiencia se define mejor por este afán prometeico en superar la velocidad reproductiva propia del dinero, de forzar el tiempo para ganar tiempo, porque la técnica, lejos de ser “el esfuerzo para ahorrar el esfuerzo“ (Ortega, 1997) se ha convertido en “tiempo para ahorrar tiempo”: una regresión al reino de Cronos y su necesidad por devorar lo creado, por contraer despiadadamente el tiempo en la esquizofrenia del crecimiento y acercar continuamente el futuro ahogándolo en un presente cada vez más intenso, vertiginoso y eficiente.

  • La incógnita libertad de la hormiga

Las ecuaciones matemáticas que explican el funcionamiento de este particular ecosistema asumiendo unas determinadas condiciones ideales y ciertas simplificaciones, nos dicen que con independencia de las dotaciones iniciales de dinero con las que parten los individuos, el sistema de mercado libre se encamina hacia un estado de equilibrio en el cual los recursos y los factores se asignan del modo más eficiente para producir unos bienes y unos servicios que benefician a la sociedad de la mejor forma posible. Esto dice, al menos, la teoría[15].

Aclaremos, utilizando el símil de la democracia, tan del gusto de los economistas neoliberales, si cada sujeto emite un voto por cada moneda que posee, el sistema acabará produciendo aquellos bienes que hayan sido más votados[16]. Los valores de los individuos aflorarán indirectamente por obra de su tendencia a la hora de votar o comprar, pero también la mayor o menor escasez de materias primas, recursos y factores productivos sería reflejo de estas demandas. Por esta razón, el agotamiento físico de un recurso lo podrá asumir el sistema mientras a corto plazo pueda seguir funcionando; también la existencia de recursos o factores ociosos. Qué le importa al sistema económico el deterioro ambiental o la aparición de sujetos que por haber perdido su capacidad de compra ya no pueden votar y por tanto, ni consumir, ni influir en el destino de su comunidad. Mientras tales cosas no se traduzcan en señales monetarias, que el sistema sólo es capaz de asumir por la vía de los precios, el capital las ignorará en su marcha inexorable hacia la eficiencia por obra de la selección “natural”[17].

Se quiere vincular así, necesariamente, democracia con mercado libre capitalista, de forma tal que ambas soberanías, la política del voto y la económica del dinero, deban convivir para que pueda existir la libertad. Se quiere dar a entender que ésta es la única opción que existe para superar el dilema entre razón (eficiencia) y libertad (derechos) –por no hablar de la justicia-, pretendiendo que ninguna instancia ajena al capital decida sobre el bien común, sino que éste se exprese automáticamente por agregación de las decisiones libremente elegidas por cada ciudadano o agente económico en el mercado libre. Esta libertad, ejercida de modo tan parcial en el mercado, corrompe el sistema democrático, ya que las principales decisiones sobre los proyectos sociales cada vez se dirimen menos en diálogos presididos por la razón, sustituidos por subastas controladas por la capacidad económica; máxime, cuando la democracia, definida como representativa, al cabo termina estando controlada por escasos partidos que concurren en un sistema electoral dominado por onerosas campañas propagandísticas[18]. En estas condiciones, el objetivo de maximizar las ganancias resulta prioritario, porque el poder de decidir, tanto individual como colectivamente, dependerá directamente de la capacidad económica. Esto aboca a que el ejercicio de la actividad económica, en estrecha conexión con la política, contemple como único objetivo valioso el beneficio; y también a que el conflicto entre grupos sociales quede sustituido por la pugna en torno al reparto de este excedente económico. En estas circunstancias, la tecnología se erige en árbitro de la situación, ya que será la encargada de determinar qué aptitudes y ocupaciones son las más adecuadas para obtener el máximo rendimiento, en connivencia, como afirmaba Marcuse (1968), con formas de control social de tinte totalitario ejercidas por el influjo que sobre las necesidades humanas y sobre las aspiraciones individuales poseen la cultura de masas, la publicidad y la propaganda[19].

  • El paria innecesario

Corbatas y cacahuetes. Dos bienes que se pueden producir según las demandas de la población. Pero si ésta se divide en dos clases, y los sujetos que pertenecen a la más acaudalada prefieren, una vez cubiertas sus necesidades básicas de cacahuetes, consumir muchas corbatas para lucirse en sus fiestas, los recursos y los factores productivos de la sociedad se emplearán primordialmente en producir corbatas variadas y no tantos cacahuetes como quizás necesitarían los más pobres para subsistir. Porque la economía producirá lo que más se vota, que son las corbatas, y será tanto más eficiente cuanto menos cacahuetes produzca, un bien al que la soberanía del consumidor no honra como se merece con su voto, a pesar de ser imprescindible en unas mínimas cantidades vitales[20].

Por ello, las actuales decisiones sobre la técnica a emplear para garantizar la óptima provisión de bienes, dependen únicamente de la distribución social del poder económico, en detrimento, claro está, de las masas empobrecidas, parias cuyo valor y actividad, cada vez están quedando más y más marginados. Siempre que aparece en el escenario la virtud tecnológica con la pretensión de acabar ella sola con la pobreza y la injusticia, llámese revolución verde o semillas transgénicas, y mientras no se alteren, previamente, las ciertas relaciones de poder y explotación consolidadas históricamente, la técnica impondrá la virtud de seguir expoliando en detrimento de la naturaleza y de aquellas personas cuya pobreza y marginación fue manipulada para justificar un progreso que lejos de favorecerles les explotará aún más[21].

  1. Sin salir del laberinto

En estos ecosistemas abiertos, cada vez más globales y monopolísticos, en que se están convirtiendo los Estados y los mercados mundiales, el objetivo de la eficiencia resulta primordial para incrementar progresivamente, y hasta el límite máximo, la rentabilidad del dinero. Con ello se pretende, aunque lo oculten pretenciosamente tras la propaganda de la libertad o de la justicia, lograr el máximo poder sobre las decisiones de los ciudadanos. Nos dicen: cuando el mercado se deja al libre juego de las fuerzas de la oferta y de la demanda se obtienen los precios más bajos de forma automática y por tanto, el mayor consumo y bienestar para aquellas personas que poseen más dinero; hacer otra cosa conduciría a producir con ineficiencia, y a que las mercancías, por tanto, costasen más; precios más altos y perjuicios para los consumidores, que somos todos. Por ello, afirman para convencernos, todos los ciudadanos deberíamos defender la libertad de los mercados para poder comprar cada vez más barato, incrementar el bienestar y ampliar nuestro espectro de libertad.

A este objetivo se supedita todo, porque aquello que obstruya este mecanismo de formación de precios provocaría no sólo la ineficiencia, el incremento de los costes y el descenso del bienestar, sino también la coacción del libre albedrío y de la soberanía del consumidor, del ciudadano que con su dinero vota para que la sociedad produzca más de unas cosas y menos de otras.

  • Paradojas del capital

Si se desea que el mercado procure a la sociedad no sólo la mayor parte de los bienes y los servicios, sino también que satisfaga sus necesidades básicas, aquellas sin las que la ciudadanía no podría ejercer sus derechos fundamentales, y no digamos ya los de tipo social o económico, habrá que imponerle ciertas normas de funcionamiento con el objeto de que garantice un mínimo acceso universal a determinados bienes considerados indispensables. Pero afirmar esto supone un sacrilegio, una blasfemia contra el sancta santorum de la nueva economía, porque obligar o forzar o reconducir, digamos, regular, la economía libre de mercado para que todos puedan acceder, aunque sólo sea pagando, a un mínimo vital indispensable para disfrutar de derechos reconocidos constitucionalmente, supone torcer la eficiencia del sistema, hacer que la rentabilidad del dinero o del capital no sea óptima, que una serie de bienes no indispensables incrementen su precio, a pesar de ser muy valorados por los ricos, en suma, que la libertad de consumir y de gastar sin cortapisas quede de alguna manera coartada por un poder extraeconómico que hace explícitos valores y objetivos sociales gracias a su poder de regular democráticamente los mercados.

Es cierto que la actual economía produce de forma muy eficiente para compensar al máximo al capital, y que progresivamente mayor número de bienes reducen su precio relativo, en relación con el poder adquisitivo, provocando que numerosas personas incrementen su nivel de vida y bienestar. Pero la acelerada introducción de mejoras tecnológicas que optimizan la producción, con cada vez menor cantidad de trabajadores, y la minimización de costes laborales por despidos o precariedad en las condiciones de trabajo, no sólo está provocando el abaratamiento relativo de las mercancías, sino también que paulatinamente mayor número de personas deba reducir su consumo por no disfrutar de renta suficiente. Estamos creando un universo material de bienes fabricados con suma eficiencia, para una sociedad donde cada vez existen más pobres que sufren descensos tan rápidos de su poder adquisitivo, que no pueden ser compensados por el progresivo abaratamiento de costes relativos de las cosas que necesitan para vivir. Es decir, el capital no está incrementando sus beneficios por conseguir vender más cosas, sino por minimizar costes, sobre todo laborales, en una sociedad en la que cada vez más población está quedando excluida del mercado[22] y por tanto, de las decisiones sobre qué producir y sobre cómo disfrutar de aquellos derechos y servicios sociales que se habían logrado a costa de tantas revoluciones y luchas por parte de los marginados y los desfavorecidos[23].

  • La virtud y el Vellocino

Pero volvamos al principio. Eficiencia: “satisfacer un objetivo con la menor cantidad de recursos”. Si los objetivos sociales sólo se hacen explícitos por la disposición a pagar, entonces el afán de poder de los ciudadanos, el anhelo de que sus opiniones, valores o ideas se pongan en práctica, se concretará en conseguir dinero lo más rápidamente posible, es decir, los votos con los que influir en la marcha del mercado, la única instancia que ofrece bienes y satisface deseos. Cuantos menos recursos emplee el mercado o la economía para alcanzar ese objetivo, más se acercará ésta y el Estado a la anhelada eficiencia.

Por ello, el concepto de eficiencia, tal y como se ha ido conformando en el mercado capitalista, posee una insoslayable componente política e ideológica, porque la eficiencia que el sistema promete, y busca afanosamente, es la del capital, que podría definirse como la capacidad que el mercado tiene de remunerar al máximo los deseos de aquellos que, por poseer mayor número de votos, mayor demanda ejercen y más capacidad de decisión tienen sobre lo que se produce, sobre qué técnicas se van a emplear y cómo se va a repartir el excedente o el beneficio económico.

Ahora no quisiera convencerles, si no lo estaban ya, de lo inapropiado de los mercados libres para alcanzar objetivos sociales construidos sobre los cimientos de la igualdad o de la libertad. Pero si en un punto de la historia hemos creído interesante utilizar el dinero, y en otro construir mercados libres en sociedades capitalistas, y hemos venido justificando tales creaciones porque así, de este modo, las decisiones se facilitaban con el fin de satisfacer unos objetivos plurales y diversamente distribuidos entre la ciudadanía, al final, la única prueba que puede justificar estas sucesivas creaciones históricas debería fundarse en si ellas están sirviendo realmente para avanzar en la satisfacción de los derechos humanos, sociales y económicos, no para una minoría acaudalada, sino para el conjunto de la sociedad. Los hechos demuestran que el sistema económico capitalista ha resultado, históricamente, el más ineficaz para satisfacer las necesidades de todos, las más básicas, las indispensables para ejercer los derechos humanos que paradójicamente fundaron la justificación de la técnica del mercado libre como su más perfecto logro. En suma, que esta técnica de distribuir bienestar, también por los datos del momento histórico presente (PNUD, 2000), se ha convertido en la más ineficiente para alcanzar una vida digna: esta travesía histórica en pos del vellocino de oro, más que la virtud como destino, nos desvela la injusticia como vivencia diaria.

Llegamos así a una conclusión interesante, que la prueba de la eficiencia no sirve para confirmar que se ha acertado en vincular mercados capitalistas con derechos, y que las tecnologías y los modos de producción existentes, por procurarle al dinero y al capital la máxima rentabilidad, no son las mejores para satisfacer con la máxima eficiencia los derechos de las personas. En suma, que eso indefinible en lo que consiste una sociedad justa, se podría delimitar no tanto por lo que entraría en su definición, sino por lo que de hecho debería quedar al margen, entre otras cosas, el concepto de eficiencia fraguado al socaire de los mercados libres capitalistas.

  1. El mito de la eficiencia

Una comunidad política no debería preguntarse, tan sólo, con qué instrumentos va a intentar satisfacer sus objetivos sociales, sino también si estas herramientas se están mostrando favorables al cumplimiento de esos mismos principios y derechos que se desean garantizar. En síntesis, que se empleen las técnicas más eficientes para transformar en objetivos sociales los recursos necesarios.

Si no se quiere renunciar a la institución del dinero y de los mercados -lo cual parece, en principio, tan legítimo como expresarse en su contra-, de alguna forma la sociedad debe ser capaz de introducir en su funcionamiento ciertas normas que ayuden a conseguir resultados valiosos. Estas regulaciones provocarán, en muchos casos, el incremento de precio de algunos bienes, pero la eficiencia de esas alteraciones de la libertad de los mercados no habrá que valorarla únicamente por tales encarecimientos, sino también por el logro de los objetivos sociales que de otra forma no se habrían podido satisfacer. La eficiencia de esa regulación o de las nuevas técnicas que se apliquen, se debería evaluar en esa dualidad, ya que no se deben permitir desorbitados incrementos de precios en determinados bienes sin que estén plenamente justificados en grandes logros sociales, o emplear técnicas que en comparación con otras posean mayores impactos negativos para iguales beneficios sociales. La racionalidad, tal y como la definíamos en otro lugar, también se impone en estas decisiones.

Deberían carecer de sentido, en esta nueva dinámica, enunciados genéricos del tipo: la protección ambiental es muy cara; la estética encarece demasiado el proyecto; o los servicios sociales universales hacen ineficiente la economía de un país. Si la sociedad desea llevar a la práctica determinados valores y objetivos sociales o ambientales, parece absurdo deslegitimarlos porque cuestan. Todo cuesta, incluso tener ciudades feas y ambientes degradados, si lo que se desea es vivir en un entorno agradable y sano. Resultaría más apropiado preguntarse lo siguiente: ¿a quién beneficia, en realidad, que los derechos y los servicios públicos no se apliquen universalmente? A la población no, por supuesto. O también la siguiente pregunta: ¿cómo decidir, ante varias maneras de alcanzar unos mismos objetivos, cuál resulta más cara o menos justa, y por tanto, desechable? Pero jamás cuestionar el logro de unos derechos y de llevar a la práctica una interpretación de la igualdad o de la libertad, sólo porque determinados colectivos a los que dichos objetivos no benefician directamente consideren que por esa razón tales políticas resultan ineficientes, es decir, más caras para ellos, más baratas para el resto.

Es en este entorno o marco de referencia donde se inserta habitualmente el concepto de eficiencia como un valor en sí, y donde manifiesta su vocación universalista por convertirse en un principio con el que evaluar el correcto o perfecto funcionamiento de la sociedad como un todo; no sólo en la economía, en los intercambios o en los procesos productivos, sino también en cualquier otra decisión de la vida política. Tal aporía, consistente en autorreferir todo valor o virtud al marco reductor de la máxima reproducción de riqueza o de poder –definición que la eficiencia adopta en la sociedad capitalista y liberal- se mantiene y replica gracias al mito del dinero y a la ilusión de que sus algoritmos sean capaces de doblegar la pluralidad de morales y opciones vitales de los individuos en una sociedad democrática[24].

Por estas razones, únicamente se podría asumir la idea de alcanzar una sociedad eficiente –como pretende el capitalismo, con las connotaciones propias del utilitarismo y su cálculo del bienestar-, cuando se diera efectivamente una “armonía social de intereses” expresable por el valor abstracto de un número, y conseguida, ya sea, por esa “mano invisible” incapaz de destilar todos los conflictos en el alambique del mercado; ya por la creación política de un “interés general” difícilmente reducible a una fórmula lógica y consecuente con los principios básicos de racionalidad[25]. Al margen de estos presupuestos, más teóricos que prácticos, calificar de eficiente un sistema tan complejo como el social o el político, carece de sentido y sólo beneficia a aquellos colectivos agraciados y legitimados por tan falsa pretensión.

  1. Regreso a los principios

Sería absurdo que tratáramos de enfrentar o de negar la validez de la ciencia o de la razón instrumental, en sí mismas instancias profundamente humanas de conocimiento y comprensión de todo lo que nos rodea, de acceso al mundo y a la naturaleza. Más bien se trataría de sumarnos a la crítica que históricamente se ha venido desarrollando contra la tecnología y los tecnócratas, como únicos patrones de decisión sobre lo que es real y sobre lo que queremos ser como seres humanos y como sociedad. No se critica tanto el conocimiento científico, como en qué instancias se decide lo que se investiga y cómo y dónde se aplican las técnicas así desarrolladas. No se trataría de negar, como diría Walter Benjamin, “el potencial emancipatorio de la tecnología moderna”, sino de enfrentarse al dominio social que se fragua cuando la técnica se pone al servicio del dinero y cuando las decisiones públicas las dirimen sólo los tecnócratas, desvelado así el moderno carácter totalitario del binomio técnica-mercado.

Tampoco se pretende la luna, antaño símbolo de lo inalcanzable, ni que por desear las manzanas del alcalde nos envíen al cuarto oscuro por irracionales; no está mal que en la ficción matemática nos conviertan en hormigas, pero si las fórmulas demuestran que en línea recta se alcanza mejor el estiércol que, por favor, no nos lo tengamos que quedar todo; que si a los monos se les engaña con cacahuetes para forzarles a llevar corbatas, que no sean los ricos los únicos que se diviertan en el circo; en resumen, que cuando la esfinge nos pregunte en la encrucijada qué hiciste con tu libertad no le tengamos que responder que nos la enajenaron los dueños de la técnica y del capital, los intérpretes de la eficiencia[26].

Carece de sentido buscar la eficiencia de toda la sociedad como si ésta fuera un organismo homogéneo y sin fisuras; ni siquiera tendría sentido pretender la óptima asignación de recursos con el fin de garantizar la máxima felicidad, mucho menos cuando la definición de bienestar posee tan reductoras connotaciones crematísticas, y cuando las técnicas empleadas para ello sirven, en esencia, para justificar la pobreza, la exclusión y la marginación. La pluralidad necesaria a una sociedad abierta y democrática precisa más del diálogo y de la cooperación para encontrar la senda “buena” o “razonable”, que de esta parcial y sumisa noción de la eficiencia, circunscrita, como ya sabemos, a la pura utilidad del capital, del dinero y del poder. Lo eficiente resulta un adjetivo útil, únicamente, para calificar procesos o actividades productivas simples, donde los objetivos resultan claros, explícitos, precisos y armoniosos; pero se presta poco y mal para calificar, ni la dignidad humana, ni las aspiraciones de una sociedad que se considera libre. La sublimación de esta forma fatal de concebir la eficiencia, irrogada de los atributos de la virtud y de la bondad, aboca a cada ser humano a tener que arrojar sus aspiraciones, y sus verdaderos deseos vitales, en la pira de la acumulación social de riqueza crematística, a convertirse él mismo en un peón eficiente al servicio de la eficiencia total del sistema, de esa maquinaria social de la que todos, desgraciadamente, formamos parte, y de la que a toda costa hemos de liberarnos.

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Agradecimientos: destaco la colaboración y el apoyo de Martín Alonso, Elena Ribera y Adolfo Rodríguez, cuyas sugerencias y comentarios a los sucesivos borradores de este trabajo han resultado, en verdad, muy estimulantes. Los errores, por supuesto, corren de cuenta del autor.

[1] Lucrecio (1983), en el siglo I a.C., ya nos anticipó unas breves nociones sobre el progreso y el papel de la técnica en el logro de la excelencia o de la perfección: “El tiempo de este modo poco a poco / trae los descubrimientos de las cosas, / y la industria adelanta sus progresos; / pues vemos que el ingenio perfecciona / las artes sin cesar unas con otras, / hasta que logran perfección cumplida”.

[2] El mito del polvo convertido en hombre por la obra creadora de Dios se inspiró también en el trabajo del alfarero con el barro, y a través de la teoría hilemórfica (Aristóteles, 1998) ha influido tanto en la política, entendida como transformación de la masa del pueblo en comunidad de destino, como en la estética, esa capacidad para dotar de arte y de belleza a las simples cosas. Esta prolífica y fértil metáfora serviría también de sustento conceptual para erigir y comprender la teoría económica del valor de las mercancías producidas industrialmente.

[3] Según H. Arendt (1993), cuando el ser humano trasciende la necesidad y se dedica a tareas que van más allá de procurarse sus mínimos imperativos vitales, nos situamos en este mundo tan sutil del facere y de la eficiencia. Sin embargo, cuando el esfuerzo se aplica a satisfacer sólo nuestras necesidades vitales, entramos en los dominios del laborare, una actividad ingrata que como el facere, resultaba impropia de ciudadanos, dejada históricamente al cuidado de siervos y esclavos, y por tanto, poco valorada en el mundo de hombres-ciudadanos donde vivió Aristóteles. El concepto de eficiencia (máxima productividad o rendimiento), propio del facere o del trabajo manual o fabril, al aplicarse erróneamente tanto a la labor (laborare) y a su trabajo reproductor de los ciclos biológicos y naturales, como al campo de la política y de la acción con el fin de alcanzar la justicia o el bien; corrompe su uso y provoca, como luego se verá, la asimilación del entorno natural y del entorno político a simples mercancías y valores de uso: “El tema en juego no es, claro está, la instrumentalidad como tal, el uso de medios para lograr un fin, sino la generalización de la experiencia de fabricación en la que se establece la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres” (Arendt, 1993).

[4] Encontramos apropiado también, para desvelar el trasfondo ético que da sentido a la eficiencia, el concepto de vida digna (Etxeberría, 1998), o de dignidad inherente a toda persona humana, en el sentido de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se trataría, por tanto, de encontrar el procedimiento o las técnicas capaces de alcanzar la vida digna con eficiencia. Es la dignidad de los fines lo que convierte en dignas las herramientas. Lo contrario resulta absurdo, a menos que se pretenda ocultar, tras el relumbre de la técnica y de su prosopopeya, los más espurios objetivos sociales con el reclamo del progreso y del interés general.

[5] “El no haber ocultado, sino proclamado a los cuatro vientos, la imposibilidad de ofrecer desde la razón un argumento de principio contra el asesinato, ha encendido el odio con el que justamente los progresistas persiguen aún hoy a Sade y a Nietzsche” (Horkheimer y Adorno, 1994).

[6] “Todo lo puede el dinero: las peñas quebranta, los ríos pasa en seco; no hay lugar tan alto que un asno cargado de oro no le suba” (Fernando de Rojas, 2000)

[7] La especial habilidad para ejecutar una tarea puede ser una definición convencional y directa del término técnica. Cualquier esfuerzo premeditado en pos de un objetivo y más allá del instinto, también. Aunque la más exacta caracterización de la técnica, tal y como se ha configurado históricamente, exige precisar que no cualquier técnica nos vale o es relevante en nuestro anhelo de buscar el proceso o habilidad más eficiente. Aquello que llamamos progreso o desarrollo tecnológico exige de la técnica el logro de la eficiencia o la máxima productividad, convertirla en una actividad o en un “esfuerzo para ahorrar el esfuerzo” (Ortega, 1997).

[8] Según Pareto (1980) y otros teóricos del análisis marginalista, dada una distribución inicial de recursos en el seno de la sociedad, el mercado libre capitalista encaminará el bienestar hacia un punto de equilibrio (considerado el más beneficioso para todos los participantes en los intercambios), en el cual será imposible encontrar perdedores brutos de utilidad, felicidad o bienestar (respecto a la situación original o de partida). Pareto intentó confeccionar una definición de óptimo social y económico que no tuviera que recurrir a comparaciones intersubjetivas de bienestar (neutralidad moral). Por esta razón, creó un criterio de bienestar que evitara comparar estados sociales en los que alguno de los ciudadanos tuviera que perder en el trayecto. Su senda de evolución o progreso social hacia la asignación óptima de recursos productivos, identificada con la técnica del mercado libre capitalista, la definió según una ruta cuyas sucesivas etapas estarían formadas por paulatinos estados sociales sin perdedores absolutos (pero sí relativos, por incremento de las desigualdades de renta). Por ello, se dice que un estado social es mejor que otro, en el sentido de Pareto, si no se producen perdedores durante el cambio. Su concepto de la eficiencia evita consideraciones éticas ajenas al utilitarismo; en suma, su objetivo consiste en obtener “la mayor felicidad para más gente”. Sin embargo, este enfoque teórico acerca de la bondad y de la eficiencia del mercado libre, podría haber sido también útil para estudiar la capacidad del capitalismo para alcanzar un determinado estado social considerado, a priori, valioso o justo por la sociedad. Es decir, cómo alterar la dotación inicial de recursos y de rentas en la sociedad para que dejada ésta al automatismo del mercado y su mano invisible, evolucionara hacia un equilibrio previamente decidido por su bondad o virtud. Esta interpretación “revolucionaria” del teorema de Pareto, exigiría, como dice A.K. Sen (1997), una “reasignación total de las relaciones de propiedad de cualquier sistema de relaciones que hayamos heredado históricamente”. El hecho de que esta opción de lograr justicia de forma eficiente, utilizando la técnica del mercado libre capitalista, sólo haya tenido aplicación, muy parcial y sesgada, en las social-democracias y su economía del bienestar, demuestra a las claras que los trabajos teóricos de Pareto, que sirvieron para justificar técnicamente la existencia real de mercados libres, sólo aspiraban a consolidar “científicamente” la riqueza y las desigualdades heredadas de la historia.

[9] Puede consultarse, a modo de síntesis de estos problemas del mercado libre para alcanzar la eficiencia, y no digamos la equidad o la justicia, Luis de Sebastián (2000) y F. Ovejero (1994).

[10] Esta perversión de la eficiencia por el utilitarismo se aprecia, por ejemplo, en ciertas decisiones médicas, adoptadas en algunos hospitales públicos españoles, de excluir de ciertos tratamientos a sectores de población que, por sus especiales circunstancias socioeconómicas, no transformarían tan exitosamente en salud los costes médicos de ciertas intervenciones. Por tanto, puestos a elegir, la lógica utilitaria empuja, a los médicos, a seleccionar a aquellas personas que objetivamente van a rentabilizar mejor el dinero público de la sanidad. Como estos colectivos agraciados con tales decisiones, son precisamente los que poseen mayor nivel de renta, ya que estas personas están más capacitadas para comprender y acometer los cuidados posteriores a la intervención, así como para soportar los costes onerosos del postratamiento, nos encontramos con la paradoja de que el dinero público se acabaría utilizando para ampliar las desigualdades y restar oportunidades a las rentas más bajas (Puyol, 2000). Resultaría aconsejable ampliar el concepto utilitario de la eficiencia, y por tanto, definir mejor lo que es la salud, contemplando variables difícilmente cuantificables por el estricto cálculo utilitarista de la eficiencia, y sobre todo, considerando, en los procesos de decisión sobre cómo gastar el dinero público, un amplio abanico de objetivos sociales, entre los que estaría el de la igualdad, de los que también depende la salud, ya sea por incidir en la prevención o en el éxito de los tratamientos una vez acaecida la enfermedad.

[11] En este punto, la ética utilitarista resulta ser un aliado inestimable del capitalista. El utilitarismo es una ética de tipo consecuencialista –opuesta a las éticas de tipo normativo o deontológicas-, que analiza las acciones no por sus motivaciones o intenciones, sino por sus reales consecuencias, sean estas deseadas o no por el agente moral. Esta ética salva y aquieta la conciencia del egoísta o del malicioso si cree que sus actos, guiados por el afán de lucro, provocan también consecuencias útiles y beneficiosas en el resto de la sociedad. Pero a pesar de Pareto y su teoría de la neutralidad moral del mercado libre (Pareto, 1980), la marginación y la pobreza se acrecientan, poseen una existencia verdadera que progresivamente se agrava por la acción del capital creando su cohorte de perdedores, lo cual testifica la ficción samaritana de esa “mano invisible” moral cuando pretende transmutar, automáticamente, las espurias motivaciones en benéficas y virtuosas consecuencias; en suma, su incapacidad para declarar fuera de culpa moral a los ganadores. En esta sociedad globalizada, en la que cada vez resulta más difícil dilucidar la cadena causal que une el bienestar de unos pocos con el mal de muchos, recobrar el concepto de culpa metafísica, de Karl Jaspers, resulta conveniente para poner un signo de duda en nuestras acciones supuestamente inocentes. Cuando la responsabilidad se diluye “la conciencia moral queda sin objeto, pues en lugar de la responsabilidad del individuo por sí mismo y por los suyos entra, aunque sea bajo la vieja etiqueta moral, su rendimiento a favor del aparato”(Horkheimer y Adorno, 1994); en suma, su contribución a la eficiencia total del sistema torna virtuosa su moral depredadora. En La caverna de Saramago (2000), el jefe del almacén afirma no ser una persona buena, sino práctica. La perversión del utilitarismo se advierte cuando interpreta el comportamiento para ser prácticos o eficientes como una virtud moral y se acepta que “tal vez la bondad también sea una cuestión práctica”.

[12] Alberich, el rey de los Nibelungos, maldice a todos los poseedores de oro, extraído con tanto dolor, por esta raza de mineros-proletarios, desde las profundidades de su reino subterráneo. Tras serle arrebatado por los dioses, exclamará contra todo aquel que lo posea: “¡maldito sea este anillo! / ¡Si su oro me dio poder sin medida, / traiga ahora su magia muerte a quien lo lleve! / ¡Nadie feliz debe alegrarse de él, / a ningún afortunado ría su luminoso fulgor! / ¡A quien lo posea devórele la inquietud, y a quien no lo tenga corróale la envidia! / ¡Cada uno codicie su propiedad, pero nadie lo disfrute con provecho!”. De la IV escena de El Oro del Rin (Wagner, 1986).

[13] Comienza Octavio Paz (2000) su obra, El laberinto de la soledad, citando a A. Machado para confinar, en la fórmula del laberinto de soledad, la obsesión de la metafísica europea por el yo pensante, por el sujeto del conocimiento, su dificultad para salir de ese yo y abarcar al otro, ese “hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes”; perplejidad equiparable a la de la economía ante todo aquello que no sea homo oeconomicus.

[14] Me tomo la libertad de utilizar el título del famoso y apasionante libro de Arsuaga y Martínez (1998), en el que se da cumplida cuenta del tránsito evolutivo de la humanidad desde sus más oscuros orígenes hasta el fúlgido estado presente, para unos, antecámara del Edén, para los más, viático del Apocalipsis.

[15] A mediados del siglo pasado Samuelson (1952) y otros economistas integraron las ecuaciones conducentes al equilibrio en una economía de libre mercado, teórica, con el objeto de hacer máximas las correspondientes funciones de utilidad de sus participantes. Son estos resultados, esbozados sólo a nivel ideológico y profético por Adam Smith y la escuela utilitarista, los que se están utilizando, en la actualidad, como justificación “científica” de las bondades y eficiencias del sistema capitalista.

[16] Para una exposición más detallada de esta teoría puede consultarse Friedman y Friedman (1980). Confirmando esta opinión tan extendida que aúna tan indisolublemente democracia con libre mercado y capitalismo, en el manual de economía de Samuelson (1996) puede leerse, “el consumidor es, por así decirlo, el rey (…) Cada consumidor es un elector que utiliza su voto para conseguir que se hagan las cosas que él quiere”, y continúa Milton Friedman (1966), “la gran ventaja del mercado es (…) que permite la diversidad. Dicho en términos políticos, es un sistema de representación proporcional. Es como si cada hombre pudiera votar por el color de la corbata que quiere y obtenerla; no tiene que ver cuál es el color que la mayoría prefiere y, si está en minoría, aceptarlo”. En suma, y según estos padres fundadores del neoliberalismo, libre mercado y democracia son una misma cosa, y si de eficiencia se trata, por qué mantener dos parlamentos cuando con el sistema proporcional del dinero bastaría para manifestar y satisfacer las necesidades. A similar conclusión llegan también los trabajos de Nozick (1988), cuando declara que el mercado es el mecanismo más adecuado para dar cumplimiento tanto al ejercicio de la libertad como proceso (bajo la égida liberal de considerar la libertad como autonomía de las decisiones y como inmunidad frente a la intrusión), como al derecho de propiedad.

[17] Dworkin (1985) resume el funcionamiento del mercado libre del siguiente modo: “la maximización de riqueza, tal como se define, se consigue cuando los bienes y otros recursos están en las manos de quienes los valoran más, y alguien valora más un bien sólo si al mismo tiempo desea y es capaz de pagar más en dinero por tenerlo (…). La sociedad maximiza su riqueza cuando todos los recursos de aquella sociedad están distribuidos de tal manera que la suma de todas las valoraciones individuales es tan alta como sea posible” (En Hierro, 1994). La riqueza se convierte así, por obra del sistema capitalista, en un objetivo valioso por sí mismo. Sin embargo, añade también Dworkin, “el hecho de que los bienes estén en manos de los que pagarían más por tenerlos”, resulta de todo punto “irrelevante moralmente” para el capitalismo, lo cual descalifica la pretensión de sus moralistas por erigir su eficiencia en la producción de riqueza, en baremo de virtud o de justicia.

[18] Schumpeter (1968) llegó a definir la democracia como un simple sistema de cooptación mercantil del voto de los ciudadanos, es decir, como “aquel sistema institucional en que para alcanzar las decisiones políticas, los individuos (que de hecho las adoptan por todos) adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de (…) libre competencia entre los pretendientes al caudillaje por el voto del pueblo”.

[19] Como afirma A.K. Sen (1997), “si se juzga la libertad por nuestra capacidad para vivir del modo en que uno elegiría, entonces el espacio de los bienes no es el espacio adecuado para la valoración de la libertad (…). Es más sensible juzgar la libertad como oportunidad en términos de capacidad para conseguir resultados valiosos que simplemente por la posesión de bienes”.

[20] Si alguien duda de esto puede acercarse a observar lo que sucede en la India o en El Salvador, o en tantos países donde sus élites económicas consumen multitud de productos suntuosos y conviven al lado de multitudes que no pueden acceder al consumo mínimo de alimentos necesarios para sobrevivir con cierta dignidad, ya sea porque su precio es muy elevado en comparación con su renta, ya porque las mejores tierras se dedican al cultivo de productos para la exportación, actividad más rentable que producir para pobres.

[21] El mundo, a pesar de la Ilustración y el triunfo de la razón, sigue “encantado”, y no son ni los dioses, ni la jerga escolástica los autores de esta incomprensión, sino la tecnología, algo tan opaco y misterioso como los velos del pasado, convertida en la última instancia legitimadora de los Estados modernos y de su afán por la producción material. No de otro modo cabe interpretar el hecho de “que si algo hoy puede todavía llevar alguna carga de blasfemia, es el ultraje a la tecnología” (Sánchez Ferlosio, 1986). Quizás no fuera baladí recuperar el discurso luddita, su crítica acerba no tanto a la técnica, sino a su utilización como forma de dominación; no al conocimiento científico y tecnológico, cuanto a los procesos de decisión antidemocráticos en los que se funda (Noble, 2000).

[22] Decía T. Hobbes (1996) en Leviatán que “el Valor de un hombre es, como en todos los demás casos, su Precio; es decir, tanto como se ofrecería por el uso de su Poder; y por lo tanto no es absoluto, sino algo que depende de la necesidad y del juicio de otro (…). Y como en otros casos, también entre los hombres, no es el vendedor sino el comprador quien establece el Precio”. Por ello, los disidentes económicos, los nuevos parias, son aquellas personas valoradas con un precio tan bajo e insignificante, que nadie repara en su posible utilidad social, por no servir su actividad para nada importante, según las coordenadas que marca el mercado libre a través de su demanda agregada de bienes y servicios. Como afirma R. Zimmerling (1995), “la marginación o expulsión de algunas personas del mercado es primordialmente una consecuencia de su incapacidad de producir algo que permita conseguir el ingreso necesario para poder convertirse en consumidores efectivos (…): desde el punto de vista moral, creo que no puede haber dudas que es totalmente inaceptable que la supervivencia de una persona dependa de las preferencias más o menos caprichosas de sus congéneres”.

[23] Al respecto, Esquilo (2000) nos dice: “No es baluarte bastante la riqueza / a evitar la ruina / para quien, en su hartazgo / el gran altar de la Justicia ha hollado”.

[24] Como dirían Horkheimer y Adorno (1994), incidiendo en la raíz de esta ficción, “la equiparación mitologizante de las ideas con los números en los últimos escritos de Platón expresa el anhelo de toda desmitologización: el número se convirtió en el canon de la Ilustración. Y las mismas equiparaciones dominan la justicia burguesa y el intercambio de mercancías. (…) La sociedad burguesa se halla dominada por lo equivalente. Ella hace comparable lo heterogéneo reduciéndolo a grandezas abstractas. Todo lo que no se agota en números, en definitiva en el uno, se convierte para la Ilustración en apariencia”.

[25] “No hay tal bien común, unívocamente determinado, en el que todo el mundo pueda estar de acuerdo o pueda hacérsele estar de acuerdo en virtud de una argumentación racional (…) Para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes (…) que no podrán reconciliarse mediante una argumentación racional, porque los valores últimos –nuestras concepciones de lo que deben ser la vida y la sociedad– están más allá de la categoría de la mera lógica” (Schumpeter, 1968). En la misma dirección, Arrow (1974) y A.K. Sen (1976), insistieron en la imposibilidad de encontrar un procedimiento racional y coherente de alcanzar decisiones comunes para confeccionar el interés general. Es decir, ni el mercado, ni las votaciones, ni las dictaduras cumplen unas mínimas condiciones de coherencia lógica y de racionalidad. Aunque quizás la formación de la actual sociedad de masas y la reducción de los intereses y de las preferencias de los ciudadanos a un único canon, incitado por los grandes monopolios de la cultura, de la propaganda, de la publicidad y de las diversiones, estén ya creando esa armonía de intereses con principios y herramientas tan poco democráticos.

[26] En síntesis, el entorno epistemológico usado por la época moderna para aprehender el concepto de eficiencia posee las siguientes características: “su instrumentalización del mundo, su confianza en los útiles y en la productividad del fabricante de objetos artificiales; su confianza en la total categoría de los medios y [de los] fin[es], su convicción de que cualquier problema puede resolverse y de que toda motivación humana puede reducirse al principio de utilidad; su soberanía, que considera como material lo dado y cree que la naturaleza es ‘un inmenso tejido del que podemos cortar lo que deseemos para recoserlo a nuestro gusto’ (H. Bergson); su ecuación de inteligencia con ingeniosidad, es decir, su desprecio por todo pensamiento que no se pueda considerar como ‘el primer paso hacia la fabricación de objetos artificiales, en particular de útiles para fabricar útiles, y para variar su fabricación indefinidamente’ (H. Bergson); por último, su lógica identificación de la fabricación con la acción (política)” (Arendt, 1993).
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En torno a la eficiencia by Juan Manuel Ruiz García is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

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