En las religiones fundadas en libros sagrados, la ética se hace exégesis, patrimonio de los intérpretes de la palabra. Las tres grandes religiones monoteístas que aún se reparten el dominio del mundo basan su carácter original en la sintaxis única y verdadera de la palabra de Dios recogida en sus libros, orden y ley del cosmos y de sus creyentes. Sin embargo, la heterodoxia, muchas veces entreverada de matices eclécticos y de sano sincretismo ha sido lugar común a todas ellas. La historia del judaísmo, del cristianismo y del islamismo se podría resumir en la de sus sectas y sus contrapuestos modos de interpretar el mundo a través de la lectura de sus respectivos textos sagrados. Todas poseen sus corrientes fundamentalistas, sus integrismos basados en la pretendida interpretación literal de la letra impresa por la mano de Dios. Y también otros flujos y remansos menos fieles al texto, interpretaciones alegóricas, sediciosas, poéticas, historicistas, liberales, etc.
Se ha clasificado a las poblaciones del mundo según la fe que las personas dicen profesar, por su pertenencia a una u otra secta, y se han elaborado prolijas estadísticas sobre los porcentajes de población que de cada corriente religiosa existen en cada fragmento de territorio. Un mapa ético similar al que se confeccionó a finales del siglo XIX usando las lenguas como elemento de distinción y de clasificación. A las confrontaciones étnicas basadas en las lenguas se le añaden las éticas amparadas en las adscripciones religiosas, dos capas de información superpuestas que la estadística y el genio clasificador y racional del científico social ofrece al patrimonio sentimental del fanático, el asesino o el terrorista.
El peligro de estas clasificaciones superficiales y parciales resulta obvio y claro a la vista de la historia de los últimos cien años. Para enfrentar y desarmar la esencia virulenta y polarizante de estas clasificaciones se ha aplicado casi siempre el bisturí analítico sobre los propios grupos previamente clasificados, criticándose tanto su pretendida homogeneidad, como la existencia real de fronteras impermeables a otros grupos. Pero casi nunca se ha analizado al clasificador, a ese estadístico racional que con método y aplicación científicos clasifica, define y divide a la humanidad en grupos y que con gran beatitud se coloca a sí mismo y a los suyos en posición de angelical neutralidad.
Como acabamos de afirmar, la variedad de comportamientos individuales en el seno de cada secta resulta enorme. Porque asociado con elevadas dosis de autoengaño y de incoherencia, se da la aceptada hipocresía, lo que convierte a la religión de muchos “creyentes” en un mero contexto cultural y social donde poder desplegar su voluntad individual. Resulta, por tanto, muy complejo, si no imposible, establecer un vínculo claro y racional entre la ética pragmática de cada individuo y las palabras sagradas que afirman cumplir. Tan sólo en grupos muy cerrados y reducidos de acólitos que realizan una lectura de corte fundamentalista y totalitario ese vínculo sintáctico de su ética religiosa con su comportamiento social resulta evidente. Por ello, el peligro para la paz no procede únicamente de esas sectas integristas nacidas del seno de las grandes religiones monoteístas, sino también de cierto sectarismo que confunde la universal diversidad del género humano con el universalismo de su racionalidad analítica y clasificadora. Comprobamos cómo ciertos politólogos aceptan el voto de unas elecciones o la religión del carné para asignar éticas y comportamientos que ellos también dedujeron de concretas lecturas literales de los correspondientes libros sagrados de sus creyentes. A cada persona se la integra en un grupo, y al conjunto de su población se la dota de propiedades humanas simples y de contornos claros: todos los chiíes, por ejemplo, son iguales, todos habrían leído e interpretado del mismo modo los textos sagrados, habrían recibido similar adoctrinamiento en la yihad o guerra santa de la que hablan varias azoras de El Corán, y asumido necesariamente, como parte consustancial de su carácter y actitud ética, la confrontación violenta con los otros. Y lo que resulta nefasto para la paz y el diálogo, mientras aquél se siga considerando nominalmente musulmán el verdadero demócrata que a sí mismo se ve como un ángel racional, considerará el diálogo imposible con aquel al que considera no un semejante sino un guerrero de Alá contra la razón.
Tanto como el integrismo religioso, este fundamentalismo ilustrado ofende a la universal capacidad humana para dialogar, e impide el debate y la negociación política con, por ejemplo, ese creyente que sólo muy lejana y confusamente oyó alguna vez hablar al imán de su pueblo de la yihad, y que vive muy tranquilamente con su familia plantando nabos en la Kabiria para venderlos en un mercado universal y globalizado que le somete y le explota con tanta impunidad como al resto de los de su clase; o con todos aquellos que reinterpretan críticamente las lecturas sagradas adaptándolas a éticas humanistas más cercanas al universalismo de la razón o al pluralismo ético que al rigorismo del ulema: todos ellos, sin embargo, excluidos de la comunidad política democrática mientras no abjuren de un credo que es el clasificador ilustrado el que se lo ha impuesto al interpretar, de modo también fundamentalista, ese texto sagrado que quizás el propio creyente clasificado jamás llegó a leer o a asumir de modo tan literal y ortodoxo.
El fundamentalista ilustrado clasifica a la gente por la lengua que alguna vez dijeron hablar, a pesar del plurilingüismo; por la religión que alguna vez dijeron profesar, a pesar de la diversidad de interpretaciones y de comportamientos individuales; empiezan a clasificar por aquello que alguna vez votaron, confeccionando mapas que dividen los territorios étnica o éticamente entre nacionalistas o constitucionalistas; y pronto empezaremos a habituarnos a contemplar clasificaciones basadas en el desodorante, la marca de las zapatillas o el color de la bolsa de la basura utilizada. Señalaremos al que llamamos cristiano porque en su nombre los papas asesinaron, y también a los que miramos como musulmanes por el latiguillo de la guerra santa, a los judíos porque mataron a Jesús y se llaman los elegidos, y a los que votan nacional porque Sabino dijo chorradas sobre los maquetos, o porque José Antonio nos dotó de valores universales. Utilizando con extremo sectarismo el silogismo lógico de “que todos los hombres mueren y como Sócrates es un hombre, Sócrates también debe morir”, el fundamentalista ilustrado acaba por defender apotegmas éticos del tipo, “porque los terroristas asesinan en defensa de El Corán, todo musulmán esconde un muyahidín”.
Esta transferencia de sentido y de personalidad recrudece los conflictos, exacerba la polarización e impide la solución política y dialogada de las diferencias. Nos enfrentamos no sólo a sectas divinales, sino también a personas que de una lectura académica de un texto sagrado deducen una ética común a todos los individuos previamente englobados en un grupo, y que los dota de unos estigmas que los excluye de la democracia mientras no apostaten abiertamente de su credo o de su pertenencia a una determinada religión. Esta transferencia de significado desde la palabra sagrada interpretada literalmente por el politólogo, hacia el sentido ético y político ínsito en cada individuo, establece una barrera infranqueable que colocan ciertos académicos ilustrados contra todos los grupos que de manera explícita no se suman a su ética universal desapasionada y fundada en la razón. Este universalismo perverso de las clasificaciones frívolas se convierte así en el reverso necesario de la moneda de los conflictos que hoy nos aquejan. Por un lado, los integristas religiosos o de signo nacional, por el otro, los fundamentalistas ilustrados, y en medio la mayor parte de la humanidad con sus éticas individuales fragmentarias, relativas, hipócritas, de supervivientes entre cañones que no necesitan apuntar a nadie en concreto porque siempre asesinan a las mismas personas, esas víctimas que somos todos. Defendamos y utilicemos también otras lógicas menos integristas, más humanas y metafóricas: “el hombre muere, la hierba muere, todos los hombres somos hierba”.
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