Aurora subía por la calle Segovia, y al pasar entre dos coches aparcados algo la sobrevoló y se estrelló contra el adoquinado. Las carrocerías, su camisa blanca recién planchada, todo se manchó. Pero continuó como si nada fuera con ella, ensimismada y pensando en sus cosas.
Otra persona se habría asustado, y al momento, sentido un repentino alivio por haber salvado la vida por tan poco: apenas el tiempo justo para lanzar una limosna y sobrevivir al aplastamiento. Si no hubiera advertido al mendigo, pensó más tarde, Jesús habría conseguido su macabro propósito.
Le preguntaron demasiadas cosas, los escombros de una trama que Aurora aún no había logrado recomponer, pero cuyos elementos más insignificantes y personales tampoco deseaba dar a conocer a nadie. Por eso calló o mintió, prestando apenas atención a la mayor parte del interrogatorio. Sin embargo, le chocó la insistencia del policía en añadir, siempre que hacía mención al día de autos, que era también el día de la Virgen de Fátima, el 13 de mayo.
A pesar del lugar, y del momento, no perdió la sonrisa. Recordaba a los tres pastorcillos de Cova de Iria arrodillados ante la aparición y su cónclave de rosas y de azahares, aquel soto de adelfas propiedad de cabras y lagartos, y convertido pocos años después en el santuario mariano que visitó, durante unas vacaciones veraniegas, con el centro de menores.
Nadie consiguió saber por qué se suicidó aquella mañana de mayo. Poco después se derrumbaría el muro de Berlín, pero unos minutos antes, Aurora estaba probándose unos pantalones y se miraba en el espejo de la tienda, preguntándose la razón de su reencontrada esbeltez, si debida al corte de la prenda o a la engañosa convexidad de los espejos del probador. Ahora constataba la obscenidad de los teólogos, que tras largos años de cavilaciones alrededor de aquel suicidio y posterior resurrección, todavía no hubieran sido capaces de proclamar un juicio verídico y creíble sobre lo realmente acontecido aquel 13 de mayo. Poco le importó entonces aquel objeto sobrevenido del cielo, porque su pensamiento se lo dedicaba a Jesús, a sus palabras del día anterior, esas razones conocidas desde el principio, pero sólo ayer tan importantes como para convertirlas en la coartada de su separación. Pero la había llamado y eso fue lo más sorprendente.
Estaba triturando los pepinos y los tomates del gazpacho, y desde la habitación contigua le vino la noticia, anunciada en el momento en que empezó a sonar el teléfono, el hecho inverosímil, pero largamente esperado, de la apertura de la tercera plica. Justo cuando accionaba la máxima velocidad de la turmi, oyó la espeluznante narración del tercer misterio de la Virgen de Fátima, desvelado a las 12 de esa mañana ante un nutrido y selecto grupo de teólogos y ministros de la iglesia, los cuales, y a pesar de la insistencia de los periodistas apostados a la puerta del santuario mariano, se negaron a desvelar la incógnita del mensaje recibido por los pastorcillos portugueses: “El Papa, conectado vía satélite, recibió una honda impresión, y en estado de gran excitación, se recogió en sus aposentos e ingirió una infusión de pétalos de adelfas seleccionadas de sus jardines en Castelgandolfo. A pesar de los estragos del veneno, aparecerá en San Pablo para anunciar al mundo el divino mensaje”. El teléfono insistió de nuevo. ¿Y si fuera de verdad el fin del mundo?
Era indudable. Como afirmó el policía, podría haber hecho algo por evitar su muerte. Quizás una mirada de compasión habría aligerado su dolor. Pero en aquel momento no sintió piedad, sino desprecio hacia aquel objeto que le había salpicado su camisa recién planchada. Iba al encuentro de Jesús y llegaba tarde a la cita, por eso saltó sin rubor por encima de él y sin mirar atrás, siguió su marcha sin desdoro subiendo por la calle Segovia, hacia el hito que todos los años concita a tantos maratonianos cuyos sudores drenarán hasta el cercano Manzanares, ese río andrógino importador de percas y patos estériles en cuya ribera tantas veces Aurora había visitado al santo patrón, junto con las otras niñas del colegio, y donde, en una verbena, satisfizo por primera vez su apetito de churros, coches de choque y helados venecianos. Desde ese hito, sudor de sus sudores también aquella mañana de mayo, volvió a mirar aquel río y pensó en su virgo también transportado aquel lejano día hacia las aguas del Atlántico, y ofreció su risa burlona al panorama, y al sonido y las luces de las ambulancias que en ese momento despachaban los restos de Jesús.
Ahora, detrás de la mesa y ante las magdalenas y el cola-cao ya frío, espera una señal del más allá, un rayo cegador que al fin la despierte y le traiga la comprensión de lo ocurrido aquella mañana de mayo. Porque del policía, más allá de sus ojos verdes y del moscardeo del disco duro del ordenador, no pudo averiguar nada, apenas unos datos sobre unos hechos tan fríos y alejados como para ella lo fueron, en la escuela, la tumba de Tutankamon o la erupción del Cracatoa, poco más que un bello rostro de oro y un volcán balbuciente fotografiados y olvidados en la casa de la abuela, de esa señora madre de su padre, a cuyo veredicto la llevaron y que nunca más volvió a ver: eso fue para ella la familia, el albañal donde fue arrojando la buena voluntad y la caridad de las personas buenas.
Unos días antes había estado ante otra efigie de la buena nota, otro mecano de la elegancia que barajaba las aceitunas del marie brizard mientras le contaba historias apasionantes de su Jesusete, salpimentadas de llamadas al orden y al decoro, a una moral de la que “la pobre Aurora” debía dar ejemplo, si no por propia voluntad, al menos por agradecimiento, y sobre todo, por sus nietos, los hijos de Jesús, tan necesitados del rol paterno en un momento tan crucial de sus pequeñas existencias. Podía ver la entrada a las cocinas, a su derecha los espaguetis carbonara, al maitre acercándose con la carta, el brillo del gres, mientras arrugaba el mantel con sus uñas rotas, sus yemas ásperas, pensando en el culito suave de los hijos de Jesús, la colonia y el olor a champú, y a la vieja que tenía enfrente agachándose con sus tetas descolgadas y las arrugas del escote sobre el que destacaría el collar de perlas meciéndose ante la vista de los niños. Pero tenía que pedir su plato, y dudar, como le habían enseñado, entre dos opciones cualesquiera, la ofrenda de su sacrificio ante aquel oráculo de la decencia y de la higiene social. Comer mientras se pregunta por qué vine, qué hago en este sitio, para qué tantas palabras, cómo huir, y sobre todo, qué hacer para no sufrir más la cháchara de la virtud, pero continuó allí hasta el final, el helado de frambuesa y el café, y la tarjeta de crédito sobre la bandeja de alpaca, “y ya te puedes ir, cielo, que yo me quedo aquí con unas amigas”.
– Te creerás un santo, verdad. Tu madre aparece de pronto, me lleva a un restaurante, me habla de buenas costumbres, de caridad, y después me tira con la conciencia hecha un higo. Pero yo tengo que seguir comiendo, sabes, y ya estoy harta de gazpacho y de miseria. ¿Se puede saber para qué llamas?
Le esperó mucho tiempo, no más del habitual, sentada en el escalón de un portal. Vio la vida, y a sí misma contemplando la corriente solidificada de la calle, sus recuerdos acercándose desde el fondo oscuro de la portería montados en una brisa fresca, y a él, que no llegaba, con su bata azul de pie ante ella, diciéndole “tranquila, no te preocupes, pronto terminamos”; su seguridad, la luz que como un aura dejaba en la sombra su cara, el instrumental aséptico, sus guantes de látex actuando entre sus piernas abiertas, su vista fija en el vértigo que aquel día se anunció con un gesto o un roce, quién sabe, quizás en el miedo o en la insolencia velada tras de su rostro aún púber, o en ese aire que entró en ella cuando él se apartó de la luz.
Le exigen respuestas, como si las conociera. No sabe por qué volvió y se interesó por ella entre tantas otras. Ese médico joven y atolondrado que hacía bromas y desconocía la protección de la distancia y de la seriedad, de la palmadita en la espalda y las palabras vacías. Pero el policía insistió tanto en los pinchazos del brazo.
– No sé nada de eso.
– ¿Y nunca te fijaste en sus venas?
¿Cómo se iba a fijar? Se veían ya tan furtivamente.
Aquella mañana de mayo se descoyuntó el orbe, y ella debía ser la culpable, no porque la razón exigiera una causa, sino por culpa de la virtud, en particular, de ese proyecto de vida ejemplar de cuyo traspié ella debía ser, por necesidad, la causante. No por su mente, ni por su dolor, tampoco por su especial personalidad, sino por ese cuerpo de angosta y sucia lubricidad, por una coincidencia desafortunada que el tiempo magnificó hasta el descalabro final de Jesús bajo el puente de la calle Segovia.
Ella comenzó a ver la complicidad del mundo aquella noche en comisaría: alrededor de los hechos un hilo conductor, y un cuerpo amorfo, el de Jesús, tironeado por todos y sin voluntad para resistir, sobre todo, indefenso a su propio influjo. Cedió.
– Y yo le dije, Jesús, necesito el abrazo más fuerte, una muestra de tu amor que no sólo yo sea capaz de ver. Y después nos vamos, huiré contigo, abandonaré todo, pero antes debes enseñarle al mundo cuánto me amas, hazlo por mí, Jesús, un último gesto desinteresado de amor.
– ¿Y se mató por eso?
Necesitaba mentir para darse una tregua y poder pensar, mientras el policía escribe y apunta, en aquella llamada insólita, en la comida con su madre, y en su inquietud mientras subía por la calle Segovia. También en aquellos meses, no con objeto de ordenar los días en una trama, ni de intentar comprender sus motivos. Deseaba traer imágenes, ver, como si estuviera ocurriendo ahora, el día siguiente a la consulta, sus preguntas, la moralina como un escupitajo, sus manos tan blancas y cuidadas, el insulto de su pose suave, del flequillo liso y despeinado sobre su ceja, las primeras sugerencias, ese velo grasiento sobre sus proposiciones, las palabras rebuscadas, y la libertad, esa palabra nunca dicha, pero siempre presente durante los primeros días, esa posibilidad latente de huir pasando necesariamente por el asiento trasero de su coche.
– No, nunca le robé. Me lo daba porque él quería, sin nada a cambio, era su forma de querer.
Pero el policía continuó.
– ¿Y la casa?
– ¿Qué pasa con la casa?
– Que él te pagaba el alquiler.
– ¿Quién lo dice?
– ¿Y de dónde sacabas el dinero entonces?
– ¿A ti qué te importa?
– Vamos, bonita, dime de qué vivías.
– Todavía vivo, ¡eh!
– ¿Y la comida, la ropa?
– Tú sabrás, ¿no lo habéis registrado todo? Dímelo tú, por qué ese cabrito, con toda la pasta que me dijo su madre que tenía, iba a pagar un cuchitril como ése.
– Dímelo tú.
– Pues no lo pagaba, y tampoco los tomates, ni el pepino.
– Y dejaste la tele encendida.
– No me acuerdo.
– ¿qué veías?
– Cualquier cosa.
– ¿No escuchaste las noticias? Era la hora de comer cuando te llamó, ¿no?
– ¿Qué noticias?
– Lo sabe todo el mundo, los pastorcillos, la virgen …
– ¡Venga ya!
– Los rojos lo tienen crudo, ¿no lo sabes?
– ¡Y qué me importa!
– El Papa lo dijo.
– ¿No se había suicidado?
– Antes consiguió desvelar el tercer secreto, ¿quieres que te lo cuente?
¿Por qué se iba a negar? Era el juego, otro juego, una novedad en el tedio de las clases y de los asistentes sociales, salir con uno de ellos, con un señor decente de risa fácil y de modales absurdos. Todo había sido tan necesario como perder la familia, tomar pastillas, robar o sentarse todos los días en el pupitre, un acto más de la vida, otro elemento más del ambiente, qué importaba, el hecho era vivir, seguir adelante y no aburrirse.
Quizá fuera sus ganas de reír, su cuerpo, un primer deseo de ayudar, más tarde de comprender, y finalmente, de sufrir su displicencia, su abandono a cualquiera, su falta de razón al organizar su vida y preferir otras cosas y a otros, dejando siempre a Jesús en último lugar, a pesar de las indudables razones objetivas para haberlo aceptado sin pretextos ni objeciones. Quizás por todo ello y por su orgullo herido, Jesús no sólo la soportaba, sino que la acechaba sin tregua allí donde estuviera, construyéndose un entramado de excusas y justificaciones banales y totalmente ilusas con objeto de ocultar su debilidad y sobre todo, su vergüenza.
Pero Aurora nunca aceptó su dinero. Sin embargo, él iba obediente a comprárselo, a soportar las bromas de los camellos y finalmente, a robarlo del hospital, engañar, y acabar inyectándose para entender algo y estar tanto más cerca de ella cuanto alejado de sí mismo, de una Aurora que cuanto más hacía por ella más lejana parecía, insolente y malcriada. Ella no le despreciaba, nunca le insultó, siempre aceptaba su ternura, pero no reía con él, era como si no necesitara a nadie para divertirse, incluso cuando gritaba de placer bajo la insistencia de Jesús, éste no podía soportar su propia e innecesaria presencia y desasosegado comprendía el origen lejano del gozo de Aurora, esa perversión atávica y rancia no manifestada por actos concretos sino por desdenes y más aún, por omisiones insoportables para la buena educación de Jesús.
Al principio tuvo la impresión de estar haciendo algo bueno por aquella mocosa. Aunque nunca olvidara del todo la perversión nacida aquel día, cuando Aurora le miró entre sus rodillas y le preguntó “¿qué, contento, doctor?”. Las otras chicas habían estado cohibidas, alguna lloró al mostrar tan explícitamente su virginidad perdida, pero Aurora no. Tampoco estuvo insolente u orgullosa: era otro juego, una jugada más de la vida, otro acto necesario que había que aceptar con sana alegría y sin pretender mayores explicaciones. Pero ahora el policía se las estaba exigiendo, por primera vez en su vida, justificar seriamente sus actos para encadenar una razón coherente acerca de un vuelo que casi la había matado. Otros lo habían intentado antes, convencerla, hacerla recapacitar, afrontar los errores, encauzar su vida, soportar, reír y callar. El último había sido Jesús.
Hasta que llegó el día en que la propia Aurora ya no pudo soportar la hipocresía de un hombre que habiendo logrado acostarse con ella continuaba apostolando y no alcanzaba a ver que Aurora se habría ido con él desde el primer momento y sin mediar tanta palabrería. Fue entonces cuando en Jesús afloró el rencor y los celos. Había logrado ocultar la suciedad bajo su atávica hipocresía de niño bien, pero la basura había crecido tanto que era ya imposible no advertirla cuando merodeaba, sin objeto, entre una familia contra la que tropezaba como si las sillas estuvieran fuera de lugar. Y dejó la fundación, incrementó las guardias en el hospital, abandonó a los amigos, también las comidas una vez por semana en casa de su madre, en fin, todos los encuentros con aquellas personas cuya mirada pudiera sondearle.
Fue a partir de aquel momento -Aurora lo advertía ahora-, cuando él empezó a desintegrarse y a perder los últimos colores de su armadura de bufón. Pero ella no vaciló entonces ni un momento en asumir el papel de niña antojadiza y mimada, como si él hubiese sido el padre rico que le faltó. Y a cada intento de Jesús por recomponer su imagen, y sobre todo, su carisma, con un acto de reconciliación y de sinceridad, ella respondía con un mohín, una pataleta o una risa vacía, a cada ofrecimiento con una mueca de orgullo herido.
– ¿Sabes lo que llevaba en los bolsillos?
– No quiero saberlo.
– Nada, no llevaba nada, ni clinex ni dinero. Fuimos a su casa, miramos en los cajones, encendimos su ordenador en el hospital y ¿sabes que encontramos?
– No me importa.
– Estaban vacíos, lo había tirado todo, y el disco duro, formateado. Siempre existen razones, y si no las hay, pues se inventan o se finge tenerlas. Todos los suicidas son unos exhibicionistas, tanto los que se suben a una torre, como los que toman veneno, porque siempre dejan un rastro, una prueba de su macabro farol.
– Ya.
– ¿Sabes lo que es un farol, no?
– Me lo puedo imaginar.
– Sesenta años esperando una respuesta, más de medio siglo de agua bendita y de plegarias en espera de la iluminación, y cuando tras hurgar en el refajo de la pastorcilla de Cova de Iria encuentran el tercer papelito y lo leen, ¿sabes lo que dice?
– Todo el mundo lo sabe, lo han dicho por la televisión.
– Ya, pero ¿tú lo entendiste?
No lo entendió, y aún menos por qué Jesús la llamó aquel 13 de mayo poco antes del almuerzo. Ahora todo tendía a convertirse en un proceso. Lo que fuera un mosaico roto y disgregado se hacía línea, o mejor, flecha. Aquello empezaba a tener, si no una justificación, por lo menos un sentido. Así lo vislumbró Aurora ante el escritorio del policía. Pero salió de allí y cuando al fin se encontró otra vez con las calles, ya no pudo regresar a su casa, porque recordó el gazpacho abandonado en la cocina y su agua transparente decantada en el fondo, y a ella como un grumo de sargazos flotando quieta en la superficie. Intentó recordar, entonces, de dónde venía, a dónde ir, cómo se llamaban sus padres, por qué la seguían llamando Aurora, quién era aquel ángel que la sobrevoló a las cuatro de la tarde, por qué Jesús, el amado Jesús, a pesar de todo su amor, no había intentado suicidarse sino asesinarla.
Las magdalenas siguen sobre la mesa. El halógeno del flexo las ilumina. Y desde la penumbra Aurora mira, sentada, mientras toca el borde del vaso. La mesa es un teatro, y el foco da luz a la escena, un sueño repetido día tras día desde aquella tarde de mayo: una idea insistente, unos hechos arremolinados, su conciencia deshecha en el ayer, desperdigada al borde de una cuneta cuyos bordes Aurora inspecciona para recobrar sus pertenencias, tan difíciles de discernir de las de otros. Recuerda los fotogramas de una película, y no logra olvidar los muertos dejados al borde de los caminos como una idea persistente de que la vida sigue y nada es capaz de entorpecerla. Pero Jesús es un árbol, una cruz siniestra atravesada en su vida. Y mientras siga mirando todos los días las magdalenas olvidadas sobre su mesa, dando vueltas en torno al borde del vaso en busca de alguna respuesta, no logrará escapar de sus ramas y como pájaro de piedra quedará tallada en la filigrana de sus bajorrelieves.
Había transcurrido demasiado tiempo desde que Dios muriera por mayo. Aurora no consigue recordar cuándo nació esta idea tan ridícula, pero ahora, sentada ante la mesa, siente el paso de las estaciones sin que su música le inspire respuestas. Se contempla mientras sube por la calle Segovia, su camisa recién planchada, y en su mente aquella llamada tan inesperada justo antes de haber sido anunciado el fin del mundo, un milagro que trastocaría su existencia, porque ese rayo tan esperado en su niñez, por fin había llegado en forma casi humana y ella se encaminaba hacia él, hacia Jesús una tarde de mayo, de tanta bondad henchido su corazón que se detuvo ante un indigente para dejarle unas monedas, pero el muy bestia intentó aplastarla como a una almendra y desde entonces, nunca le abandona la idea de que Dios por mayo se precipita contra la humanidad, y que sólo gracias a la obra benéfica de un mendigo podremos tener otra oportunidad y vivir, al fin, en un mundo vacío de virtud y de sanas intenciones.
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