Rui Valdivia
Se quedó quieta, las manos frías, la cara encendida. Un leve temblor ascendió por sus piernas. Sus ojos, incapaces de enfrentar la mirada incrédula de su madre.
En el trabajo aún no sospechaban nada. Un par de indisposiciones pasajeras y algún leve mareo no hacían presagiar nada grave, aún cuando otra dependienta más antigua también hubiera sufrido síntomas similares: apenas coincidieron unos meses, pidió la baja y ya no regresó.
Diríase que Matilde trabajara con la primavera, trajinando en un microcosmos artificial de fragancias y de luz abierto a la calle. Entre este follaje se la ve deambular, con el humidificador y el insecticida, cuidando su vergel mientras sondea tras el escaparate la llegada de un posible cliente, ensimismada en los ensueños de la revista que dejó abierta sobre el mostrador, mientras afuera llueve y la floristería parece derretirse tras el vidrio, sus colores desleídos recordando a los transeúntes un raro paisaje impresionista.
Una de aquellas tardes conoció a Jacinto. Indeciso, buscaba algo especial para una amiga a la que por entonces asediaba con regalos y todo tipo de sugerencias. Matilde adivinó, por cómo miraba las flores desde la calle, que no tendría mucho dinero, pero como en toda floristería de lujo los rótulos de los precios no importunan los sentimientos del comprador, Jacinto entró dispuesto a vencer la resistencia gracias a tres petunias de vivos reflejos que acababan de recibir de un invernadero holandés y que Matilde sabía que no podría pagar, según intuyó entre el follaje con cierta sorna cultivada.
– Por favor, me gustaría llevarme esas tres flores del escaparate… Sí, aquellas.
– ¡Ah!, las petunias. ¿Qué hermosas son, verdad?
– Sí, sí. Son para regalo, eh.
– ¿Me permite su tarjeta, por favor?
– ¿El qué?
– Una tarjeta de presentación, con su nombre, dirección, esas cosas.
– No, no tengo; bueno, las olvidé en casa.
– Pues, si desea poner algunas letras aquí.
– Ah, sí, deme.
– ¿A nombre de quién, por favor?
– Jacinto, Jacinto Beltrán.
– Disculpe, ¿pero usted es?
– Jacinto.
– No, no, perdone. ¿A quién le quiere enviar las flores?
– A nadie. Verá, es que se las quiero regalar en persona, ahora, dentro de un rato.
– Pues entonces, el señor querrá un envoltorio discreto, vamos, para no llamar mucho la atención por la calle.
– Claro, claro, pero con un lazo.
– ¿Le ponemos un lacito, señor?
– Sí, sí, por favor.
– ¿Tiene predilección por algún color en concreto, rojo, azul, rosa, quizás?
– No, el que usted desee.
– No, el que usted quiera, caballero… Si me disculpa, ¿es para una señorita?
– Claro.
– Pues yo creo que el rosa, si es para su cumpleaños o para un regalo sin más, y el rojo, no me malinterprete, para una declaración, por ejemplo, de amor.
– Bueno, pues un lazo rosa … y también otro rojo.
– Entendido, caballero. ¿Va a pagar con tarjeta o en efectivo?
– No, no, con tarjeta no.
No los unió el frío, tampoco la humedad del parque, quizás cierta complicidad, el abandono del uno o el aburrimiento del otro, la mutua curiosidad, un poco de recato, un toque de pudor, lo mínimo necesario para empezar a caminar juntos y transcurridos unos minutos entrelazar sus brazos y apoyarse levemente en el hombro del otro, contentos a pesar de la conversación banal, de la estrechez del parque y del ruido del tráfico, acostumbrados ya desde la primera tarde a deambular siempre por los mismos parterres pisando las hojas secas, a oír el mismo fragor insistente a su alrededor, sin otro aditamento romántico que compartir unas petunias que iban a ser para otra mujer.
Ya Jacinto la esperaría todos los días sentado en el banco junto a la fuente, removiendo con sus pies las chinitas del suelo en espera de ver a Matilde cruzar la calle con su leve trote y como furtiva, acercarse a él, rozarle una mejilla y tomarle del brazo para empezar otro día más a pasear alrededor de los surtidores, entre los setos, como si todavía quedara algún rincón desconocido en esa plaza al lado de la floristería.
Hubo un tiempo en que ya sólo pudieron verse de noche, entre las sombras fugaces de los haces de los vehículos, o sentados bajo la desfallecida luz de la farola, encendida mucho antes de que Matilde saliera de la tienda.
Uno de esos días, mientras ella le contaba la reciente conversación con su madre, no pudo dejar de atender, casi todo el tiempo, a los surtidores helados y la transformación de las náyades y de los sátiros en una bucólica orgía de ancianos revestidos con la decencia del hielo. Aquel cambio, esa frialdad tan frágil de la materia de su fuente, se parecía al cristal de las palabras de Matilde cuando le contaba los pormenores de su última visita al médico. La fatalidad de sus palabras era semejante, sin embargo, a las premoniciones de los antiguos: una certeza revestida con el manto púrpura de la ciencia, pero tan angustiosa e injusta como la de todos los tiempos: un velo de helio líquido sobre la tibia piel de sus ilusiones.
En un esfuerzo por alumbrar nuevas esperanzas, teclearon la palabra con lentitud premeditada. Necesitaban eliminar la fatalidad en torno de esas letras que estaban escribiendo en la pantalla, transformarlas en un vocablo cotidiano e incluso anodino. Aún cuando la suerte pareciera ya moverse en una dirección predeterminada advirtieron, al pulsar con el ratón la opción de buscar, que un atisbo de esperanza aún los mantenía unidos y expectantes en torno a esas seis letras enviadas a la red con intención de tentar al destino: c-á-n-c-e-r.
– Venga, Jacinto, dale ya al intro.
– No, cariño, dale tú mejor.
Entrelazaron sus manos y poco después él beso sus dedos, en espera del rayo, de un impulso eléctrico venido de más allá y capaz de iluminar esa minúscula fibra de vidrio que era su ordenador atado a su esperanza, la respuesta de otros contra las ataduras de su destino, experiencias exitosas, en fin, alguna alternativa al juicio fatídico de la ciencia y la ominosa espera. Al poco llegó, junto con el cuestionario y una petición de muestras.
Quedaban cinco personas para que llegara su turno. Desde que Matilde se puso en la cola no había dejado de pensar en las condiciones del viaje a través de dos océanos y varios continentes: ¿se movería mucho?, ¿lo romperían?, quizás perdiera sus propiedades originales por el calor o el excesivo frío. Debería enviarlo por correo urgente, y por supuesto, certificado. Un par de frascos herméticamente cerrados y protegidos por algodones, esparadrapos, burbujitas de plástico, trapos, almohadillas y bolas de periódico; un paquete un tanto exagerado, pensó de pronto, para tan ridículo contenido, sólo dos pequeñas ampollas de cristal cerradas al vacío y que guardaban sendas muestras, una de su sangre y otra de su orina, y en las que Jacinto y ella cifraban gran parte de sus esperanzas.
– Espero que el pipí no se congele.
– ¿Qué dice, señora?
Sus datos personales ya los había remitido la semana anterior, en respuesta al cuestionario que el instituto le requería: dos o tres huevos semanales, 1’70, jamás corro, el sarampión con tres años, tercero sin ascensor, regla regular y muy abundante, porros, mucho pollo y poca ternera, castaño, un par de vasos de agua embotellada con gas, de pié unas ocho horas, 80x70x60, las paperas con un año, condones con espermicida, algunas jaquecas, 10 cañas a la semana, mucho cerdo, plantas de invernadero, ojos verdes y grandes, a los 12 años, no fumo, sólo aspirinas, muchas ensaladas aliñadas con aceite de oliva, la varicela hace dos años, pescado una vez al mes, vacunada de la viruela, insecticidas y funguicidas, me tuesto en verano en Torrevieja, ni hijos ni abortos, algún cubata, …
Iba en el metro, protegida con un pañuelo de colores anudado detrás de la nuca, como si vergeles y campiñas la animaran a mirar por una ventanilla tan honda como sus sueños. Pero en el cristal sólo advirtió la hilaridad del joven sentado enfrente de ella. Matilde se giró para enfrentar su mirada, y deslizó su pañuelo de flores lentamente desde la frente hasta el cuello, sin dejar de sonreír, dejando al descubierto su cabeza depilada, completamente calva.
– ¿Cómo te llamas?
– Manuel.
– Yo soy Matilde, tengo treinta y dos años y me han dicho que me moriré después del verano. ¿Tú dónde vas?
– A la facultad, estudio historia, me quedan dos años.
– ¿Querrías acompañarme, por favor?
Subieron juntos al último piso de un bloque de apartamentos, callados pero unidos por alguna oculta cercanía. Llamó a la puerta K. Un viejo les hizo pasar. Tomaron café junto a cinco sillas vacías, todas distintas, alrededor de una mesa baja y demasiado pequeña, una bombilla encendida, a pesar de la claridad, y dos pósteres clavados en la misma pared con chinchetas: una se había caído y la esquina superior enrollada impedía ver completa la cara del Che. El hombre los dejó solos. Manuel se acercó a un pequeño radiocasete caído sobre el suelo. Pulsó el play. Durante tres minutos estuvieron escuchando el zumbido del motor. El viejo volvió y le dio a Matilde un sobre. Se levantó y besó al viejo, pero no se dijeron nada. El viejo ya no volvió a mirarles. Se sentó, tomó su taza, pero no bebió. Cuando la cinta llegó al final saltó el motor y se paró: en ese momento, los tres miraban una chincheta volcada en el suelo de terrazo.
Matilde la recordaba paseando entre las macetas, enseñándole el oficio antes de darse de baja. Coincidieron apenas unos meses, los suficientes para haber percibido en el gesto del viejo algunas reminiscencias de ella. Aún recordaba su pelo ondulado cuando abrió el sobre y lo tocó. No hubiera imaginado ese tacto, tampoco ningún otro en ese mechón guardado poco antes de que el cobalto también aniquilara toda su cabellera. No quiso verlo. Por eso cerró los ojos mientras lo acariciaba y traía a su memoria aquellos devaneos iniciáticos entre las flores, sumidas las dos en ese ambiente húmedo y cálido donde cada día la fragancia dulzona de las anémonas, las camelias o las orquídeas ocultaba la síntesis química de los insecticidas, ese ambiente artificial incólume a la enfermedad o a la corrupción, y cuyos colores vivos desafiaban el paso de las estaciones del jardín de enfrente, donde una fuente de náyades se había congelado junto a los besos de Jacinto.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– No sé, Jacinto.
– Habrá que decirlo, contarlo, la gente debe saberlo.
– Sí, pero eso ya lo harás tú solo.
Estaba en su sangre, casi imperceptible, y también en el pelo de su antigua compañera, una fracción infinitesimal, una presencia que las asemejaba en la desgracia, a ellas y quizás también a otras: sentimos informarles… almacenaremos confidencialmente sus datos… seguiremos investigando… todavía es pronto para confirmar fuera de toda duda… por precaución…
Algo cotidiano, una cercanía indeleble, una presencia ubicua que aniquila con excesiva lentitud, pero inexorablemente; un éter incombustible en el dédalo alveolar, un soluto no biodegradable jugando en la red de sus capilares, invisible e imposible de mear ni de llorar, pertrechado tras de las células o en el interior de un ganglio, a la espera de la siguiente molécula, y de otra, y de otra hasta reventar y colapsar el equilibrio de su vida.
– Como una pátina sobre las flores que olías a todas horas, Matilde.
… de esas semillas traídas de Sumatra o Magadascar para atraer el consumo de lujo, tan artera y ardientemente como sus vistosos colores y formas subyugarían el vuelo de las abejas y de los moscones polinizadores en sus selvas tropicales originarias, flores de espurio atractivo mantenido incorrupto por la acción combinada de la calefacción y del aire acondicionado, de los humidificadores automáticos y de los plaguicidas, para crear ese ambiente turbador y mefítico en cuyo ensalmo mantener la ficción del trópico a pesar de la salud de sus dependientas.
Una de ellas, Matilde, cortaba ahora los palillos según las indicaciones del plano confeccionado por Jacinto. Medía con el calibre y aplicaba las tijeras exactamente para conseguir el tamaño adecuado. Manuel limaba los trozos y terminaba de darles la forma definitiva al lugar donde acabarían colocados. Había ya varios montones de palillos cortados y limados, clasificados por Jacinto, según iba comprobando las dimensiones finales con la lupa y el escalímetro. Si había algún defecto o fallo, ya por defecto del material o de la manufactura, lo retiraba y comentaba lacónicamente “éste habremos de repetirlo”.
Sobre ellos pende una lámpara, parecida a la de las salas de billar, que deja en penumbra a la madre de Matilde, sentada en un sofá mientras ve el televisor, con el volumen muy bajo, y repite “¡y será posible que nadie haga nada!”.
– ¿Y qué van a hacer, mamá?
El color lo aplicarán al final, según la idea original de Manuel. Ni les agradó el resultado de sumergir cada pieza en el bote de color, ni sujetarlas con pinzas según Matilde las pintaba con un diminuto pincel: “Mejor sería pinchar cada palillo con un alfiler y con un cuentagotas mojarlo, sobre su tarro de pintura para no manchar, ni desperdiciar nada”.
– Ves, hija, lo que hace el ingenio.
Por la ventana, abierta al patio de luces, entra, al final de la tarde, el olor húmedo del ozono de las tormentas. Por la costumbre del pueblo, la madre se levanta y apaga el televisor, también lo desenchufará, pero cuando se acerque a la ventana con intención de cerrarla, Matilde le volverá a decir que la deje abierta, “resulta tan bonito oír el eco de los truenos, mamá”
– Y además no hay peligro, señora.
– Ya, tú no te conoces los resabios de los rayos.
Y comenzará entonces la retahíla de sucesos y remembranzas, de hechos asombrosos acopiados en su mente y recitados como en diapasón mientras sobre la mesa siguen componiendo, poco a poco, y con suma delicadeza, cada una de las partes del barco, copia de un galeón del siglo XVII: sus cañones esmaltados en betún negro, la quilla abombada a fuego de fósforos; las velas, confeccionadas con restos de trapos, desengrasadas, decoloradas y curadas con sebo de caballo; los mástiles, tallados en madera de olivo y envejecidos en barniz de Judea y el mascarón de proa, modelado en miga de pan, a imitación de la imagen onírica que Manuel poseía de las sílfides y de las náyades de la Arcadia.
A Matilde le gustaría calafatearlo, hacerlo impermeable para lanzarlo al mar y que pudiera flotar sobre las olas, perder todo el trabajo y su esfuerzo como en una falla o una hecatombe, inmolar las ilusiones sin exigir salvación, ni tan siquiera un juicio, únicamente la belleza de la singladura y poder perderse entre las ondas.
Bajó por última vez las escaleras de la consulta y en lugar de tomar rápidamente el autobús, Matilde pasea a la sombra de las acacias. Envejecidas precozmente por el humo, le parecen, bajo la luz de la tarde desfalleciente, que acabaran de reverdecer sobre ella como un palio de luz tamizada. Se mira en el escaparate de una agencia de viajes, enflaquecida y con la tez lechosa a pesar de la estación. Hubiese sido tan fácil entrar para contratar un viaje a cualquier playa: sus huellas quedarían perdidas bajo el insistente murmullo del mar, y separada de Jacinto por un océano de dunas, éste la vería desaparecer, una cabeza calva tragada por la inclemencia del horizonte. Y Jacinto se quedaría allí esperando, tumbado con la cara vuelta hacia el sol, anhelando, bajo ese universo de luz roja y opalescente, que las olas pudieran traerla de nuevo, como traen la grava y los guijarros vertidos por los torrentes después de las tormentas, a pesar de la resaca que ahora le quitaba la arena asida entre sus dedos, esa tierra oscura y orgánica que fue Matilde cuando una tarde de otoño la vio por primera vez, a la hora de cerrar, al otro lado del escaparate, iluminada por los halones entre las flores y unas desapercibidas partículas de dimetil-benceno flotando en el aire.
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