CONTRA EL ANTI-DOPING

Comienzo con una recomendación, el libro del ciclista David Millar, “Pedaleando en la oscuridad”. No cuenta nada nuevo. Es un típico libro de testimonio, cuya sinceridad resulta discutible, de arrepentimiento y anuncio de no reincidir, una voz que clama por que los deportistas no se dejen acunar por trinos de sirenas y compitan limpios de doping. Un signo de los tiempos. Por ello resulta útil detenerse en él.

Hipocresía. Creo que es el adjetivo que mejor define la relación que la sociedad establece entre las drogas y el deporte, en concreto, en el mundo del ciclismo, al que con más detalle me referiré.

Aconsejo otro libro, el que el escritor francés Albert Londres escribió sobre el Tour de Francia del año 1924. Desde entonces a los ciclistas se les suele llamar “los esforzados de la carretera”. Un error. El escritor inglés quiso decir “los forzados de la carretera”, los esclavos, los explotados, a semejanza de los condenados a trabajos forzados.

Recuerdo al ciclista suizo Hugo Koblez, el primer ganador no italiano del Giro de Italia en la edición de 1950. Al año siguiente el llamado ciclista con encanto (le pédaleur de charme) asestó un golpe moral, y mortal, a todo el pelotón del Tour de Francia cuando él solito se escapó durante más de 130 kilómetros, a una media de 39 km/h, y consiguió alcanzar la meta con más de 2’ de ventaja. El día anterior estuvo a punto de abandonar por un forúnculo. Y para aguantar el dolor, los médicos le recetaron supositorios de cocaína, que por supuesto tomó para alzarse con el título final de la ronda francesa.

El periodista francés Albert Londres nos describe el contenido de la mochila de los hermanos Pelissier en el Tour de 1924, todo tipo de pastillas, cocaína y estricnina.

Las drogas y el ciclismo de élite siempre han convivido, resultan inseparables. La inmensa mayoría de los ciclistas profesionales se ha drogado, ha tomado medicamentos y sustancias llamadas dopantes para mejorar el rendimiento y acelerar la recuperación, pero también, no lo olvidemos, para soportar el dolor.

En una aldea perdida en un extremo de Bretaña Astérix nos deleita con el doping contra los romanos, esa fantástica pócima mágica y secreta que mejora el rendimiento físico e incrementa la fuerza hasta niveles sobrehumanos. El objetivo de aplastar y defenderse de los romanos, evidentemente, justifica los medios.

Otro ídolo de masas, esta vez al otro lado del océano, Popeye y sus espinacas, o Superman, todos ellos drogados al servicio del bien, o del amor. Pero también del arte, Rimbaud, Hemingway, Poe, Hendrix, Baudelaire, y muchos otros que utilizaron el alcohol, el LSD, el cannabis o la coca para alcanzar estados de iluminación o éxtasis con el objetivo de elevarse hacia cumbres de creación artística. No muy lejos, en uno de los países más luchadores contra el doping, Francia, se clausuró el pasado 19 de mayo una exposición sobre arte y drogas, titulada Sous influences (bajo la influencia), que quién pone en duda habría sido prohibida si hubiera tratado sobre las drogas y el deporte, aunque hubiese intentado conservar el espíritu de objetividad que aquella intentó mantener.

¿Por qué en el arte, en la guerra, en el trabajo y en los negocios somos más benevolentes, y en cambio, no en el deporte, cuyo lema latino pregona, y sus practicantes y admiradores defienden, “citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte)?

Al comienzo de la subida al mítico Mont Ventoux se erige una estatua dedicada al ciclista Tom Simpson, caído muerto allí mismo de forma fulminante en la edición de 1967 del Tour de Francia. Había tomado anfetaminas. Una práctica habitual en aquel entonces. Además ingirió alcohol. También hacía mucho calor, estaba extenuado y deshidratado. Al año siguiente Eddy Merckx, que en esa etapa se encontraba destacado en solitario, se detuvo en el lugar donde el ciclista inglés cayó fulminado y le rindió un sentido homenaje ¿A un dopado?

Propongo la lectura de otro libro, del investigador danés Verner Moller, “Un diablo llamado dopaje”.  Su crítica demoledora se dirige contra la política antidoping, sobre todo, contra las justificaciones éticas, deportivas, filosóficas en las que se ampara para perseguir a los deportistas. De forma muy diáfana nos sintetiza en 5 cláusulas la filosofía en la que se basa la justificación de la lucha contra el doping, justificaciones que irá desmontando de forma clara y poco objetable. Según Moller, la política anti-doping se justifica, erróneamente, en que el doping es

  1. Un engaño que genera condiciones de competición injustas
  2. No natural
  3. No saludable
  4. Destructor del papel del deporte como conformador del carácter
  5. Una manera de transformar el deporte en un espectáculo trivial y estrafalario

No voy a afirmarme en ningún acto de fe previa, ni voy a emitir ningún juicio a favor del dogma de la lucha contra el dopaje, como si debiera limpiar mi conciencia de algún tipo de pecado o mal pensamiento antes de exponer mis consideraciones alrededor de tema tan espinoso. Estamos ante una campaña política y mediática del más puro puritanismo, ultraconservadora y antiprogresista. Me recuerda las campañas mojigatas contra el alcohol o el sexo, también contra las drogas, típica de leyes secas, caza de brujas y espíritus ultramontanos. Entre la imagen pura del deportista amateur que defendió el barón de Coubertin, y el pobre drogadicto profesional que irá al infierno por sus pecados, media una enorme distancia, se podrían disponer infinitas posibilidades de entablar una relación sana entre el deporte y la ingestión de sustancias recuperadoras y mejoradoras del rendimiento.

El deporte es una actividad donde reina la desigualdad. La primera, y más definitoria, la relativa a la diferente genética de los deportistas y la importancia tan enorme que posee ésta sobre el rendimiento deportivo. En consonancia con el avance tecnológico de la sociedad se producen evidentes adelantos o potenciales usos de una serie de tecnologías y sustancias con el virtual objetivo de incrementar el rendimiento deportivo. El deporte moderno resulta incomprensible sin las técnicas de entrenamiento, sin la tecnología del material deportivo (zapatillas, ropa, bicicletas, bañadores, etc.) y sin el apoyo de la más moderna medicina (cirugía, nutrición, medicinas, fisioterapia, ayudas ergonómicas, etc.). No existe posible competición en igualdad de condiciones, porque todos los anteriores factores se distribuyen de forma muy diversa entre los deportistas. En contra de lo que pregona la política antidoping, ¿no estará yendo contra la igualdad la prohibición de tomar sustancias dopantes? ¿Por qué prohíbe la ley tomar EPO para aumentar el hematocrito hasta niveles comparables a los niveles que otros deportistas consiguen por genética, o por dormir en cámaras isobáricas? Todo deporte debe tener unas normas, pero ¿resultan justas, sanas y deportivas las normas actuales contra el doping?

Así contestaba el gran Bahamontes cuando le preguntaron sobre el doping:

“¿Dopaje? Yo corría a base de carajillos. Yo no me fiaba de nadie. Es más, me preparaba mi propia bomba. Al margen del bidón de agua, café o té, en una petaca de aluminio, que llevaba en mi bolsillo trasero, me preparaba un mejunje, que era una especie de carajillo: dos cafés, media copa de coñac y un chorrito de Colastier, un regulador del ritmo cardiaco. Cuando faltaban 50 kilómetros para la meta, yo sacaba mi petaquita y ¡zas! para dentro. Volaba.”

Estamos ante una actividad que aspira a poseer una gran naturalidad, pero que se disputa en un entorno desigual, inmersa en un universo tecnológico que permite incrementar el rendimiento. ¿Cómo congeniar naturaleza, justicia y tecnología en el deporte?

La práctica médica, y las sustancias que se nos recomienda ingerir para, entre otras razones, superar las enfermedades, tienen por objetivo restablecer la salud del paciente. Resulta sorprendente advertir que la ciencia de la medicina, que ha sabido definir con gran rigor científico innumerables enfermedades, sin embargo, haya dejado a otras profesiones la real definición del concepto de salud. Porque la salud, como la entiende la sociedad, o por lo menos como la define la OMS, va más allá de la simple ausencia de enfermedades,

«La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades».

Paree así que no debería existir una definición absoluta de salud, como sí las hay de cada enfermedad. El hecho de seguir viviendo supone que tenemos la salud suficiente para hacerlo, independientemente de nuestro estado corporal. Pero vivimos para algo más que sólo mantener unas constantes vitales, poseemos ambiciones, aspiraciones, por lo que no cabe entender la salud sin ponerla en relación con la capacidad que debería poseer una persona para conseguir sus objetivos vitales. Por ello, la salud de un filósofo no es la misma que la de un agricultor, un obrero, un piloto de avión, un ejecutivo o un ciclista profesional. En cambio, la apendicitis o el sarampión, la gripe, sí se definen por igual en todos ellos.

La salud tampoco es algo que poseemos y que debemos defender y no poner en riesgo. Sino algo que hay que lograr y por la que hay que luchar y arriesgar, incluso la propia salud a la que se aspira. Yo no comparto la idea de que el ser humano por naturaleza tiene salud, y que la medicina tenga por misión restaurar una idílica y primigenia salud perdida. La salud no es un concepto absoluto y natural, sino creado socialmente. La salud resulta más bien una capacidad para superar obstáculos, como las enfermedades, una capacidad de adaptación al medio físico, biológico y social donde vive una persona. La salud es un potencial, y también una aspiración nunca cumplida donde la naturaleza, pero también la tecnología, tienen muchas cosas que aportar.

Todas las actividades humanas suponen un riesgo para la salud. La misma quietud conlleva importantes riesgos. El sedentario expone su organismo a un riesgo superior de padecer enfermedad que aquel otro sujeto que realiza ejercicio físico moderado. El escritor brasileño Paulo Coehlo nos propone la poesía de la aventura, del riesgo: “Si piensas que la aventura es peligrosa, prueba la rutina. Es mortal”. Incluso para alcanzar la salud hay que exponer al organismo a riesgos, con el objetivo, claro está, de evolucionar hacia un estado de cada vez mayor fortaleza o salud. Nos arriesgamos para mejorar y así alcanzar un estado en el que poder desarrollar nuestras actividades cotidianas con menor riesgo. Y el deporte, claro está, conlleva riesgos para la salud y para la integridad física del deportista.

Considero que no se hace deporte para obtener salud, como no se trabaja o se sube al Everest para alcanzarla, sino que el razonamiento opera a la inversa, que hay que tener una salud adecuada a la actividad que deportiva o laboral que se desea realizar. Por ello se habla de enfermedades laborales, porque según el trabajo existe un riesgo asociado de padecer determinadas dolencias, y cada tipo de deporte, al igual que la actividad laboral, en función de sus características inherentes y el grado de intensidad, expone al organismo a un riesgo de padecer enfermedades y lesiones. Al igual que existe una faceta de la sanidad que se denomina de medicina laboral, y que tiene por finalidad prevenir y curar en el entorno del trabajo, asimismo la medicina deportiva debe tener similar finalidad, preparar y reparar el organismo con las mejores tecnologías médicas con el objetivo de que el deportista pueda encarar sus retos atléticos con la mayor seguridad.

Se entiende, por tanto, que la salud de un corredor de maratón no debería ser la misma que la de un anciano, un oficinista o un minero. El objetivo vital y social de cada persona establece, en cierto grado, el tipo de salud a la que puede y debe aspirar, y por tanto, el tipo de tecnología de la salud que debería incorporar a su vida, a sus rutinas alimenticias y dopantes para asegurar la salud necesaria a la actividad física, laboral y cultural que realiza.

Sí, he dicho dopantes, es decir, sustancias que ayuden a recuperar el organismo y a mejorar su rendimiento en relación con el objetivo vital al que nos encomendamos, y por tanto, que nos ayuden a encontrar la salud necesaria para acometer el reto.

La EPO no la inventaron los médicos deportivos, sino que se utilizó por primera vez para mejorar la capacidad de transporte de oxígeno de personas enfermas, en concreto, hemodializados. El objetivo de alcanzar el hematocrito imprescindible para acometer un objetivo vital representa una de las componentes imprescindibles de la salud, tanto de un enfermo del riñón como de un deportista, cada uno a su nivel, y también, claro está, en atención a otras componentes de la salud. Sin embargo, la lucha contra el doping, y contra el consumo de EPO, se realiza amparándose en el hecho de que dicha inyección atenta contra la salud del deportista, que la EPO ha sido responsable de numerosas muertes, y que por el bien y la salud del atleta o del ciclista debe prohibirse el doping con esta sustancia.

Pero, ¿y si se demostrara que una sustancia dopante no empeora la salud del deportista? ¿Habría también que prohibirla? Sobre esta relación entre salud, integridad física del deportista y doping se ha escrito mucho. Recomiendo los trabajos de Moller que desmontó el mito del ciclista danés Knud Enemark, muerto aparentemente por doparse en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960; de Dimeo sobre la muerte del ciclista Arthur Linton, erróneamente considerado como el primer caso de fallecimiento por doping, a finales del siglo XIX; de Denham sobre la supuesta muerte por drogas del futbolista Lyle Alzado en 1992; de Bernat López sobre las 18 muertes fulminantes de ciclistas belgas y holandeses acaecidas en la década de los años 80 del pasado siglo y que según aclara el investigador catalán, a través de un rigor académico inapelable, fueron erróneamente, y un poco malintencionadamente, asignadas al uso de EPO.

Varias conclusiones se desprenden de estas investigaciones. Que estamos ante una guerra mediática donde todo vale para erradicar el doping, y por tanto, en la que se tergiversan los hechos con objeto de crear una determinada corriente de opinión maniquea.  Que no se ha establecido con claridad y sobre todo, certeza científica, la relación existente entre el consumo de determinadas sustancias y la mayor parte de las muertes que la voz pública y las autoridades ha asignado al doping. Que queda por delante un reto científico ingente por esclarecer las relaciones entre doping, rendimiento deportivo y salud.

En cuanto a lo que significa el deporte conviene precisar que esta actividad integra la actividad física y el juego, pero va más allá de ambas. Para la salud física y mental de las personas se precisa que realicen con frecuencia actividad física, pero no deporte. Cuando un individuo de desplaza en bicicleta no está haciendo deporte, está realizando una actividad de transporte (para ir al trabajo o al colegio, por ejemplo) o lúdica que conlleva una actividad física. Cuando los niños juegan con sus bicicletas a perseguirse, a carreras o a hacer caballitos, no están realizando un deporte, sino jugando, empleándose físicamente en ello. El deporte es actividad física y juego, pero incorpora una ritualización, un drama, una puesta en escena ante un público. ¿Espectáculo? La representación casi teatral, o incluso religiosa, del juego y de la actividad física que se integran en el deporte, impone un público real o ficticio. Porque la otra actividad consustancial al deporte, el entrenamiento, sólo puede entenderse como una preparación para una puesta en escena, los ensayos previos entes del gran día del estreno, se realice o no.

Decíamos que el público puede ser real o virtual, un estadio repleto de espectadores, o la propia persona que se analiza, se impone objetivos y asiste a su propia representación como espectador de su rendimiento personal. El deporte es un drama, y por tanto, expresa ritualmente un conflicto, impone una competencia, una lucha entre rivales, que como en el caso del público, podrán a su vez ser reales o ficticios. Estas tres actividades que son el ejercicio físico, el juego y el deporte cumplen unas funciones sociales imprescindibles para el equilibrio físico y psíquico de las personas, como claramente se advierte cuando se analiza la historia de la educación de los niños y el papel que han desempeñado, sobre todo las dos primeras. Pero el deporte va más lejos, y como afirman Norbert Elias y Eric Dunning en su magnífico libro “Deporte y ocio en el proceso de la civilización”, el deporte ha servido en la historia moderna para facilitar la pacificación de los Estados, para disminuir el nivel de violencia en la sociedad, para transferir conflicto desde el mundo de la política hacia los deportes, desde el Estado al estadio.

El deporte, lejos de provocar violencia la redirige hacia una actividad menos peligrosa para la sociedad. Como afirmaría el etólogo Konrad Lorenz (“Sobre la violencia”), en lugar de emplear la innata pulsión violenta existente en el ser humano contra un semejante, utilizarla en el drama y el deporte y desactivarla para facilitar la convivencia en sociedad. En vez de abrirle la cabeza a un semejante, darle una patada a un balón.

Como decíamos, el deporte no nace tanto como una actividad educadora, sino pacificadora. Este enfrentamiento ritualizado que es el deporte posee una estética, resulta bello y trágico, pero carece de moral. Otra cosa es que el entrenamiento del deportista incluya una serie de actividades ligadas al sacrificio, la templanza, el esfuerzo, etc. y que dichas aptitudes compongan retazos de lo que consideraríamos una moral deseable y que sean valorables por la sociedad y que el deporte ayude a transmitir a los jóvenes, pero la actividad competitiva última del deporte carece de moral, no digo que sea inmoral, sino que lo que en realidad cuenta es vencer, ser mejor, más alto, más fuerte, más rápido  que el adversario, no más bueno o educado.

Por este carácter moralizante y aleccionador del entrenamiento el deporte puede servir para ejercitar en la guerra y en la disciplina, y el esfuerzo, tanto si esta se expresa en un ejército, en una sociedad capitalista, en el comunismo o en el aprendizaje anarquista.

La competencia resulta consustancial al deporte. Y el ansia de superación y la aspiración a vencer, ya sea a un rival, a un cronómetro o a ese otro yo virtual contra el que también podemos disputar para mejorar. Estamos ante una actividad para la que se necesita poseer una salud con objeto de poder realizarla adecuadamente, y sobre todo, con aspiraciones de cumplir unas determinadas expectativas de competencia. Puede afirmarse que a diferencia de lo que se suele considerar, a saber, que se hace deporte para estar sano, se está más cerca de la verdad cuando razonamos al revés y afirmamos que deseamos estar sanos para poder correr, nadar o competir sobre una bicicleta. Para estar sano no hace falta hacer deporte, sino sólo actividad física. El deporte, realizado sin la debida cautela, programación y apoyo médico resulta perjudicial para la salud. El deporte, al que no hay que ponerle el adjetivo de competitivo, porque ya lo es por esencia, precisa un tipo de salud, en consecuencia con el tipo de deporte y aspiraciones. Y recordemos los que afirmábamos previamente al definir la salud, esta no posee un significado absoluto, sino relativo a las condicionantes sociales, laborales, deportivas, ambientales donde cada persona desarrolla su vida.

El deporte, por tanto, al igual que el trabajo en una mina, o sentado todo el día en un despacho, puede socavar la salud de una persona si ésta no responde con actividades complementarias de recuperación y preparación, al nivel de gimnasia, medicinas, alimentación, etc. Rutinas de apoyo acordes con el deporte o trabajo que se realiza y que resultan imprescindibles para estar sanos y acometer las tareas con eficacia. Y el deportista, según su nivel y aspiraciones, tiene la obligación, para estar sano y poder competir, de cuidarse con la tecnología propia y adecuada a este fin: material deportivo, gimnasia de acondicionamiento, masajes, nutrición, complementos vitamínicos y minerales, sustancias facilitadoras de la recuperación, medicinas, ¿y doping?

Ahora cambiemos el foco para iluminar desde otra perspectiva el interrogante anterior. Analicemos la vejez, el proceso humano de envejecimiento que implica la pérdida de ciertas facultades físicas y fisiológicas, por tanto, el deterioro potencial de la salud necesaria para acometer las actividades rutinarias, sean estas laborales, domésticas o deportivas, incluso sexuales. La medicina geriátrica aconseja que el individuo, a media que envejece, readapte con sentido común sus actividades a la nueva realidad personal, pero también adopta una actitud más proactiva cuando la llamada gerontología biológica preventiva, en virtud de los conocidos mecanismos de envejecimiento intenta, a través de la prevención farmacológica (hormonas, antioxidantes, vitaminas) o la prevención dietética, higiénica y psicológica, retrasar y hacer menos traumáticos los deterioros físicos y mentales derivados de la edad.

Es decir, en esta faceta del envejecimiento, que podría considerarse una especie de antítesis del entrenamiento, la medicina apuesta por complementar con tecnología “dopante” lo que el cuerpo humano ya no puede aportar naturalmente con el objetivo de ofrecer salud, es decir, la salud adecuada a la actividad que en este caso desea realizar la persona que está envejeciendo. Con este objeto las mujeres reciben calcio para prevenir la osteoporosis, o determinadas hormonas durante la menopausia, complementos vitamínico o testosterona, con el objetivo, quizás un tanto pretencioso, pero bien entendido socialmente, de retardar el envejecimiento, o de preparar mejor el cuerpo anciano para las rutinas del individuo. El famoso y un tanto cáustico caso de la viagra cumple también esta función de fortalecer lo que la edad u otras carencias provocan en determinados individuos. Si estos complementos o dopajes se realizan con control médico y realizando un debido análisis de los posibles efectos secundarios, que nunca pongan en cuestión otros objetivos vitales, el empeño tecnológico por mejorar, prevenir o complementar estará bien encaminado.

Bueno, no parece que el doping de los deportistas sea muy diferente del de los ancianos, si está controlado médicamente y como en el caso de la geriatría, acaba reportando salud y bienestar a los que lo practican.

Hablemos ahora de la testosterona. Una hormona, como todo el mundo sabe. La hormona de la virilidad, reza el tópico. Pero fundamental también para el equilibrio hormonal de las mujeres. Cumple muchas funciones. También es una sustancia dopante prohibida por la reglamentación deportiva. Se la suministra a mujeres con grave riesgo de osteoporosis, también a los ancianos para compensar la baja producción que conlleva la senectud. Son las llamadas terapias hormonales de reemplazamiento. Pero también es una sustancia de moda en círculos empresariales de gente activa y dinámica que desea proyectar virilidad, acción, iniciativa y capacidad sexual. En el deporte, en cambio, está prohibida, a pesar de que se ha demostrado que la actividad física intensa provoca un deterioro en la capacidad natural de producir testosterona o que sus bajos niveles incrementan el riesgo de padecer dolencias cardiacas. También está prohibido su suministro a  las mujeres deportistas, cuando ello podría prevenir algunas dolencias derivadas de la práctica intensiva de ciertos deportes, de forma similar a las terapias hormonales sustitutivas. Parece, por tanto, que en ciertos casos, la prohibición de que los deportistas tomen determinadas sustancias o lleven a cabo determinados tratamientos, lejos de protegerlos, los está dejando más expuestos a enfermedades, les está impidiendo alcanzar el estado de salud adecuado a la actividad que están realizando.

Resulta de gran interés al respecto la lectura del libro de J. Hoberman “Testosterone dreams: rejuvenation, aphrodisia, doping”, donde realiza un balance pormenorizado de los usos históricos de la testosterona, y de los esteroides anabolizantes, desde que aquella se consiguiera sintetizar en los años 30 del pasado siglo. Resultan ilustrativas las imágenes que la publicidad ha ido creando al respecto, las subculturas atléticas y de clase que la han incorporado a sus hábitos, las exageraciones, peligros y terapias ciertas o exageradas, que alrededor de esta hormona “milagrosa” se han ido creando. Al respecto, ninguna tecnología posee la llave maestra del éxito o de la felicidad, las drogas, como las sustancias dopantes o las medicinas, no deberían convertirse en panaceas que se adquieren en un supermercado o por internet sin control de calidad y sin consejo médico. La salud, sobre todo la de los deportistas, que la someten a indudables riesgos y posibles agresiones, debe ser cuidada por profesionales y nunca devenir, como desgraciadamente es el caso, sobre todo en deportistas populares y jóvenes, en elecciones individuales realizadas según las proclamas de la publicidad, los anuncios engañosos y las recomendaciones sólo amparadas en el boca a boca y al margen de la ciencia médica.

La ideología antidoping resulta de una gran mojigatería. El uso de drogas para los más variados objetivos sociales ha sido atestiguado hasta la saciedad a lo largo de la historia y en todos los contextos culturales y étnicos. Las drogas, las medicinas, las sustancias consideradas no naturales, cuando casi todas ellas lo son, no representan un problema por sí mismas, y poseen en cambio, un potencial de bienestar y ayuda de gran valor social. El aprendizaje cultural, la educación, el control médico y social cumplen la función de conseguir el buen uso de las drogas y de los medicamentos, evitando el abuso o el mal uso que puede desembocar en drogadicciones, alcoholismo, enfermedad o lo que es peor, la muerte.

A mí este tema del doping me recuerda el conflicto antiguo contra la profesionalización del deporte. En cierto modo poseen un origen común y se sustenta sobre la falacia de que el deporte es algo puro, casi angelical, que hay que preservar de los avatares de la economía, la tecnología y el resto de los avances sociales y culturales. Realmente a mí no me gusta la sociedad capitalista en la que me ha tocado vivir, la mercantilización cada vez mayor de todas las facetas de la vida, la eliminación de lo público, el afán desmesurado de riqueza y poder a través del dinero, la destrucción del entorno natural y del propio cuerpo humano, la instrumentalización del arte, la ciencia, la tecnología, la cultura y el deporte por el poder económico. Pero no creo que la solución descanse en intentar preservar una parcela, en este caso el deporte, y mantenerla a ultranza al margen de los embates del capitalismo y de la influencia de la tecnología. El afán por crear o mantener mundos idílicos, islas de paz en el océano tenebroso de la modernidad, resulta imposible, una batalla perdida que sólo reporta injusticia, malestar, hipocresía y corrupción. Todos esos guetos al margen de la ley, ya sea el alcohol durante la ley seca en Estados Unidos, las drogas, la prostitución, el doping, son entornos donde los capitalistas medran para limpiar sus pecados y blanquear sus capitales. No hay que confundir la lucha política contra el capitalismo con el intento de mantener paraísos angelicales de moral excelsa. El deporte posee una componente ineludible de competición, y si esta actividad se desarrolla en un entorno mercantil, pues su mercantilización resulta ineludible.

Sobre este particular quiero recordar la famosa película “Carros de fuego”. Aquí aparecen esos dos mundos posibles en torno al deporte, si la sociedad vigente no hubiera hecho imposible al deportista natural y amateur que preconiza el personaje de Eric Liddell, ese corredor puro e intuitivo que casi sin entrenamiento y con sólo fe y voluntad consigue vencer a Harold Abraham, que a los anteriores ingredientes le agrega la preparación física y médica pre-moderna, así como una latente profesionalización, preconizada en la figura de su entrenador. El tipo de deporte que Coubertin defendió e intentó promover a ultranza fue una novedad en su tiempo. El olimpismo no crea el deporte, ya existía, y era profesional y utilizaba todos los medios a su alcance para alcanzar sus objetivos, sino que intentó transformarlo basándose en un concepto de la competencia de corte noble y religioso, al estilo de los juicios de dios patentes en los torneos medievales, o las luchas míticas de los héroes de la Iliada. Coubertin bebe de las esencias de lo que se ha venido en llamar “cristianismo musculoso”. Si recuperamos la memoria de la película comprobamos que Liddell representa precisamente a los cristianos musculosos, se aprecia en su fe, en los diálogos con su hermana en torno a la vocación religiosa, sobre su negativa a competir en domingo, sus discursos públicos, su manera de acometer el deporte como una empresa religiosa, o quizás mejor, creyendo que el ganador de la competición debe ser el más puro, el mejor cristiano, el mejor creyente, el más sacrificado, el menos profesional. El resultado deportivo sería así una prueba de la moral del deportista, y jamás debería pervertirse su resultado por el dinero o la tecnología.

Este concepto de deporte, del que todavía padecemos sus consecuencias, procede de un concepto de sociedad pre-capitalista y no lo olvidemos, de un extremo conservadurismo a nivel de costumbres y de moral, de un intento de extirpar el deporte del mundo obrero y artesanal, y devolvérselo puro a los niños bien de prósperas familias que no necesitaban trabajar para comer.

Pero el deporte real que tenemos en la actualidad ya no es el que el olimpismo preconizó. Ni tampoco en su época su concepto de deporte anuló los ya existentes, porque el profesionalismo siguió existiendo en ámbitos tan importantes como el ciclismo, el boxeo, el fútbol, las carreras, etc. Sin embargo, la sociedad, y sobre todo los apóstoles del anti-doping, siguen preconizando aquel concepto anticuado y moral, y han encontrado en la guerra contra el dopaje la justificación para seguir defendiendo unos valores rancios del deporte que lejos de ayudar a su re-establecimiento generan mucha hipocresía y guetos de corrupción y blanqueo donde chantajistas, empresarios y demás corruptos medran y obtienen poder a costa del deporte y sobre todo, de los deportistas.

Todos los deportistas tenemos unos objetivos. Queremos ganar, vencer. Unos más obsesivos, otros más humildes, con mayor o menor ambición, según la capacidad, cada cual posee sus retos en relación a la competencia, la lucha que implica la práctica del deporte. No nos confundamos. No estoy hablando de la persona que hace footing, o juega al tenis los domingos, o le gusta pasear en bicicleta o jugar al fútbol con los amigos. No. Esas personas juegan o realizan actividad física, pero no son deportistas. Yo hablo del deportista, una persona que organiza una parte, o toda su vida, con el deseo de vencer a un contrincante. Sólo una parte de la sociedad desea ser deportista con esta definición, independientemente de que sean de élite o puramente populares, todos los deportistas compartimos esa característica, y nos resulta, por tanto, legítimo utilizar cualquier medio a nuestro alcance para lograr el estado de salud perfecto al objeto de cumplir nuestros objetivos deportivos. ¿Todo está permitido, entonces?

Yo respondería con otra pregunta ¿Está todo permitido para curar una enfermedad? Creo que la contestación a esta última pregunta debe coincidir con la que planteaba al final del párrafo anterior. Por ello, el mismo tipo de acciones preventivas y curativas que estamos dispuestos a adoptar para enfrentar una enfermedad debemos establecerlas para alcanzar la mejor salud de un deportista, o cualquier otra persona según la actividad a la que se dedique. Los aspectos relativos a la ética, la economía de medios, la eficacia del tratamiento que anteceden al mejor tratamiento disponible para curar una enfermedad deben coincidir con los presupuestos en los que basamos nuestro razonamiento sobre el doping deportivo o profesional.

Creo que la actual política antidoping está poniendo en grave riesgo la salud de los deportistas. Les está privando de derechos humanos, jurídicos y laborales, atacando su dignidad, amenazándoles como si fueran delincuentes o drogadictos, exponiéndoles a unas sospechas y acciones de investigación propias de un Estado totalitario y policial. Y todo ello amparado en una hipocresía y una corrupción difícil de compaginar con la idea idílica del deporte que defienden espuriamente los guerreros contra el doping

En lugar de ser atendidos médicamente de forma transparente, abierta y con todos los medios técnicos e higiénicos disponibles, las atenciones médicas se realizan a oscuras y en entornos poco sanitarios, con sustancias adquiridas en mercados negros con poco control en cuanto a la fabricación, el transporte y el mantenimiento, obligados a utilizar no las mejores sustancias ni las que menor riesgo reportan, sino las más indetectables, enmascarando su uso con otras sustancias que pueden reportar indeseables efectos secundarios.

Toda la reglamentación contra el doping se basa en la presunción de culpabilidad, se castiga en prevención de reincidencia y las medidas cautelares mientras dura la investigación resultan aberrantes y desproporcionadas.

A los médicos que los atienden se les amenaza con delitos penales en relación con atentados contra la salud pública, aunque en muy pocas ocasiones se ha podido demostrar ese aspecto, pero las medidas cautelares y el acoso mediático al que se han visto expuestos por tal causa resulta desorbitado en relación a los hechos demostrados. La vida laboral de los deportistas pende de un hilo, tanto los contratos deportivos, como los publicitarios, pueden convertirse en papel mojado al albur de juicios paralelos en prensa basados en meros indicios o en pruebas médicas, como el pasaporte biológico, que no poseen una certeza científica medianamente razonable sobre las supuestas  actividades dopantes de los deportistas.

El pasaporte biológico acusa sólo por indicios, y sin necesidad de demostrar qué sustancia o qué actividad ha podido provocar el supuesto doping. Sin esta certeza, la reglamentación permite que el pasaporte biológico pueda utilizarse como prueba fehaciente en un juicio a un deportista. Contra esta posibilidad ya incluida en preceptos legales en Francia, por ejemplo, o en la Federación Internacional de Ciclismo, se han manifestado numerosos profesionales en el campo de la justicia, la biología, el deporte y la medicina. A nivel científico existen muchas incertidumbres. Por ejemplo, Giusepe Banfi, de la Universidad de Milán, concluye así de tajante su artículo, “Limits and pitfalls of Athlete’s Biological Passport”, contra la tecnología que sustenta el pasaporte biológico:

“The Athlete’s Biological Passport (ABP) is an evaluation of hematological parameters, hemoglobin (Hb), reticulocytes (Ret), and their combination in the OFF-score. Recently, the Court of Arbitration for Sport accepted it as a suitable indirect method for detecting blood doping. There are various topics which are not defined and scientifically completely explained in ABP, limiting its effectiveness as evidence and as suspect of blood manipulation. The data source the ABP used for designing a profile is unclear. The variance used for cyclists is not correct. The covariables which should be calculated together with the measures of Hb and Ret are not always considered in the statistical program. The pre-analytical warnings for correct and valid collection, transport, and storage of the specimens are not assured. Quality control of the instruments is not completely assured. Analytical variability is not appropriately considered in the program. The seasonal changes of the hematological parameters, due to training and competitions, are not calculated. Statistical analysis, based on a Bayesian-like program, not available to the scientific community, does not follow the classical decision-making approach of medicine and science. The ABP needs of additional evidences and of scientific debate.

Los procedimientos legales, policiales y deportivos para luchar contra el doping, en connivencia con los medios de comunicación de masas, no buscan la verdad, ni aspiran a asegurar la salud del deportista, no pretenden esclarecer todos los aspectos tenebrosos de este comercio ilegal y fraudulento donde lamentablemente impera la corrupción, el blanqueo de dinero y los intereses económicos, sino crear chivos expiatorios, mostrar a la opinión pública cabezas de turco, llenar grandes titulares, hacer mucho ruido con el objetivo de esconder otras vergüenzas, y por tanto, convertir al pelotón ciclista en un semillero de sospechosos donde el azar de una prueba o un pasaporte biológico entresacará a una de sus bolitas para exponerla a la opinión pública como estigma de la profesión y azote de herejes.

La ingestión de sustancias recuperadoras o mejoradoras del rendimiento deportivo, no reducen, ni por supuesto, eliminan, el sacrificio y el esfuerzo del atleta o el ciclista tanto en los entrenamientos como durante las competiciones. El doping no se da para evitar el esfuerzo o para esforzarse menos que el contrincante, sino únicamente para vencerle, y ningún deportista dopado escatimará sacrificios con el objetivo de rendir al máximo de sus posibilidades. Pero llegados aquí muchos se preguntarán, ¿hasta dónde llegar con la tecnología deportiva en este ámbito de competencia y búsqueda infinita de records y de medallas?

Para responder podríamos dirigir la misma pregunta al ámbito laboral, por ejemplo. El deporte no deja de ser también una profesión de la que viven muchos deportistas de élite. Muchos trabajos conllevan riesgos, algunos muchísimos, a nivel físico y también de salud mental. El deporte profesional no se diferencia de otras muchas actividades laborales. Existe vocación, claro, pero el deportista está realizando un trabajo del que vive, del que incluso se puede lucrar, de igual manera a como lo hace un empleado de banca, un ejecutivo de una multinacional, o un barrendero. Que posea el deporte esta componente de espectáculo, drama o rito, que en ciertos deportes el atleta sea considerado casi como un héroe, y que el deporte cumpla una función social de primer orden a nivel cultural, estético y político no debería nunca hacernos olvidar que el atleta de élite es un trabajador que como otros, pero con sus peculiaridades, está sometido a riesgos de los que tiene todo el derecho del mundo a protegerse con la mejor tecnología disponible.

Y no deja de sorprenderme que en algunos trabajos de tipo gerencial o artístico, por ejemplo, se acepten determinados comportamientos en relación con medicamentos y drogas que, en cambio, la sociedad, la justicia y los dirigentes del deporte aborrecen en el ámbito deportivo. Por ello, la respuesta acerca del límite que hipotéticamente deberíamos imponer a las tecnologías de la salud, de la prevención, la recuperación y el mejoramiento debería ser establecido con igual rigor o liberalidad en los ámbitos respectivos de la vida laboral, privada o deportiva.

No se me escapa la enorme mortandad, ni los gravísimos problemas de salud derivados del abuso y mal uso de las drogas. No quisiera acabar este trabajo sobre la política anti-doping con una disquisición larga y extensa sobre la drogadicción o sobre el abuso de ciertos medicamentos. El doping, en general, no conlleva riesgos adictivos. Se consumen sustancias recuperadoras o mejoradoras con el objetivo del entrenamiento y de la competición, su uso se modula a sus correspondientes ritmos, y cuando cesa la actividad deportiva o esta se reduce, el consumo de estas sustancias finaliza o se rebaja enormemente. No estamos ante el mismo problema. Pero sí parecido en relación con el abuso. El uso correcto de un medicamento, así como de un alimento, de una sustancia recuperadora o de una droga, posee un marcado componente cultural y educativo. El alcohol, por ejemplo, que en ciertos ámbitos se usa como un elemento de refinamiento en el comer, de sutil acompañamiento de platos y reuniones, en otros, sin embargo, provoca gravísimos problemas de salud y violencia. La glucosa, imprescindible para la vida, si ingerida continuamente en bebidas azucaradas y dulces y helados, se convierte en un problema de salud de primer orden. Los antibióticos, si se toman sin un control escrupuloso, provocan graves riesgos sanitarios en la población al perder aquellos sus propiedades antibacterianas. Y qué duda cabe, la EPO tomada sin medida, ni sentido común puede poner en grave riesgo la salud del deportista. Por tanto, no creo que en el caso de las tecnologías médicas del deporte estemos ante un fenómeno diferente. El buen uso quedaría garantizado si hubiera transparencia, si cesara el acoso, si los médicos deportivos no fueran perseguidos como antaño los abortistas, si hubiera investigación médica independiente sobre el consumo de estas sustancias, si se establecieran pautas médicas, procedimientos de actuación acordados por la profesión en relación al suministro de estas tecnologías de la salud del deportista.

Resulta evidente que no todos los deportistas somos iguales. No únicamente por el tipo de actividad, sino por la intensidad, por el grado de compromiso. Un ciclista popular que por motivos laborales, familiares y personales sólo puede entrenar 10 horas semanales, por ejemplo, resulta muy diferente del profesional cuyo trabajo consiste en montar en bicicleta, y que puede dedicar al entrenamiento 40 horas semanales, incluso más. Resulta diferente a nivel de objetivos deportivos, pero también de necesidades médicas y tecnológicas de apoyo. El ciclista popular seguro que aspirará a poseer una bicicleta magnífica, con poco peso, gran rigidez y buena aerodinámica. Porque no lo olvidemos, ambos compiten, cada uno a su nivel, y los dos desean vencer. El ciclista popular realiza esta actividad física no para estar sano, ni sólo para divertirse, sino para competir bien. La competición es lo que le da sentido a su actividad física sobre la bicicleta, lo que hace que el sacrificio posea un objetivo y le procure satisfacción. Por ello buscará el mejor material acorde con su poder adquisitivo y con sus expectativas deportivas. Esto no consiguen entenderlo algunas personas que montan en bici sólo para realizar ejercicio físico. Para ellas la bicicleta únicamente es un artilugio que ofrece una resistencia y por tanto, en principio, cuanto más pesada y menos aerodinámica (barata) mejor, porque su objetivo no consiste en llegar antes, sino en sudar mucho, perder peso o activar su corazón. Pero el deportista, aunque sea el último del pelotón, deseará poseer la mejor tecnología acorde con su nómina y aspiraciones.

Lo mismo cabría afirmar del soporte sanitario que cada uno de ellos debe recibir o puede aspirar a tener. Si tu nómina no te alcanza para que te den masajes, o para contratar un entrenador y un médico, tus aspiraciones, por motivo de riesgo de salud, no deberían ser muy elevadas. Intensidad deportiva y necesidad de soporte tecnológico deben ir ligadas. Si el ciclista popular al que nos referíamos antes no puede disponer de un médico deportivo, ni de un entrenador, como cualquier ciudadano que cuida de su propia salud, sólo debería acometer tareas de mucho sentido común y avaladas por la tradición y la cultura, nunca auto-medicarse, ni seguir tratamientos no recomendados por un profesional. Y dada la situación en la que se encuentra el conocimiento médico sobre estos tratamientos, y los dudosos circuitos donde se obtienen estas sustancias, yo no le aconsejaría a ningún deportista popular entrar en este mundo del doping y de las ayudas químicas para mejorar el rendimiento. En cierta manera sería de tan dudosa utilidad como si el ciclista popular invirtiera en un material deportivo estratosférico al que no le va a sacar un rendimiento especial, y sobre todo, que no va necesitar para obtener salud acorde con el nivel deportivo que posee y al que aspira.

He intentado ofrecer una perspectiva poco habitual y creo que útil, con objeto de aportar elementos de reflexión en torno al dopaje deportivo y su más evidente manifestación, la ideología del anti-doping. Deporte, salud, tecnología, dinero, moral, medios de comunicación, justicia, política, nacionalismo, todos los elementos de la modernidad se dan cita en el doping. Advierto que hasta el momento las víctimas del dopaje han sido tanto la verdad, como los deportistas, tanto populares como de élite. La sociedad ha adoptado respecto al doping la típica solución maniquea. Ante un tema tan complejo no podemos responder con la hoguera y la captura del chivo expiatorio, tampoco escondiendo la cabeza. La hipocresía social al respecto supone uno de los mayores escollos a enfrentar en el camino hacia la salud y la justicia en el deporte.

Algunas referencias de interés:

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Moller, V. 2012. Un diablo llamado dopaje. Cultura ciclista.

Moller, V. 2012. El chivo expiatorio. Cultura ciclista.

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