Un runrún de cigarras mecánicas
El pelotón se parece a una madre virtual, ya que sólo existe cuando sus polluelos conseguimos estar juntos. Pero tiene sus peligros. Nos protege del aire, aminora el rozamiento aerodinámico, nos ayuda e incentiva a mantener un nivel de esfuerzo, pero hay que permanecer siempre atento porque el drama puede sorprendernos en cualquier ocasión. El pelotón ofrece seguridad, pero hay que cumplir unas mínimas normas para ello. En primer lugar, cada miembro debe guardar unas distancias prudenciales respecto a los que lo rodean, jamás deberá cruzarse, sino mantener una trayectoria sin vacilación, nunca cambiar el ritmo repentinamente, siempre alterar la posición o la velocidad gradualmente, avisando. Pero también, aprender a anticipar lo que van a hacer los que te rodean, si el de adelante se va a poner en pie sobre la bici, si el de la derecha se va a comer un barrita energética, si parece que va a haber un ataque, anticipar las curvas, los repechos, los cambios en el pavimento, el compañero que desea esquivar un bache, etc. Y el sonido, la música de esa orquesta a la que se parece un pelotón, y en la que un frenazo, un súbito cambio de ritmo, de frecuencia nos despierta de la modorra y acelera nuestros corazones.
Desde la acera el pelotón posee un sonido muy diferente al que se aprecia cuando se pedalea en su interior. El pelotón es una banda musical en movimiento. Siempre he echado de menos, en las retransmisiones deportivas de las grandes vueltas, el sonido del pelotón, el ruido de las bicicletas. El productor televisivo que consiga introducir la melodía ciclista en las retransmisiones habrá logrado un hallazgo inusitado y lleno de emoción que dotará a la magia visual de este deporte de una polifonía bella y rutilante. La primera vez que vi un pelotón en directo, fue su sonido lo que más me llamó la atención. Antes de poder verlo, al pelotón se le oye venir. Una vez han pasado los coches y las motos que despejan su camino, se hace un silencio tenso, desaparecen los ruidos comunes a las carreteras, y la ciudad, el pueblo, el campo, recuperan sus melodías propias, apagadas comúnmente por el tráfago de los motores de explosión. Y de pronto, de ese silencio esperanzado, el niño empieza a escuchar un tenue zumbido, como el que emiten los cables de alta tensión los días de lluvia, una especie de monodia eléctrica, como de élitros metálicos, un runrún de cigarras mecánicas. Es el pelotón que llega. Una emoción que repentinamente toma la curva y que desgraciadamente siempre pasa demasiado rápido. Como un sueño. Pero quedan los fogonazos de color, el amarillo del líder, la sospecha de que hemos visto a Fausto Coppi o a Bahamontes, y el recuerdo del sonido, de esa sinfonía de radios tocados por el viento, los rodamientos, la cadena, el olor a aceite, ese pulmón que avanza tomando aire y expirando fuego.
Hoy mis hijos se sientan delante del televisor. Sueñan también. De otra forma. Afortunadamente saben lo que significa pedalear. También suben repechos, y gustan de lanzarse cuesta abajo. Sus cerebros y sus músculos acopian experiencia y cuando ven al pelotón en la pantalla compruebo que casi sudan con él. Pero no han experimentado la emoción de la espera, esa atención tensa que se desbordaba cuando empezaba a oírse el flujo electrizante del pelotón todavía detrás de la curva o del cambio de rasante. Merece la pena pararse en la cuneta. Sí, ya sé que la espera puede resultar larga, y que van tan rápido que en apenas unos segundos todo el espectáculo ha pasado como un rayo. Pero esa magia de estar allí, de haber sido espectador de un momento único en el que casi nada realmente ha ocurrido, donde ni hemos sido capaces de distinguir apenas un maillot, lejos de defraudar provoca una emoción difícil de entender y que siempre nos acompañará en nuestras vidas.
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