Quien poseía una bicicleta ganaba la libertad
De niño he tenido tres bicicletas. Ahora poseo dos, la flaca y la gorda. Que así llamamos coloquialmente mis amigos a las bicicletas de carretera y de montaña, respectivamente. Como decía Rafael Alberti al comienzo de su poema “La bicicleta con alas”:
A los cincuenta años, hoy, tengo una bicicleta.
Muchos tienen un yate
y muchos más un automóvil
y hay muchos que también tienen ya un avión.
Pero yo,
a mis cincuenta años justos, tengo sólo una bicicleta.
Quien poseía una bicicleta ganaba la libertad. Aunque no tuviera marchas, el piñón fuera fijo y el único freno acabara por dejar de funcionar. También era de hierro macizo y las ruedas de goma. Así fue mi primera bicicleta, que me trajeron los primeros Reyes Magos de los que poseo conciencia. Una bicicleta blanca que nunca se pinchaba y era imposible de romper.
Con el paso del tiempo he comprobado que los ciclistas mayores recuperamos la niñez sobre la bicicleta. Este artilugio posee una capacidad poco reconocida oficialmente para dar felicidad y convertir a sus usuarios en niños grandotes, no sólo cuando se montan, sino lo que resulta casi mágico, cuando ya se han bajado de la bici y se van a trabajar, porque una bici en la vida aniña los corazones y puede incluso endulzar las relaciones sociales, a pesar del estático sillón giratorio del jefe o del juez. Y es que incluso la policía, cuando monta en bicicleta, parece que adopta una disposición más amigable, casi humana, como si las multas, las esposas, la porra o la pistola desaparecieran del atuendo de todo aquel que por el sólo hecho de montarse en un bicicleta tiende a hacerse un poco más solidario con el género humano y la libertad.
Decía H.G. Wells:
Cada vez que veo a un adulto sobre una bicicleta, no pierdo la esperanza en el futuro de la humanidad.
Yo comparto su sueño.
Un enjambre de átomos que aspiran a la máxima libertad
Cualquier otro medio de transporte no autopropulsado posee una componente autoritaria de la que la bicicleta carece. Para montar un caballo resulta imprescindible mandar. El látigo parece consustancial al carro o a la diligencia, no digamos para extraer el petróleo o el carbón que han movido históricamente los trenes y los coches. En cambio, nuestras bicis la movemos cada uno de nosotros, individualmente con nuestra propia musculatura y gracias a ello la libertad que nos ofrece resulta justa, porque el querer y el poder se confunden sin necesidad de oprimir a nada ni a nadie.
Afirmaba Elias Caneti, en “Masa y poder”, que un director de orquesta sinfónica le parecía el ejemplo más palmario de lo que significa un régimen totalitario, una dictadura. A mí un pelotón de ciclistas, en cambio, me recuerda el espíritu de la anarquía. No podría imaginar a Platón o a Aristóteles, no digamos a un estoico, montado sobre un velocípedo. Pero a Epicuro sí. O a Diógenes. Su hedonismo me parece muy cercano a la felicidad ciclista. El atomismo de Demócrito, “el filósofo que ríe”, se parece al del pelotón ciclista, un enjambre de átomos que aspiran a la máxima libertad, pero que sin embargo, se mantienen unidos. Olvidemos por un momento una gran competición, donde la existencia de equipos, pinganillos, directores y trofeos desvirtúa el intrínseco carácter libertario de esos pelotones que espontáneamente se forman en las carreteras a partir de átomos ciclistas dispersos y que sin un jefe, sin consignas, se van enjambrando en un pelotón de risas, demarrajes, complicidades, hachazos, en suma, en una mezcla saludable de competencia y cooperación.
Ya que estamos en el mundo en red, el pelotón sin guía, sin centro se asemejaría a esas redes distribuidas de tipo p2p, donde la información se comparte y fluye con libertad, redes creativas donde los sueños y los alardes se ofrecen libremente y se integran en un saber compartido que tan pronto como se forma se dispersa entre todos los pelotones de los que hemos formado parte a lo largo de nuestra vida ciclista. Sin embargo, durante estos días de julio en que escribo contemplo en televisión el pelotón del Tour de Francia, de gran belleza, retratado desde todos los puntos focales y distancias, pero que carece de esa libertad y unión sin compromiso que admiro en los otros pelotones populares. Porque el pelotón profesional sería como una red descentralizada, con jefes de filas y directores de equipo que controlan y representan a cada grupo en liza con los restantes, y donde la información, por tanto, fluye de modo restringido en virtud de estrategias y redes corporativas de radio-pinganillos.
Me pregunto qué razón o consigna provoca el avance de un pelotón ciclista. En el mundo animal también existen otros pelotones, a los que denominados como bancos de peces, manadas de herbívoros, o bandadas de pájaros. En todos estos casos la evolución ha inscrito en los genes de determinadas especies animales el sentido de la unión, o de la colaboración para obtener algún tipo de ventaja vital derivada de la formación de grandes grupos. Pero sobre todo me interesa el movimiento de estos otros pelotones animales, en cuanto sus inercias tuvieran algún parecido con la de los pelotones ciclistas. Los insectos forman enormes colonias, algunas de gran complejidad, pero un pelotón resulta algo distinto, se da por un desplazamiento que todos acometen en común, y que adopta una especie de destino. Por tanto, diferente a una colmena o a una colonia de hormigas, más parecido a la marabunta o a una plaga de langostas.
Recuerdo un libro del etólogo alemán Konrad Lorenz, de título no muy afortunado, “La violencia, el pretendido mal”, tras el que se esconde un trabajo repleto de observaciones, sentido común, y sobre todo, cariño y respeto por el mundo animal. Lorenz se preguntaba algo similar en relación con los bancos de peces, y recordaba un experimento donde a un pez elegido al azar se le extirpaba la parte del cerebro relacionada con la voluntad de estar junto a sus congéneres. Un tal pececillo se acababa convirtiendo en el líder del banco de peces y todos le seguían en sus aparentes movimientos erráticos, por ser el único libre de las ataduras del instinto de estar cerca de sus compañeros. No desearía yo practicarle ningún tipo de lobotomía a un amigo ciclista, pero resulta desolador comprobar cómo en esta comunidad de peces el más tonto, iluso o descerebrado acaba convirtiéndose en el dueño de los movimientos colectivos.
Algo similar debe ocurrir con esos volúmenes amorfos que miríadas de estorninos forman durante algunos atardeceres contra la sombra del sol declinante, esas manchas negras cual nubes antojadizas y casi mágicas de átomos luciferinos que se contraen, explotan, se expanden siguiendo puntos de fuga erráticos de gran belleza y que nos hacen siempre reflexionar sobre sus causas, tanto por qué se unieron, la razón de este singular baile, como de la razón de su misma desintegración, como si durante unos minutos cada miembro de esta bandada se hubiera visto invadido por un espíritu extraño, similar quizás al que nos motiva cuando formamos esos pelotones ciclistas que por donde pasan, sean profesionales o populares, siempre llenan de admiración los corazones de los peatones que pasean por los arcenes y las aceras.
Pero otras veces el pelotón se asemeja más a las formaciones ordenadas de aves migratorias que guiadas por su instinto logran hazañas deportivas inalcanzables. Aquí el movimiento se realiza en persecución de un objetivo claro, una meta lejana que como un paraíso de promisión espera a los afortunados que logren atravesar los continentes y los océanos. Quizás este parangón sería más apropiado para los pelotones en competición, donde un raro equilibrio entre competencia y cooperación provoca ese movimiento hacia adelante al que todos aspiran. Las formaciones ordenadas de gansos nos proponen la imagen más fidedigna, porque su ordenación atiende a conseguir un viaje eficaz que minimice el coste energético del desplazamiento. En ir a rebufo consiste esta máxima del ahorro al servicio de que todos acaben alcanzando la meta. Y por tanto, una adecuada política de relevos en función de la capacidad de cada miembro de la bandada para cortar el viento al servicio del pelotón. Observad cómo estas formaciones avanzan, los relevos que se dan, la disposición en flecha en función de dónde proceda el viento, y conseguiréis una imagen natural de enorme parecido con las evoluciones de un gran pelotón ciclista en competición.
Pero los ciclistas no son gansos, a pesar del parecido cuando se los compara en grupo. Cada ciclista posee, sin embargo, el egoísmo del chimpancé, ese instinto que fruto de nuestro particular tipo de racionalidad nos empuja a intentar servirnos del trabajo ajeno, a minimizar el esfuerzo individual y a aprovecharnos del grupo. La sociabilidad humana u homínida plasma en nuestros genes la duda metódica, una especie de desconfianza hacia el prójimo que aspira a detectar a los gorrones, a los polizones, a los aprovechados, y que en el ámbito del pelotón ciclista en competición se plasma en miradas de inquina, gestos procaces, insultos, retos, cachetadas esperpénticas, todo un repertorio gestual y verbal que aspira a repartir con justicia el esfuerzo del avance, un microcosmos social algo arcaico que reproduce con propiedad el ambiente de la empresa, del estado o de la familia, donde cooperación y competencia no se pueden entender por separado.
Hay pelotones que son como hordas, otros se mueven como los clanes, cuando voy con amigos, compañeros de agrupación, parecemos una familia. Todo pelotón se rige por normas no escritas que se acuerdan como por magia. No existe la representación. Cada cual aporta su voto sin intermediarios. Y esta anarquía funciona. Disfruto cuando estoy en un pelotón. Cada uno posee sus normas particulares que se aprenden con enorme rapidez, como si poseyéramos un gen que nos iluminara al respecto y que con gran acierto nos permite confeccionar un mapa de egoísmos, fortalezas, habilidades e ineptitudes, y a responder en consecuencia y en virtud de la propia personalidad y capacidad para soportar el esfuerzo.
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Gracias, me parece un ensayo interesante, lúcido y poético;
lo que llamas anarquía para mí significa interrelacción, armonía y manifestación del orden interno
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Me alegra que te haya gustado. La mayor parte de las personas consideran la anarquía sinónimo de desorden, caos, guerra, etc. Yo no, y coincido contigo en que un sistema humano no sometido a opresión o explotación tendería hacia la armonía, como un pelotón.
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