Y las paradojas de la congestión
El sistema económico actual no puede vivir sin congestión, porque los embotellamientos simbolizan el éxito de una economía basada en el principio de la escasez. Aquellos lugares aquejados por la congestión denotan desarrollo y crecimiento económico, actividad, riqueza. Nada más desolador para la rentabilidad social y económica que una autovía vacía. Sin embargo, la congestión, cuando supera un determinado nivel, tiene un coste, el que sufren todos aquellos automovilistas que deben ir más lentos y demorar su tiempo de viaje por la presencia de otros en la misma calzada. Pero olvidamos demasiado frecuentemente que una infraestructura vacía también posee un coste, el derivado de su misma ociosidad. Se ha asumido como un objetivo del actual sistema de transporte eliminar la congestión porque coarta el crecimiento económico, ya que se considera que las demoras perjudican la actividad productiva, incrementan el consumo de combustible y aumentan la contaminación. Ampliar la capacidad por la construcción de una nueva infraestructura viaria eliminaría las demoras, el flujo sería más fluido y por tanto, más eficiente y menos contaminante. Pero este ciclo de impacto y respuesta se ha demostrado falaz en el logro de un sistema de transporte sostenible.
A pesar de que la energía necesaria para transportar una tonelada o un pasajero apenas se ha reducido durante los últimos años, sí lo ha hecho, en cambio, el coste de transportar cosas y personas, dado que el transporte, a pesar de la fiscalidad que soporta, resulta una actividad fuertemente subvencionada, al no soportar todos los costes que provoca a la sociedad vía accidentes, infraestructura, escasez de combustibles fósiles y contaminación. Por tanto, cada nueva infraestructura construida con objeto de eliminar la congestión incrementa el tráfico, porque disminuye los costes del transporte, al reducir las demoras, y hacer atractivos territorios donde nuevas actividades generarán tráficos suplementarios. Si tenemos en cuenta el hecho comprobado de que el tiempo medio de viaje diario se mantiene constante, independientemente del nivel de desarrollo económico, y según subraya Marchetti, las nuevas infraestructuras, lejos de reducir las distancias, provocará su estiramiento y el incremento de la velocidad de los viajes para acceder a las actividades y a los servicios públicos. Por tanto, como el consumo de combustible y la contaminación por CO2 crecen exponencialmente con la velocidad, la nueva infraestructura anti-congestión, ni incrementará la eficiencia ni reducirá la contaminación.
Evidentemente no resulta muy eficiente un coche discurriendo a 40 km/h de media con sucesivas paradas y aceleraciones, pero si para evitarlo el coche tiene que recorrer, para alcanzar su destino en el mismo tiempo, el triple de la distancia a 120 km/h, tanto su consumo de combustible como la contaminación, serán superiores. Y es que hemos de aprender a distinguir la eficiencia energética y la velocidad abstractas de un vehículo, por ejemplo el coche privado, en el idílico caso de que él sólo ocupara la calzada pública, tal y como pregona su publicidad, del caso real y palmario en cualquier ciudad y país, en que el automóvil como medio de transporte social, su sistema, resulta perder eficacia a medida que su uso se extiende y se generaliza.
Por ello, las estrategias tradicionales contra la congestión han promovido finalmente más desplazamientos, más rápidos y cada vez más lejanos, lo que ha provocado mayores gastos en combustible y mayor contaminación. Consecuentemente, cuanto más se lucha contra la congestión mayor nivel de congestión se acaba cosechando. La justificación de esta paradoja es la siguiente. La congestión suele medirse por los tiempos de demora soportados por los automovilistas. Como se ha demostrado, las nuevas infraestructuras anti-congestión disminuyen los tiempos de demora medios (durante el período en que no vuelven a saturarse), pero a la vez inducen un incremento del tráfico. El producto de esas nuevas demoras medias (menores) por las demandas de transporte crecientes da como resultado, en la mayor parte de los casos, un mayor nivel de congestión. Cuando paradójicamente cada automovilista, individualmente, percibe menos demora.
Esta forma de medir y alarmar a la población provoca que la sociedad sienta, a pesar de las costosas infraestructuras, que la congestión se agrava, a pesar de los esfuerzos por contenerla, y que el ciudadano demande continuamente nuevas obras de ampliación de la capacidad que como hemos visto empeoran y hacen más ineficiente el sistema de transporte, no por la congestión en sí, que realmente disminuye para los agraciados que pueden circular rápido, sino porque crece la contaminación, los accidentes y el gasto energético provocados por el aumento continuado de la velocidad media y de la longitud de los desplazamientos.
Si recordamos la constante de Marchettí, y la relacionamos con la congestión, deducimos que cuando una ciudad empieza a superar el ancho de una hora de desplazamiento, independientemente de la densidad o de la velocidad, empiezan a aparecer disfuncionalidades, crece la ineficiencia y aparece la congestión como indicador de que el transporte lejos de ayudar al desarrollo lo está coartando. Llegados a este punto es cuando conviene repensar la ciudad en relación con la bicicleta, porque como veíamos en el caso que ejemplifica Bogotá, montar en bicicleta lleva aparejado toda una serie de efectos colaterales beneficiosos para la convivencia, la eficacia del transporte y la urbanidad.
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