La hormiga de la fábula destaca por su previsión. A diferencia de la cigarra, trabaja para controlar el futuro, y para ello modifica su presente con objeto de disminuir el riesgo y en ese entorno transformado poder cumplir mejor sus objetivos vitales. Planifica.
Si Esopo nos lo cuenta así, y realza el protagonismo y la ejemplaridad de la hormiga, es porque este insecto parece mostrar en su comportamiento algo valioso para el ser humano, algo consustancial a nuestro ser. Posee razón el griego. Al ser humano le gusta planificar. Siempre lo ha hecho. Imaginar un futuro ideal o mejor, y trabajar hoy para disminuir la aleatoriedad del ambiente social y natural, y que las condiciones del entorno sean en ese nuevo futuro deseado mucho más benignas a nuestros intereses y deseos.
Resulta tan innata esa capacidad humana, que a medida que las sociedades han ido evolucionando en el camino de la racionalidad instrumental, del universalismo y del progreso, este celo planificador se ha ido extendiendo a entornos y campos donde puede incluso parecer excesivo y hasta contraproducente.
Estamos ya en verano, hace calor y mucha gente disfruta de la playa, porque en febrero empezó a planificar sus vacaciones. En el ámbito personal y empresarial resulta valioso planificar, ordenar en el tiempo imaginado una serie de actividades que nuestra mente considera imprescindibles para posibilitar que el futuro nos brinde bienestar o para que colme alguno de nuestros deseos, para que a la fábrica no le falte insumos.
Desde que la URSS cosechó un éxito relativo con sus primeros planes quinquenales –comparado con el crack capitalista del 29-, y Leontief supo revelarnos los misterios de las tablas input-output de la economía, el Estado y las grandes empresas, con independencia del régimen político y de las ideologías, se han lanzado a la planificación de la realidad. Claramente nos lo mostró Galbraith en El nuevo Estado industrial, cuando propuso el modelo tecnocrático de decisión y de planificación como distintivo de nuestro tiempo, tanto del capitalismo de Estado socialista, como del capitalismo democrático occidental.
Todo poder anhela la eternidad, y una vez que dios dejó de ofrecérsela a los gobernantes terrenales, estos encontraron en el instrumento de la planificación algo imprescindible al fin de perseverarse en el tiempo y disminuir los riesgos del cambio. El sociólogo U. Beck, tan famoso en los años noventa del pasado siglo, nos lo relató a través del concepto de La sociedad del riesgo, que para protegerse de los daños colaterales del progreso y poder distribuirlos equitativamente entre los ciudadanos, debía acometer la tarea de planificar la realidad, de centralizar las decisiones en expertos que controlan la técnica y en filósofos-políticos que supieran de ética, en suma, de intentar idear procedimientos colectivos de decisión que fueran capaces de generar sabiduría. ¿Cómo hacer compatible la dictadura del tecnócrata, la veleidad cortoplacista del político demócrata y la libertad o la justicia? Pues ahí tenemos los procedimientos políticos del estado del bienestar, del crecimiento sostenible, del desarrollo humano, de la participación ciudadana, etc. que no dejan de ser instrumentos jerárquicos y centralizadores de toma de decisiones que fracasan, como se ha demostrado, en su intento de repartir a la vez justicia y eficiencia.
La planificación política, ya sea a nivel de la economía, la energía, el medio ambiente, el agua, la sanidad, la cultura, la defensa o la vivienda, se basa en analizar la probable evolución de las variables involucradas en el fenómeno que se estudia, en estipular unos objetivos a alcanzar en una determinada fecha y en decidir qué instrumentos se van a adoptar para conseguirlo. Por tanto, poseer muchos datos, conocer el modelo de funcionamiento de la parcela de realidad que estamos planificando, y poner en práctica una serie de medidas que modifiquen la que sería la tendencia natural de las variables (el business as usual). No difiere demasiado de la metodología que todos usamos para programar nuestras vacaciones, o para aplicarle a uno de nuestros hijos un tratamiento de ortodoncia. Un poco más sofisticada quizás, pero la misma. Pero curiosamente, los dientes de nuestra progenie mejoran, y si no sobreviene un percance, casi todos nos vamos a tostar al sol, tal y como habíamos previsto. Lo que contrasta con los fiascos que cosechan casi siempre todos los procesos de planificación que se acometen ya sea por el Estado, como por las grandes empresas.
La planificación resulta consustancial a la maquinaria capitalista y democrática, porque la centralización universalizadora a la que aspira sólo puede legitimarse socialmente en una estructura burocrática y tecnocrática que publicite certezas a los ciudadanos y a los consejos de administración del Estado y de las grandes empresas. No importa que la planificación siempre se incumpla, porque su función social no reside en que todo funcione como un mecano, sino en que ofrezca la imagen de que la maquinaria opera racionalmente y de que las decisiones democráticas que aspiran a cambiar el futuro se insertan en un modelo racional y previsible de funcionamiento. Porque si no fuera así, ¿para qué serviría el Estado democrático? Si el pueblo no percibe que el ejercicio de su soberanía está cambiando efectivamente la realidad en una dirección concreta, para qué la falacia de la participación ciudadana en los procesos de decisión o la construcción de todo un aparato burocrático que mecaniza las relaciones de los individuos tanto entre ellos, como con el medio ambiente que nos rodea.
Realmente, sin la planificación cotidiana y cercana de nuestras vidas no podríamos existir, pero lo alucinante es que podamos sobrevivir a la planificación de la economía nacional o del medio ambiente mundial. La planificación realmente persigue el adiestramiento social, que los individuos, cuyas decisiones aleatorias estropearían el equilibrio social existente, acepten modificar su comportamiento en una dirección predeterminada con el objetivo de garantizar el progreso y la efectividad de las políticas estatales y empresariales. Alterar, por tanto, la naturalidad cibernética de las relaciones libres y consensuadas de los ciudadanos por aparatos homeostáticos de decisión que le ofrecen al poder la previsibilidad adecuada a sus intereses: aunque esta megamáquina -sobre la que Lewis Mumford teorizó- únicamente pueda funcionar, a pesar del orden, la jerarquía y la planificación a la que aspira, gracias a esa anarquía organizadora de base que definiría E. Morin en La identidad humana, de los mil y un sabotajes cotidianos, desobediencias cooperativas de los últimos operarios de la megamáquina capitalista y estatal. Por ello la planificación, aunque nunca se cumpla, les permite a los estrategas capitalistas combatir en la guerra económica en condiciones ventajosas, y así poder elegir el campo de batalla y las reglas de la disputa.
Pero los planes se acumulan uno tras otro en los archivos estatales, todos ellos incumplidos. Y a pesar de ello se continúan redactando. Aunque el progreso, o la riqueza que puedan cosechar nuestros Estados no haya sido jamás predicho por ningún plan, porque la real utilidad de la planificación no reside en su cumplimiento, sino en orientar los comportamientos de las personas en una dirección medianamente coherente con los intereses de la élite económica y política; en ofrecer un texto legal, democrática y racionalmente aceptado que respalde todo el edificio normativo, y el montante y dirección de las inversiones que se van a acometer; y finalmente, en ofrecer al debate público y al juego democrático un texto autorreferencial al que todos recurren para justificar opciones, propuestas o alternativas políticas, un corralito tecnocrático que atrofia la potencia social para imaginar y trabajar por otros mundos posibles.
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