La música cesó tras de la apoteosis, pero no pudiste oír los aplausos. Te diste la vuelta y desde tu balcón azul tampoco divisaste a nadie, tan sólo un océano negro de silencio. “¡Apaguen los focos, leche!” Y te comiste la batuta como si fuera un alfeñique.
Al momento, el concertino se levantó y te estrechó la mano. Llovieron flores. Las trompas y los cornos ingleses sonreían. Desde el palco te saludó el rey, cual si fuera montado en su rolls blindado y bostezara a la muchedumbre. Sin embargo, la reina palmeó con tal fruición que los guardianes de la corona miráronse de soslayo.
Tras saludar, bajaste del podio e hiciste mutis, cabizbajo, mientras el auditorio aullaba suplicándote alguna propina.
La noche y su relente te esperaban de nuevo, Moisés de Briè, solo y desconocido en otra ciudad recién despertada al simulacro del neón y de las terrazas vacías ¿Olvidaste la pajarita, de Briè? ¿A dónde vas tan aprisa, Moisés? Ya no te demoras flirteando con las furcias, como antaño hicieras en la Viena atroz de la posguerra, cuando tras de los ensayos practicabas el trémolo entre sábanas de franela roja y en aquel balneario conociste al miserable empresario de las orquestas y los auditorios, aquel que entre baños mefíticos de azufre y friegas de penicilina, te contrató porque tu verga tan pomposa se parecía a la suya.
Eres un extravagante de Briè. Sin embrago, a la hueste de los críticos le gusta tu carácter hosco y desgarbado, violento con las sanas costumbres y los buenos modos. Nunca ganaste tanto reconocimiento como aquel día en que al ir a comenzar el adagieto de la quinta de Mahler le pediste fuego al clarinete y entre una nube de humo veneciano dirigiste la que fue considerada la mejor versión del siglo, ganadora de un Grammy y de un contrato multimillonario con la casa Farias. Incluso los más ortodoxos adoran y aclaman tu arte excelso, de Briè, y perdonan tus destemplanzas.
“¡No seas majadero! Mi madre era una cursi que se atragantaba en suspiros cuando su pequeño niño prodigio tocaba ante sus visitas aquel piano, joya de la familia, que decían que Beethoven había acariciado mientras también ensordecía. Más de cuarenta horas de psicoanálisis lacaniano y diez más de terapia Gestalt me costaron superar los rescoldos de aquella casa de campo meliflua y tiránica en la que mi padre ausente ejercía, con tal desmedida su férrea disciplina, que disfrazó de cocineros, mayordomos, jardineros e institutrices a los más oscuros y depravados detectives de la decadente Austria imperial; y evitó que mi madre se fugara con un artista “degenerado” que desde París intentó sacarla sin éxito del manicomio en el que perdió su vida entre rameras asirias proscritas por el Estado y judíos multimillonarios a los que la lobotomía había transformado en serios arios estériles a los que el régimen mimaba, no sin ciertos recelos”.
“Soy un viejo feo al que la gente culta adora y la pobre denigra. Ayer la reina me besó durante la recepción, nada menos que en la comisura de la boca, delante de tres jefes de estado mayor que inmediatamente echaron mano a sus pistolas automáticas y que luego escoltaron, en la antesala, las simplezas de un rey de opereta, mientras nosotros ensayábamos lindezas al clarinete, en un discreto y delicioso saloncito rococó testigo de pasadas veleidades reales. Sin embargo, mi porte aterroriza a las golfillas, que me exigen, por mi facha desgarbada, mis arrugas y mi pelo blanco e hirsuto, una cifra desorbitada y tan extravagante que sólo referirlo me avergüenza. Yo, que fui tan querido en otros tiempos”.
¿A dónde vas, Moisés, perdido otra vez en la noche de otra ciudad sin sentido? Ya no silvas, ni sabes tararear. Olvidaste las antiguas melodías, desde aquel sexagésimo cumpleaños en el que tus sesenta músicos preferidos te ofrecieron, de ofrenda, una pieza en la que uno a uno iban dejando de tocar, mientras otras tantas fúlgidas lámparas se iban apagando y tú recordabas tus tiempos mozos de vanidad y ambición, a la par que la oscuridad te acercaba progresivamente al silencio, perdido en la barahúnda de tus amigos y familiares, espiado por cámaras de televisión que encendían y apagaban sus diodos rojos y te recordaban los antros y los garitos donde oías el bandoleón y las castañuelas. Pero tú sólo pudiste ver las luces que iban enmudeciendo, porque la música ya no volviste a escucharla, de Briè, y a partir del momento en que la flauta se calló y la trigésimoquinta luz se apagó, tus oídos callaron y desde entonces no puedes silbar ni entender salvo por el jugueteo de los labios.
Estás solo de Briè. Tu arte es como una muralla. ¡Como un precipicio infame! Eres una reliquia, Moisés, un objeto de adoración. “Pero ya nadie me reconoce en esta ciudad de sombras, a pesar de mi frac de gala y mis zapatos de charol. Le di mi pajarita a ésa que huye en aquel coche rojo, y ni me dio las gracias”.
Ya no necesitas llenar las montañas de insecticida, de Briè, ni embadurnar los árboles de visco para apresar aves, porque tu arte ya no te exige el silencio contemplativo de esa naturaleza que cada primavera matabas para que no osara inspirarte melodía o sonido que no partiera de tu imaginación. A tu perra no sólo le extirpaste los ovarios, sino que también le robaste sus cuerdas vocales, no porque ladrara a los pájaros, que ya no los había, sino para que no pudiera manifestar alegría con un sonido de ladrido que no hubieras inventado tú. Y cuando enloqueció de impotencia, porque hasta el rabo le cortaste para que no tamborileara contra los muebles y las puertas, se dejó ahogar una mañana de verano en el lago donde solías pescar peces mudos que luego conservabas en peceras frigoríficas de cuarzo translúcido y multicolor.
Has perdido la inspiración para componer de Briè, pero aún puedes dirigir tan leve como un ángel; y según Le Figaro, tus imperceptibles movimientos sobre el podio despiertan todavía las más sutiles sonoridades, porque no necesitas fuerza, ni aparentar crudeza para desbocar a la orquesta hacia el éxtasis; pero la clara distinción de tu arte, comenta The Times, surge cuando la música, casi silente, parece flotar en un piélago de mil corazones atónitos y contenidos.
Por eso no puede huir, maestro. Los contratos le obligan más allá de la enfermedad y la muerte, profesor. Pero ¿a dónde va? ¿Cómo sale sin abrigo?
Que la noche está fría, y sin pajarita, Moisés, hijo, ven que te abrigue y que te arrope esa garganta que siempre tuviste débil…
Pero que resistió la navaja de tu primer despecho cuando la viste huir con aquel timbal de piernas flacas y cara de caballo que debía dar los últimos sones de tu cuarta sinfonía, esa que nadie entendió y de la que hoy ningún aficionado carece. Desde entonces, y según dice Guillermo José Leguineche, no suena percusión que la parió en ninguna de tus sinfonías y los platillos, tan caros en tus direcciones de otros compositores, tan sólo aparecieron una vez y como de puntillas en una fuga en la que la flauta no acababa de entenderse con el violonchelo de Laura, “la querida, la última Laura de los pechos recios y sonoros, la única que ya no me habla porque sabe que no la escucho, y cuyo legato aún me hace olvidar este sinsentido atroz que nadie comprende porque, ¡qué van a entender esos horteras de un sordo que dirige a ciegas!”.
Siempre le gustó la nieve, maestro, y ahora nieva de Briè, como en Garmisch, cuando aún eras un oscuro director de pasado inefable y tu padre te buscaba, perseguido y moribundo. Pero tú debías escamotearle ante la posteridad para mostrarte como un genio emergiendo de la nada. Y cuando le viste por última vez, una noche de éxito, después de haber interpretado entre telúricas mareas una inconclusa melodía bruckneriana, te pareció dormido en la primera fila, o eso creíste: sin embargo, él nunca dormía. Siete propinas le regalaste al enfervorizado auditorio, pero él siempre dormía, y cuando la muchedumbre se dispersó él quedo allí, solo, con la cabeza apoyada sobre la mano doblada, con el codo sobre el brazo de la butaca y con el programa de mano sobre las piernas abierto por la foto de su hijo y por una biografía en la que él no estaba, como si Moisés hubiese nacido de la nada. Estaba muerto, de Briè, fulminado por tu interpretación de aquella música con la que enloquecía a su propio auditorio de presos, mientras recordaba a su hijo lejano y las historias que sus espías le contaban cuando descansaba en las noches inclementes de insomnio. A pesar de la distancia y del tiempo le reconociste, de Briè, y desde tu balcón azul descendiste hasta ese infierno que aún te miraba, Moisés. Recuerdas que olía a desinfectante, ese cadáver que parecía tener aún prendida entre los labios el temblor de la melodía de tu batuta.
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