En el pornógrafo del capital

Existen técnicas de producción material que dominan la naturaleza. Pero también tecnologías de dominación erigidas contra las personas. La historia no se entiende sin ambas, sobre todo si no intentamos comprender sus relaciones, más aún, si no somos capaces de narrar cómo el dominio del hombre sobre la naturaleza ha evolucionado a la par y con similar diseño tecnológico que el dominio del hombre por el hombre.

Y a la vez hemos ido interiorizando la represión. La técnica del psicoanálisis se creó precisamente para sondear en ese ser humano que había empezado a interiorizar las técnicas represivas que antaño ejercieran la Iglesia, el Estado o la familia. El conflicto político del individuo por modificar su entorno y derribar una moral heterónoma se había transformado en una enfermedad psicosomática donde una mente escindida luchaba contra sí misma. Somos herederos de esta esquizofrenia.

Por tanto, técnicas de producción material para dominar y transformar la naturaleza y con ella nuestra mente, y técnicas de producción de salud, porque la dominación sobre el ser humano se trasviste cada vez más de medicina, psicología y sexualidad.

Durante estos días no puedo quitarme de la cabeza este extraño galimatías que nos propuso Foucault: “de hecho, creo que en la actualidad la moral puede ser reducida íntegramente a la política y a la sexualidad, e incluso ésta puede ser reducida a la política: la moral es la política”.

Concibo la dominación política como el intento del poderoso por perpetuar el presente ad eternum, en un entorno social que sin embargo evoluciona. Por tanto, más que detener el mundo, reproducir su orden en un ambiente cambiante. Lo ambiguo de las técnicas del sexo es que nacieran para producir placer y a la vez evitar la reproducción. Las antiguas instituciones de la prostitución y del matrimonio, erigidas para colmar el deseo-dominación del macho, se crearon con objeto de escindir placer y reproducción –o utilidad social- y alojar cada una en un ámbito diferente: el mercantil del sexo comprado para ser consumido, y el político del sexo pactado para reproducir el orden social paternalista.

Antaño la moralina criticaba a las prostitutas porque ofrecían sus cuerpos como mercancías y los anunciaban incluso en escaparates que presagiaban auténticos ultramarinos del sexo. Pero cada vez resulta más frecuente que nuestros televisores, las marquesinas del autobús, los propios envoltorios, hasta las mismas mercancías se nos ofrezcan sexualmente, una erotización a la que el arte y los artistas del marketing y el diseño ofrecen su creatividad. Un capitalismo erotizado que convierte las cosas en objetos de deseo más allá de su utilidad. Porque cuando la moral, la política y hasta la misma sexualidad se viven como espectáculo, la realidad se transforma en un magnífico pornógrafo en el que lo explícito ya no puede informar de nada más allá de lo que se ve a simple vista, una pura tautología sensual sincronizada con nuestro deseo.

Vivimos en la pornografía, en un mundo en el que el espectáculo nos hace soportable el aburrimiento que el mercado y la política nos vende a raudales, una reiteración sofocante de escenas cuya monotonía sólo podemos aguantar en la  esperanza de que la siguiente imagen nos aporte algo novedoso. Somos los animales que esperan. Sin embargo, el león no hace nada mientras descansa al acecho de su próxima presa. Nosotros sí, porque trabajamos mientras esperamos. Somos los trabajadores que se explotan a sí mismos, como el terrorista suicida, hasta tal punto hemos interiorizado la dominación en forma de represión. Como dijera Bauman con mordacidad, somos los consumidores que se consumen.

El fetichismo fantasmagórico de la mercancía adquiere así a través de la pornografía de la que hoy se reviste y con la que se nos vende, una nueva realidad aún más virtual, y por ello, más hipócrita respecto a la naturaleza y al ser humano sobre cuya explotación se sigue fabricando como materia y como icono. Este capitalismo tardío de la imagen y de la cultura mercantilizada tiende así a su propia autodisolución en la pura imagen forense de sí mismo, al igual que el sexo desaparecería en ese ejercicio médico-circense que Zizek nos propone de disponer una cámara de video en la punta del pene del actor porno.

La pornografía se ha convertido en el último acto del capitalismo, porque su presencia vacía aquello mismo que intenta expresar. Como nos dice Tiqqun, “en el mundo enteramente semiotizado del Bloom, un falo y una vagina sólo son signos que remiten a otra cosa, a un referente que ya nadie encuentra en una realidad que no cesa de desvanecerse”. La actriz porno, el chapero, o la prostituta no harán la revolución, pero nos ofrecen el prototipo de nuda vida que como una brisa pacífica profanará los últimos vestigios de un mundo que ya se está auto-inmolando.
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