Tras las anteriores incursiones por el mundo de la imagen y del espectáculo, volvemos a plantearnos la pregunta sobre la relación entre las experiencias artísticas y la política, entendida ésta como la capacidad humana para transformar nuestro modo de vivir y nuestras relaciones con el entorno. Y quisiera plantear esta cuestión utilizando las siguientes palabras de Buck-Morss en “Estudios visuales e imaginación global”:
¿Pero cómo puede la imagen tener un efecto político, si no es por medio de una sumisión al texto? ¿Puede acaso la libertad radical descubierta por los surrealistas permitir la politización del mundo de la imagen sin convertirlo en propaganda? ¿Y cómo debemos entonces relacionar el efecto político de la imagen con su efecto en el plano del conocimiento?
La imagen es superficialidad, como un cuadro, una fotografía o una escultura, una pura superficie material expuesta a nuestra percepción. El sentido que va a adoptar en cada caso dependerá de las mediaciones que nosotros establezcamos, de nuestra sensibilidad perceptiva y de las acciones y actividades que estemos realizando en relación con las imágenes. Todo ello conforma el medio en el que se desarrolla la experiencia artística y la índole del conocimiento y de las emociones que nos aportan.
La potencia de los medios audiovisuales en coordinación con el texto puede resultar abrumadora, sin embargo, la mirada más desapasionada al modo cómo se producen y circulan las imágenes hoy en día, entiende que el imaginario social fabricado en este nuevo medio telemático no promete automáticamente ni la libertad ni la igualdad, a menos, claro está, que intentemos invertir el actual poder de las industrias culturales y de la sociedad de la información. La aspiración a la que debería tender nuestra acción social, tecnológica y política en este campo se podría definir aproximadamente por las siguientes palabras de V. Flusser, quien en 1985 escribió “El universo de las imágenes técnicas”, un texto premonitorio sobre la evolución de la revolución telemática y sus posibles repercusiones en el ámbito de la política y del conocimiento. Refiriéndose a la sociedad productora de imágenes afirmó lo siguiente:
(…) esta sociedad negará la profundidad y elogiará la superficialidad. Su instrumento no será la pala que cava sino el telar que combina los hilos. No será una sociedad interesada en teorías, sino en estrategias. Las reglas que la ordenarán serán las reglas del juego, y no los imperativos (leyes, decretos). El juego de esta sociedad será el del intercambio de informaciones, y su propósito, la producción de información nueva (de imágenes jamás vistas). Será un juego abierto, es decir, un juego que modifique sus propias reglas a cada jugada (…) He aquí una de las definiciones del “arte”: un hacer limitado por reglas que son modificadas por el hacer mismo.
El conocimiento transmitido a través de las imágenes ya no procederá más de ser consideradas representaciones de algún tipo de verdad, como espejos de algún mundo ideal, sino de su carácter relacional, de su capacidad para vincularse las unas a las otras y de tejer una red dinámica de interacciones. Lo cual no quiere decir que no deban estar vinculadas con datos empíricos, experiencias y realidades, pero su “verdad” o coherencia ya sólo va a depender de su adecuación a los sistemas simbólicos y modos de fabricar los hechos propios de cada régimen de visibilidad. Quizás ya no tengamos que admirar más la naturaleza como un libro que debe ser leído (con la gramática y la sintaxis divina), o como un tesoro que debe ser buscado, sino más bien como un lugar de creación y de experimentación, una realidad que al fin posee la misma sustancia ontológica de los sueños y de los juegos, un terreno de experimentación y de actividad lúdica en el que las leyes se modifican interactivamente y donde los hechos de la naturaleza, lejos de ser entes absolutos, dependen, como manifestaba Heisenberg, de que lo que “observamos no es la propia naturaleza sino la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación”.
Lo cual afecta evidentemente a la propia materia del arte y a la forma de experimentarlo, porque nos abre un ámbito de libertad difícil de entender desde la perspectiva del arte o la ciencia como pura mímesis o racionalidad. F. de la Flor en el “Giro visual” expresa este hecho en conexión con los aportes de los pintores metarreflexivos (como R. Magritte), quienes
(…) han destruido toda confianza en que la pintura “expresa” el referente basándose en dispositivos de evidencia como la mímesis y la analogía formal. La pintura, al cabo, la imagen, de lo que verdaderamente habla es del hecho mismo de su “fabricación”.
Los nuevos dispositivos cognitivos del juego-experimento y de la fabricación-creación nos abren un magnífico horizonte de libertad respecto a los dispositivos tradicionales sobre los que se fundaron hegemonías, monismos y civilizaciones. No se trata de negar la utilidad o la necesidad de los pactos y de las normas, sino de incidir en el hecho de que todas las normas y todos los pactos son construidos y no se fundan ni en lo sagrado, ni en ningún orden universal que exclusivamente un sacerdocio o una comunidad de filósofos-políticos y de expertos sabría interpretar, sino que como en el juego o en la experimentación artística, de la energía de los conflictos y de los deseos surge la necesidad y la capacidad de cambiar las normas que interpretan los hechos, y por tanto, de romper los compartimentos estancos que dividen tradicionalmente al actor del espectador, al consumidor del productor, al legislador del obediente. En suma, intentar transformar nuestra forma tradicional y pasiva de recibir discursos, imágenes y mensajes y convertirnos, en un primer paso, en espectadores capaces de influir e incluso modificar la distribución de lo sensible.
Cuando no existe fundamentación absoluta de normas y de conductas, cuando se pierden los tradicionales referentes de la ciencia o las normas básicas de la belleza en el arte, parece que todo se tambalea y que ese grito de libertad que representa el “todo es posible”, deba dar lugar a una actitud defensiva de regreso a los principios estables sobre los que reconstruir el arte, la ciencia, la ética y la política. Pero aquella exclamación no significa que todo tenga el mismo valor. Significa que todos los fundamentos universales o divinos o sagrados sobre los que asentar el valor de las cosas y de las acciones valen lo mismo -o que no valen nada-, que el valor de los gestos y las políticas no reside en su fundamentación, sino en las argumentaciones y acciones que realizamos para defenderlas, acordarlas, respetarlas y modificarlas, en la forma cómo se han fabricado. Que el mundo sea construido y que la experimentación artística nos ofrezca las claves perceptivas y emocionales para su interpretación, no significa que todos los mundos posean el mismo valor, que todas las obras de arte y sus experiencias valgan lo mismo, sino que la última palabra sobre el valor de las cosas la poseen las personas y no los dioses, que la ética, el sentido y la sensibilidad dependen exclusivamente de nuestros actos y no de que se apoyen en algún tipo de fundamento absoluto. Como manifiesta Ibáñez:
Aceptar un sistema de valores que, al no depender de nosotros, sólo nos ofrece la adhesión, conduce a abandonar todo pensamiento crítico y a renunciar a toda veleidad de ejercer nuestra libertad.
Las experiencias artísticas se inscriben en la actualidad en las actividades inherentes a las sociedades del conocimiento, en las que las tradicionales “máquinas bio-territoriales” de producir subjetividad (Iglesia, Estado, familia, etc…) e identidad se sustituyen por otros dispositivos al nivel del mercado, de la publicidad y de la propaganda, de las industrias culturales y de la experiencia y de la sociedad del espectáculo, en las que las imágenes y las músicas de elevada visibilidad están adquiriendo una alta predominancia. Y es que ante el desmoronamiento de las grandes instituciones que creaban subjetividad, el mercado estético y culturizante e identitario ha recogido el testigo, sustituyendo también al Estado y al poder en el adiestramiento o control de la moral, tarea que ahora realiza el mercado, con la venta de identidades de consumo, y la industria audiovisual, con la nueva táctica de la aquiescencia en el sentimiento.
Cada vez más con más frecuencia el arte audiovisual y la industria del entretenimiento recurren al sentimiento, a despertarlo a través de imágenes y narrativas audiovisuales de fuerte impacto emocional. Ya no se pretende tanto que las personas asumamos una determinada ética o ideología, sino que ante un determinado tipo de imágenes respondamos emotivamente del mismo modo. Se trata de concatenar los sentimientos con la compra, con la selección de los programas televisivos y con la elección política. Ante los hechos transmitidos con imágenes o recreados a través del arte, ya sea la corrupción, una violación, un caso de pederastia, un atentado terrorista o un reality show, lo que se busca es la unanimidad en el sentimiento, despertar las mismas emociones en todos los espectadores para provocar un mismo tipo de reacción política o defensiva. ¡Y ay del que no sienta lo mismo! En esta sociedad parece que prima la impresión frente a la expresión.
A esta sensiblería estetizante sirve hoy en día las imágenes y sus músicas asociadas, un maremágnum electrónico que aspira a generar unanimidad emocional, y que utiliza la pantalla para generar amplios espacios de hiperrealidad (Baudrillard), unos estados de ánimos y de sentimiento, incluso unas identidades que sólo se fundamentan en los códigos visuales y muy poco en la experiencia real. Hasta el punto de que muchas personas e instituciones consideran que la única forma de influir sobre la realidad consiste en modificar las imágenes, en generar una imaginería que directa o indirectamente desencadene comportamientos adecuados a determinados fines. Por tanto, dotarse de una apariencia, revestir la propia vida de una superficie estética y ser capaz de generar imágenes de uno mismo y de sus circunstancias, que lamentablemente cada vez se alejan más de la experiencia personal y de los hechos materiales.
Ante esta situación derivada del uso fraudulento y sentimentaloide de las imágenes no sólo cabe esgrimir la crítica contra los monopolios o los grandes emporios de la industria cultural y de la experiencia, o esconder la cabeza en la lectura y los medios tradicionales de transmisión del conocimiento, o repudiar sin más todo el arte contemporáneo y experimentar únicamente obras de arte clásicas avaladas por la tradición. No dudo que para quien se lo pueda permitir, estas estrategias podrían resultar placenteras, pero este sibaritismo un tanto diletante no ofrece ninguna alternativa, se enroca en el pesimismo y en el espíritu apocalíptico (Eco) y de forma un tanto parásita y al margen de la tecnología que va a modificar el futuro de nuestras vidas, no ofrece ninguna oportunidad vital y perceptiva sostenible.
Como afirmaba Lacan:
Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época. Pues ¿cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico?
Evidentemente, la concentración mediática caracteriza una de las variables del problema, pero sólo incidir en ello y aunar todos los esfuerzos políticos en el control “democrático” de los medios, desvía del verdadero reto, ya que ello desactiva a los espectadores de su esfuerzo por convertirse en productores de comunicación, de su trabajo por transformar el régimen de lo sensible. Basta ya de victimizar al espectador o al consumidor. Porque tanto la situación actual como aquella en la que los medios audiovisuales y artísticos estuvieran en manos del Estado o bajo el control “democrático”, seguiría contemplando como único escenario la minoría de edad del ciudadano en términos perceptivos y de deseo.
Como afirma H. Jenkins en “La cultura de la convergencia”:
Una y otra vez, esta versión deI movimiento en pro de la reforma mediática ha ignorado la complejidad de la relación deI público con la cultura popular y se ha alineado con quienes se oponen a una cultura más diversa y participativa. La política deI utopismo crítico se basa en una noción de toma de poder; la política deI pesimismo crítico, en una política de victimización. Aquélla se centra en lo que hacemos con los medias, y ésta en lo que los medias hacen con nosotros (…) Dediquemos todo nuestro esfuerzo a combatir los conglomerados y se habrá cerrado esta ventana de oportunidades. Por eso es tan importante luchar contra el régimen corporativo de la propiedad intelectual, combatir la censura y el pánico moral que tomarían patológicas estas formas emergentes de participación, dar publicidad a las mejores prácticas de estas comunidades virtuales, expandir el acceso y la participación a grupos que quedarán si no rezagados, y promover formas de educación para la alfabetización mediática que contribuyan a que todos los niños desarrollen las capacidades precisas para llegar a participar plenamente en su cultura.
Nuevamente aquí, como en el debate más general sobre la propiedad de los medios de producción, surge la eterna dicotomía revolucionaria entre utilizar los medios centralizadamente para promover fines democráticos y liberadores, o en cambio, transferir los propios medios al público, a la sociedad, para que el acceso público a la producción de imágenes, artes e información se distribuya en el mismo seno de la sociedad y contra las burocracias de la participación democrática y de la emancipación, por no hablar de los monopolios privados.
Nuevamente, la pregunta conclusiva de Buck-Morss en “Estudios visuales e imaginación global” resulta oportuna y útil:
Como conclusión final, esta pregunta: los académicos han argumentado que la arquitectura de las catedrales, de los templos, de las mezquitas, crea un sentido de comunidad para los creyentes a través de las prácticas rituales de la vida diaria. Benedict Anderson afirmó que las masas de lectores de periódicos y de novelas crean una comunidad imaginada de la nación. ¿Qué tipo de comunidad podemos esperar de esta diseminación global de imágenes, y cómo puede nuestro trabajo ayudar a crearla?
En el fondo, y antes de tomar una decisión al respecto, uno se tiene que preguntar sobre la calidad o el valor cognitivo y emotivo de las imágenes y de las experiencias estéticas que componen el grueso de nuestras vidas. Situarse ente la pantalla, simular el entorno afectivo, ambiental, social, en suma, mediacional, que es empleado para crear nuestro gusto por una determinada experiencia, y analizarla en relación con la orientación de la propia vida, con nuestra situación laboral, afectiva, en relación con el deseo y la propia libertad. Sobre todo, intentar identificar a través de qué tipo de experiencias estoy fabricando perceptivamente el mundo que me rodea, valorar si resulta pequeño o grande, sesgado o diverso, si quizás las zonas de sombra o los ángulos ciegos esconden realidades que se intuyen valiosas. En fin, realizar un juicio estético sobre la realidad que cada cual hemos construido a nuestro alrededor, sobre el proceso de fabricación de la propia subjetividad y de los dispositivos perceptivos que estamos utilizando para darle un sentido a la realidad (el régimen de lo sensible del que hablaba Marx).
En cierto modo, y tal como proponía T. Adorno, la mayor parte de los regímenes políticos aspiran a modificar el aparato perceptivo humano a nivel físico y psíquico, y en el caso del poscapitalismo, fundamentalmente por vía subliminal, reprimiendo sus elementos menos rentables a través de la potenciación de esquemas perceptivos y emocionales que conviertan a las personas en adaptados consumidores de mercancías culturales. Por tanto, la propuesta emancipadora de Ranciere supone un buen comienzo para desplegar tácticas alternativas:
Una imagen nunca va sola, ni simplemente reenvía a un imaginario colectivo pensado como reserva de imágenes. Una imagen forma parte de un dispositivo de visibilidad: un juego de relaciones entre lo visible, lo decible y lo pensable. Ese juego de relaciones dibuja por sí mismo una cierta distribución de las capacidades. Hacer una imagen es siempre al mismo tiempo decidir sobre la capacidad de los que la mirarán. Hay quien se decide por la incapacidad del espectador, bien sea reproduciendo los estereotipos existentes, bien sea reproduciendo las formas estereotipadas de la crítica a los estereotipos. Y hay quien se decide por la capacidad, por suponer a los espectadores la capacidad de percibir la complejidad del dispositivo que proponen y dejarles libres para construir por sí mismos el modo de visión y de inteligibilidad que supone el mutismo de la imagen. La emancipación pasa por una mirada del espectador que no sea la programada.
Por ello, resulta imprescindible aplicar el juicio y la crítica estética (entendida como ciencia de la percepción y del sentido) a la realidad social que nos muestra el capitalismo actual en su fase audiovisual. A esto mismo se refiere B. Groys en “Art power” cuando con las siguientes palabras nos propone el método estético para valorar la política mediática y de masas a la que estamos expuestos:
En la actualidad, todos los grandes políticos generan miles de imágenes en relación con sus apariciones públicas. En correspondencia con ello, los políticos son ahora también juzgados, cada vez con mayor intensidad, en base a las estéticas de sus representaciones. Esta situación se considera lamentable a consecuencia de que el “contenido” y los “problemas” son enmascarados por las “apariciones mediáticas”. Pero esta acelerada estetización de la política nos ofrece, al mismo tiempo, una oportunidad para analizar y criticar el espectáculo político en términos artísticos. Es decir, que los medios de comunicación de la política operan en el terreno del arte.
El juicio estético, por tanto, se decanta como una herramienta sólida y útil para valorar las propuestas cognitivas y emocionales de la cultura visual sobre la que descansa la sociedad del espectáculo, pero también de la crítica estética de la publicidad, de las ideologías, de los nacionalismos, los fundamentalismos o las políticas, por no hablar de las obras mismas del arte contemporáneo, podremos extraer las claves y las orientaciones para transformar las imágenes y las poderosas tecnologías que las manejan, en aliados de la transformación social.
Algo parecido a lo que hicieron Barthes o Bourdieu en relación con los textos, habría que realizarlo en torno a las imágenes y a las muestras burocráticas y financieras del arte contemporáneo. De manera muy somera propongo el terreno de los videojuegos, como representativo de un modo perceptivo de relación con el mundo mediado por imágenes y sonido. Estos juegos resultan apabullantes desde un punto de vista visual y tecnológico. Al cabo, se pueden considerar como auténticas interfaces de comunicación de las personas con las máquinas. Según los estudiosos del tema, en la inmensa atención que requieren y en lo atractivo de su uso puede residir una parte de los problemas de atención, comunicación y depresión que sufren los adolescentes; aunque también resaltan el hecho de que gracias a ellos las jóvenes generaciones están modificando su régimen de lo sensible, su capacidad perceptiva y también expresiva en relación con el mundo que fabrican a su alrededor, dotándoles de unas capacidades desconocidas hasta ahora.
Recomiendo dos artículos introductorios sobre el tema, pero que pueden orientar sobre las relaciones problemáticas, y también positivas, que puede provocar la exposición a esos entornos tecnológicos de uso intensivo de la imagen y del sonido: de Nina A. Cabra “Videojuegos: máquinas del tiempo y mutaciones de la subjetividad”, y de E. Cabañes “Del juego simbólico al videojuego: la evolución de los espacios de producción simbólica”. Y por supuesto, el trabajo de largo aliento de Graciela Esnaola “Claves culturales en la construcción del conocimiento: ¿qué enseñan los videojuegos?”, sobre el rol que pueden desempeñar estos entornos interactivos y mediáticos en el aprendizaje. Porque
(…) los videojuegos pueden ser comprendidos como claves interpretativas simbólicas de la cultura emergente, expresándose a través de su función iconológica y por lo tanto traslucen una determinada forma de comprender el mundo actual como expresión ideológica.
El videojuego puede contemplarse como experiencia artística, en la medida en que la persona que penetra en él lo hace con los dispositivos mediacionales adecuados para que la experiencia sea muy especial desde el punto de vista cognitivo y emocional.
El contenido de los videojuegos, cuando se juegan de manera activa y crítica, es algo como esto: ellos sitúan el sentido en un espacio multimodal a través de experiencias incorporadas para resolver problemas y reflexionar sobre las complejidades del diseño de los mundos imaginados y de las relaciones sociales, tanto reales como imaginarias, y de las identidades en el mundo moderno.
Pero como a su vez han destacado numerosos estudios de salud mental entre adolescentes, el uso intensivo o inadecuado de las TIC también puede provocar, sobre todo entre jóvenes, cuadros de ansiedad, depresión, falta de control emocional y de atención. Una serie de enfermedades psíquicas que proceden de la sobreexposición a estímulos de imágenes y música, y de la dificultad para armar una mínima estructura de sentido, para realizar narraciones, o para tener una relación saludable con el tiempo pasado y futuro. Jameson lo definió muy bien en “El giro cultural”, y también Berardi en su experiencia terapéutica narrada en “Generación post-alfa: Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo”.
La imagen en coalición con la música es uno de los estímulos cognitivos más potentes desde el punto de vista emocional, tanto para lo malo…como para lo bueno. Lo audiovisual es uno de los campos de batalla donde hoy se dirime la capacidad emancipadora de la sociedad actual de espectadores, conflicto en el que deberá participar cualquiera que desee modificar la situación, utilizando las imágenes contra las imágenes y a favor de una sociedad igualitaria de productores de medios.
En el magnífico y omnipresente ruido de imágenes, noticias, músicas y datos, la estética como ciencia de la percepción y de la sensibilidad, está llamada a jugar el papel que siempre debió interpretar: codificar, clasificar, organizar, dar sentido, conversar, manifestar, crear, utilizar el mismo ruido de la naturaleza y del espectáculo para fabricar otro mundo, para construir, con los mismos ladrillos del imaginario actual un sistema simbólico alternativo. Quizás un nuevo tipo de experiencia artística tenga que formar parte de la terapia emancipadora a la que nos tendremos que someter los espectadores y consumidores de este novedoso capitalismo audiovisual.
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