Las descripciones que Latour nos ofrecía en el último capítulo, sobre esos híbridos que son, por ejemplo, el cambio climático, los microbios de Pasteur o la bomba de vacío de Boyle, compuestos no sólo de ciencia, cultura, política o sociología, sino también como redes de relaciones multidimensionales, me parece muy fructífera aplicados a su vez a esos híbridos que son las obras de arte. Por ejemplo, Hennion empleó esta metodología para entender el gusto musical en su libro “La pasión musical”, una forma de comprender las experiencias artísticas como mediaciones, donde lo importante no es tanto el objeto en sí, cuanto su ubicación en una red de relaciones y diferencias que a través de un proceso dinámico e interactivo de traducciones nutren de sentido cada uno de nuestros mundos y experiencias.
La lanza o el misil sirven para lo mismo, para matar al enemigo, o para disuadirlo. La verdadera diferencia de peso entre ambas tecnologías-híbridos no reside sólo en que el misil sea más potente que la lanza, sino también en la mayor densidad de toda la red social, económica, industrial, tecnológica y política que hay que movilizar para fabricar y lanzar un misil en comparación con una lanza. El mundo del misil, por tanto, no impactará más sobre el de la lanza sólo por su mayor capacidad mortífera, sino también porque para construir un misil y para hacerlo funcionar, la movilización material y energética que hay que introducir en ese híbrido también va a afectar al mundo de las personas donde la lanza todavía se construye.
Los microbios tampoco existían antes de que Pasteur y la red científica que se creó a su alrededor los construyeran como híbridos para entender y modificar la realidad. Tanto los microbios como la Victoria de Samotracia, no existirían sin sus correspondientes redes de mediaciones, sin haberse convertido en nudos de una serie de redes económicas, políticas, tecnológicas, científicas, sociológicas, perceptivas que le ofrecen sentido. Realmente Pasteur no descubrió los microbios, porque estos no existían antes que él, sino que los inventó, y con ello pobló el mundo occidental con una nueva entidad que mataba a los seres humanos y de la que había que defenderse. No es que antes no muriéremos, pero eran otras las causas naturales que provocaban las defunciones. Nuestra naturaleza está ya poblada de microbios y de obras de arte, y a menos que fabriquemos otros híbridos que los sustituyan o los superen, seguiremos siendo asesinados por los microbios y emocionados por las obras de arte.
Sigamos con el microbio. Lo vemos a través del microscopio, claro. Y por ello existe. Indudablemente. Los microbios realmente existen. Pero ¿qué es existir o ser un microbio en comparación con una obra de arte? Pues que el microbio también es una construcción, que el ser humano está acoplado al mundo a través de su sistema nervioso y que no podemos ver o percibir al microbio de “ahí afuera”, sino únicamente una serie de impulsos eléctricos de nuestro sistema nervioso, y que gracias a toda una construcción conceptual, social e histórica alrededor de esos impulsos eléctricos somos capaces de crear ese objeto híbrido que denominamos como microbio u obra de arte y que cumple una función social y de supervivencia, porque como diría Latour, «hay que ser capaz de existir de manera duradera en la propia morada«.
Si recordamos lo que dijimos sobre cómo está ubicado cualquier animal ante el mundo (el concepto de clausula operativa de la biología y la neurociencia), el símil del batiscafo resulta útil, porque realmente no vemos los microbios que están fuera del batiscafo de nuestro cuerpo, sino sólo una interfaz que nos permite percibir unos sensores de presión, altura, dirección, etc. (unos genéticos y otros creados por la tecnología perceptiva, como el microscopio), cuya reunión bajo un concepto-signo identificable es a lo que nuestro mundo-cultura llamamos microbio, un ente o un signo que quizás deje de existir en breve para transmutarse enactivamente en otro híbrido que quizás nos permita vivir más tiempo y mejor. Esta relación empírica y creativa alrededor del signo-microbio u obra de arte, la sintetiza Latour en la siguiente frase:
(…) la teoría del actor-red propone que el signo se interprete no sólo en términos relacionales (lógica de un sistema semiótico cerrado) sino también en referencia a condiciones empíricas concretas. El punto de partida son las asociaciones observadas empíricamente. En su interior se constituye el sujeto y el objeto, pero también el signo y el significado.
Como decíamos, el gusto musical como exponente del atractivo que poseen las obras de arte, puede ser un buen elemento para analizar lo que significan las experiencias artísticas. Tradicionalmente, el gusto musical o artístico, en general, se había estudiado como la disposición subjetiva ante un objeto, cosa de opinión, carácter, predisposición o educación ante un objeto de arte que se presentaba por igual a todos los sujetos. Es decir, que todos los potenciales degustadores de la obra de arte se iban a situar ante el mismo objeto, y según su cultura o distinción (según Bourdieu) iban a elaborar su respuesta satisfactoria, denigrante o indiferente. Esto nos recuerda lo que decíamos sobre el multiculturalismo, enfrentado al concepto de un mundo trascendente que se le presenta por igual a todos los colectivos humanos. Hennion, en cambio, nos propone cambiar de perspectiva, aplicar las enseñanzas del multinaturalismo y de la antropología simétrica también a las obras de arte y a la música, y estudiar el gusto musical contemplando todas las mediaciones de las que depende y que convierten el mundo en algo múltiple y nunca unitario.
(…) no existe oyente ni música más que en situación, dependiendo de los lugares, los momentos y los objetos que los presentan, sostenidos por los dispositivos y los mediadores que los producen, apoyados en la presencia de los otros, en la formación de los participantes, en la instrucción de los cuerpos, en el uso de los objetos.
Todas las personas no nos enfrentamos a la misma Quinta sinfonía de Beethoven. No es sólo que cada cual posea diferente cultura, sino que la experiencia de esta obra se ofrece de muy diferentes maneras. El gusto musical ante una concreta experiencia de la Quinta sinfonía no es una opinión subjetiva sobre la obra considerada de forma absoluta y universal, sino que el gusto es la construcción que una persona realiza en torno a la experiencia de oír y ver la interpretación de una concreta Quinta sinfonía de Beethoven en una ambiente, en una comunidad y con una tecnología. El gusto se fabrica en el mismo acto de experimentar de un modo particular, de construir “mi” Quinta sinfonía.
Como afirma el neurocientífico D. Levitin “la música ocurre en el cerebro”, o sea, que la música no es el fenómeno acústico que alcanza nuestros oídos, sino una creación cerebral que acontece en un determinado entorno social, cultural y neuronal:
El doble envolvimiento del cerebro con la realidad a la que adviene -tanto interior como exterior- nos abre la puerta a un entendimiento existencial de la música: el cerebro como el órgano auditor-musicalizador vive la música a través del cuerpo y lo hace en un contexto, o entorno, específicamente humano, cultural.
Por tanto, y según R. Scruton recoge en “Understanding music”, ni el ritmo, ni la altura, ni la armonía o el timbre en sí mismos definen la música y convierten el sonido en un ente más ordenado. Y es por ello que el filósofo inglés invierte el sentido de la pregunta habitual de “¿qué convierte una estructura de sonidos en música?” por la de “¿en qué consiste escuchar una estructura de sonidos como música?”, una pregunta mucho más pragmática y a la vez útil para entender el hecho musical en relación con la creación de mundos y culturas. Porque los sonidos no se convierten en música por una esencia o formalismo particular, por una propiedad intrínseca a ellos mismos, a su organización o estructura interna, sino que la música se da en relación con los actos de escucha de los propios sujetos, por las mediaciones, momentos y situaciones que crean a su alrededor para construir cerebralmente la música.
La teoría de la simulación demuestra que cuando evocamos una acción (bien sea por la imitación de un músico o porque es sugerida por la música que estamos escuchando) nuestro sistema propioceptivo se pone en marcha inmediatamente y comenzamos a generar esquemas encarnados, conectando metafóricamente situaciones simuladas de nuestro cuerpo con los sonidos que percibimos, e incluso en relación con las posturas y expresividad corporal del intérprete. Estos esquemas forman una especie de abstracciones de experiencias corporales que son precisamente las que nuestra mente utiliza para comprender el mundo abstracto que se nos propone. Por medio de la proyección de estos esquemas, se evocan automáticamente diferentes propiocepciones, siempre en consonancia con los esquemas encarnados que se materializan en la abstracción de las experiencias corporales con los que están conectados.
Este esquema de funcionamiento emotivo, corporal y cognitivo no sólo se da en las experiencias artísticas o en la percepción de la música, también se produce en todo proceso de simulación mental. La mente es un gran simulador de situaciones, no tanto en cuanto a su capacidad para realizar estimaciones causales, sino en relación a su potencia para conectar imaginariamente emociones con estados corporales y con situaciones objetivas del mundo exterior. La actividad de correr, jugar al fútbol o de danzar, por ejemplo, se aprenden y mejoran practicando e imitando creativamente los gestos de los maestros, a través de ese complejo parasimpático que son las neuronas espejo. Pero lo más sorprendente del caso, es que nuestro sistema sensomotriz también aprende simplemente mirando, observando e incluso simulando mediante la imaginación, sin mover un músculo. Los intérpretes de cualquier actividad física, musical o deportiva, lo saben bien, y al proceso lo denominan visualización, es decir, imaginarse moviéndose y tocando un instrumento, pintando, anticipar mentalmente el resultado de una acción, visualizar la carrera entera o toda la interpretación artística sobre el escenario.
Por ello a veces se afirma que si eres capaz de pensarlo en alguna ocasión serás también capaz de hacerlo. Las experiencias artísticas nos ayudan a visualizar o simular mundos, a poder pensar lo impensable, a anticipar mentalmente los nuevos o alternativos modos de vida en los que nos gustaría habitar, a preparar el organismo y la mente para fabricar materialmente el sistema político o la comunidad en la que nos gustaría vivir. Las experiencias artísticas serían como simuladores de realidad
Las emociones siempre van ligadas a sensaciones fisiológicas. Todas las respuestas emotivas que nos produce el mundo se pueden sentir gracias a las propiocepciones, a la cinestesia y a los cambios metabólicos a nivel de alteración del ritmo cardíaco, de la respiración, del dolor de estómago o la sudoración, entre otras muchas más variables de estado corporal. Todo este compendio sensomotriz y corporal encarnado es lo que hace posible la traducción entre mundos-cultura, el diálogo entre personas más allá de la propia lengua, porque al fin al cabo, lo que denominamos como el significado de algo, el verbo significar, no es más que la activación de un conjunto de reacciones corporales encarnadas y comunes a todos los humanos, porque significar consiste en provocar las reacciones previstas, las mismas en el otro que en uno mismo.
Esta construcción del objeto artístico se puede realizar en el propio hogar, en una cafetería, en mi automóvil, en una gran sala de conciertos, en una versión improvisada al piano, leyendo la partitura, con instrumentos originales, tocando como concertino en una orquesta, sentado tomando un coñac o como fondo de una película de Disney. Me refiero, a que cada de nosotros construimos nuestro particular gusto, el placer de experimentar, y que ese gusto musical y artístico está ligado con toda la construcción sensorial que disponemos en torno a la manera de disfrutar de una determinada experiencia artística. Por tanto, el gusto musical por la Quinta sinfonía no es una cosa abstracta, sino un conjunto de mediaciones definibles que se reúnen en el momento de sentir placer ante “mi” Quinta sinfonía, ese híbrido de cultura y de mundo que cada oyente fabrica en torno a su experiencia sensible.
Esta manera de construir la materia de la experiencia artística contrasta con dos de las corrientes más extendidas a la hora de concebirla, la formalista que tiene al crítico musical E. Hanslick como principal exponente histórico, y la teoría crítica, de la que destaca la figura de Adorno. En el primer caso, porque considera que existen leyes universales del gusto y de la apreciación artística, porque cree que existe una estructura formal reconocible y definible de la que únicamente depende el valor artístico de una obra. Y en el caso de Adorno, porque se considera que el oyente o el espectador asiste pasivamente a la recepción de unas obras excelsas y cerradas, ontológicamente estables, que sólo los expertos o las élites, o aquellos que poseen una mínima cultura, están capacitadas para admirar.
Como anuncia el logo de la compañía discográfica EMI que abre este capítulo, “La voz de su amo”, esta imagen escenifica realmente cómo se consolida el gusto musical, porque ya sea el perro o el amo, puestos a escuchar, cada cual escucha cómo y cuándo, lo que quiere. Porque el acto de poner una aguja de gramófono sobre el microsurco ya es en sí un gesto tecnológico, una mediación que el oyente fabrica activamente, junto con su habitación enmoquetada, la copa de coñac y el sillón de orejas, por ejemplo.
Tal y como afirma I. Sánchez en su Tesis Doctoral “La melodía interrumpida: análisis histórico-genealógico de los fundamentos mediacionales en Psicología de la música (1854-1938)”, refiriéndose a la teoría mediacional del gusto musical, y extensible a toda experiencia artística:
Hennion asume tres principales compromisos en su teoría mediacional: la rehabilitación del sujeto como agente activo en la experiencia estética de la música, la reconsideración de los soportes materiales e inmateriales en la vinculación estética –lo que él equipara con los mediadores, imbricados social, cultural y/o tecnológicamente–, y el conjunto de circunstancias relacionales que disponen unas prácticas concretas para la susodicha experiencia estética –artefactos, efectos de grupos, particularidades locales, códigos de conducta, vocabulario, etc., que se dan por el contexto y se definen en situación.
Es decir, que las mediaciones son capaces de generar modos de vida y que son en estas maneras de fabricar nuestras relaciones donde se fraguan nuestros gustos artísticos en relación con las tecnologías de audición empleadas, la tecnología de los instrumentos, la técnica de los intérpretes, los lugares de escucha, las relaciones comunitarias, los vínculos simbólicos, los ambientes, etc.
La música establece necesariamente una pragmática, una disciplina en la que se co-construyen una serie de comportamientos, instrumentos, códigos, técnicas, significados, valores, ritos, escenarios, ideales, etc., lo que comporta tanto una historia –filogenética y ontogenética– como un universo simbólico en una realidad concreta –sociogenética e idealmente concebida–, resultando de todo ello una experiencia particular –y morfogenéticamente establecida-.
La experiencia artística, por tanto, como algo fabricado por un agente que se ubica en una red de mediaciones y que al hacerlo es capaz de transformar su modo de vida y la realidad que le circunda.
…..continuará…
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