La poesía total

Ayer tuve la fortuna de asistir a la representación de «Las estaciones de Isadora«, en la Sala Arapiles 16 de la UNIR. Por muchas razones, la fundamental, porque vi materializada durante sus 75 minutos de poesía, movimiento y música una de las formas que debería adoptar la experiencias artísticas de hoy para emocionar, para que la poesía adquiera la relevancia experiencial y movilizadora que los tiempos se merecen.

Más que una obra de teatro al uso, fue un recital de poesía (de Hugo Pérez de la Pica), pero nada ortodoxo, claro, donde la manida y declamatoria, y aburrida, forma de expresar la poesía, dio paso a una auténtica experiencia sensorial en la que el cuerpo, la música y unos mínimos recursos escenográficos nos mostraron que la poesía puede vivir y emocionar, que las palabras poseen energía y nos pueden abrir enormes posibilidades de cambio, transformación y hasta revolución.

Me resultó especialmente inspiradora porque la experimentación que inicié hace dos años con los califactos, y que durante estos últimos meses estaba intentando llevar al terreno de la representación para conseguir integrar la palabra con la imagen y el sonido, ha encontrado en la obra de ayer una materialización, un ejemplo de cómo se puede superar el anquilosado, rígido y a veces deprimente mundo del teatro, la poesía y hasta de la música, sobre todo para dotar a estos medios artísticos de energía política, de potencia transformadora de nuestra realidad y con ella, de nuestras propias vidas, de conseguir que las palabras atraviesen el falso boato de un escenario como telón y frontera, y expandan su sangre entre ese patio de butacas al que ahora ahora le pedimos que se convierta en un ente activo y partícipe del resultado.

Entre las notas del piano de Javier Gómez Dólera, Chopin y Scriabin acompañaron a la actriz Beatriz Argüello, cuya voz clara, a veces incluso transparente, otras dura y casi enervante, de una exquisita y refinada naturalidad, nos fue mostrando  un verdadero cuadro emocional en torno a la vida de la bailarina Isadora Duncan, utilizando para ello refinadas paletas de colores, tanto a nivel corporal, como vocal.

Después conversamos con ella y con el pianista, y pudimos advertir cómo las ideas o los proyectos maduran en las mentes de los creadores, cómo el tiempo de la creación no se cuenta en segundos, y sobre todo, acerca de la capacidad de los buenos artistas para modificarse y para reformar y rediseñar continuamente sus sueños según advierten el éxito o el fracaso de sus progresivas materializaciones.

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