
La música se interpreta en comunidad. A veces se nos olvida. O porque el patio de butacas se convierte en un muro oscuro del que sólo emergen toses y aplausos. O porque el director parece transformar a la comunidad de los músicos en un mecanismo predecible y preciso. En contadas ocasiones, la comunidad que es la música aflora de forma clara y casi natural, a pesar del espectáculo y de los formalismos tan propios del modo cómo se expone en público la música clásica.
De forma diversa, pero palmaria, esta característica intrínseca a la música destacó en los tres conciertos a los que asistí durante esta semana. Como decía, por diversos motivos. El lunes, porque el Sonor Ensemble, el grupo que dirige Luis Aguirre, está formado por amigos de muchos años, un grupo selecto de músicos que se dedican a difundir la música actual, y que en esta ocasión estrenó cuatro obras compuestas también por amigos que además comparten o han compartido experiencias musicales durante muchos años. El espíritu que los anima resulta obvio, interpretar la música que les emociona y que desean compartir con el público, música de calidad que eligen y estudian con mimo. Esto debería resultar evidente para cualquier grupo musical, pero el Sonor lo proclama casi desde el primer momento en que un oyente toma contacto con ellos. Música de amigos entre amigos. Cuando la música se amasa así, nunca deja indiferente, siempre emociona en el momento de la escucha en directo, aun cuando nuestro gusto estético pueda discurrir por otros derroteros.
El martes, el programa que nos ofreció el dúo de violonchelo (Queyras) y piano (Tharaud) difícilmente podía ser más atractivo, con sonatas de Bach, Shostakovich y Brahms, y una pequeña joya de Berg, las cuatro piezas opus 5. Destacaría el calor y la sintonía de los dos intérpretes, tan alejada de la que el mismo violonchelista nos deparó en el concierto de hace un par de semanas en el mismo recinto musical. Hubo una enorme sintonía entre ambos intérpretes, hasta el punto de que el cellista, para sincronizarse mejor y hasta respirar en coordinación con el pianista, se girara en numerosas ocasiones y hasta siguieran ambos la misma partitura sobre el atril del piano. Ambos comparten generación y se acercan a la música con esa mezcla tan “francesa” de exquisitez, precisión técnica y elegancia. Su interpretación de la sonata de Shostakovich fue memorable, porque supieron imprimirle ese gozo de vivir que aun el compositor ruso conservaba antes de que se iniciaran las penurias a las que le sometió el régimen estalinista. El “romanticismo” sereno y a veces irónico y casi folclórico que destila esta obra resulta muy diferente a la de la primera sonata de Brahms, en la que el músico alemán destila un romanticismo más exacerbado, aunque matizado por la presencia de Bach y en cierta manera su mirada al pasado, y el hecho sorprendente de que carezca de adagio o movimiento lento. Comparto la manera un tanto desapegada, diríamos, casi apolínea, de encarar la obra de Brahms, no tanto quitándole dramatismo o tragedia, sino sobre todo no añadiéndoselo machaconamente. Por ello prefiero, por ejemplo, la versión más “lírica” o tranquila de sus sinfonías por Giulini, en contraste con otras más dramáticas y sobre todo, tensas, que a mí no me satisfacen tanto. A algunos oyentes con los que hablé no les entusiasmó este modo “afrancesado” de leer a Brahms, pero en esta sonata, sobre todo, en la que el propio Brahms recurre al pasado y que incluye, además, una fuga en su último movimiento, me parece más acorde con el sentido de esta música. Opiniones.
Finalmente, el miércoles, el Cuarteto Gerhard nos subyugó con sus lecturas del segundo cuarteto de Roberto Gerhard, el estreno de “Tierra ingrata” de Manuel Hidalgo, y la Suite lírica de Alban Berg. Un programa denso, de enormes exigencias técnicas y que estos jovencísimos intérpretes catalanes afincados en Berlín nos sirvieron con sentimiento, emoción y una solvencia sorprendente para un cuarteto que tan sólo tiene 7 años de edad, y que viven la música como comunión, o por lo menos eso percibí yo al advertir cómo la música afloraba con tanta naturalidad. No creo que sea indispensable que para que un cuarteto fabrique buena música, que sus miembros deban ser amigos. Pero si lo son y crean una comunidad de amistad en la música, tanto esta, como la forma de transmitírsela a la audiencia, se beneficia, o al menos, se dota de unas características de amenidad, comunicación, sensibilidad y digamos, de alegría, que resultan de gran valor.
Que el meridiano del concierto lo ocupara una obra que se denomina “Tierra ingrata” no me pareció baladí. Nuestra tierra fue muy ingrata con el compositor R. Gerhard, como lo fue con tantos otros exiliados republicanos. Y el destino lo fue también con A. Berg, desaparecido tan joven y por tan banal circunstancia. El compositor Manuel Hidalgo, malagueño afincado casi toda su vida en Alemania y casi huido de nuestro país por buscar inspiración y tierras más cultas y sensibles a la música, recurre en este caso a la obra de Juan Goytisolo, otro exiliado, y en concreto a “Reivindicación del Conde Don Julián”, de donde extrae la siguiente frase inspiradora:
Ciñendo la palabra, quebrando la raíz, forzando la sintaxis, violentándolo todo.
Es decir, como hiciera aquel Conde Don Julián traidor de esa España que acabó fabricando inquisiciones, encomiendas y exilios. Por ello me parece tan esclarecedora esta frase de Rober Gerhard:
Quienes mantienen una tradición viva no son los que la imitan, sino los que la transforman.
Sobre la Suite lírica hablaré quizás en otra ocasión, una obra cuajada de referencias ocultas en torno a otro amor ingrato.
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