¿Qué hacer? (1ª parte)

Es una pregunta tópica. Muchas personas se la han planteado, pero pocos contestado. Deseo recordar que esta misma pregunta también intentó responderla Lenin a comienzos del siglo XX, unos años antes de la revolución comunista en Rusia, en un manual en el que explicaba cómo los bolcheviques tenían que luchar para hacerse con el poder. Se trataba, por tanto, de inspirar a las organizaciones revolucionarias sobre la mejor estrategia para conseguir el control del aparato y estructura de poder de un Estado. También los partidos democráticos intentan responder a esta pregunta sobre qué hacer, acerca de la mejor propaganda para ganar elecciones y, de forma similar a los revolucionarios, así ocupar también los puestos de poder de los Estados.

Pero con esta pregunta deseo apelar a algo diferente, aunque relacionado con lo anterior, no tanto sobre cómo una organización política debería actuar para lograr sus objetivos, cuanto lo que los individuos podríamos hacer para cambiar una realidad que no nos satisface y con la que estamos en desacuerdo. ¿Cómo podemos transformar la realidad? ¿Qué puede hacer una persona para cambiar el mundo? ¿Cómo puede un individuo cooperar con otros para cambiar la realidad sin delegar en partidos políticos o en Estados la solución de los problemas?

Y también recordar que desde el punto de vista del individuo, existe otra manera de encarar esta pregunta por el ¿qué hacer?, y que consistiría en mostrar las acciones que un sujeto puede realizar para adaptarse a una realidad o a un mundo que no cuestiona, ni critica. Se trataría de una postura de perfil psicológico y onanista, en cuanto que el individuo actuaría no tanto con el objetivo de cambiar la realidad, sino con el de cambiarse a sí mismo, ya sea para medrar socialmente, para sacar el máximo provecho o para no sufrir.

Estas tres perspectivas sobre cómo responder a ¿qué hacer? están relacionadas, e incluso, las reflexiones sobre qué hacer, enfocadas desde una de estas posiciones, nos puede llevar a encontrar acciones pertenecientes a otro enfoque. Me explico. Si partimos de la segunda perspectiva, por ejemplo, la individual y crítica, podríamos llegar a la conclusión de que individualmente no se puede hacer nada eficaz por cambiar el mundo, y que por tanto, lo más adecuado sería delegar en otros el trabajo de tomar el poder de forma revolucionaria o democrática. O considerar que la realidad resulta tan imposible de transformar, que la mejor opción consistiría en adaptarse a lo existente y actuar únicamente a nivel micro en las relaciones cercanas, confiando en que si un número suficiente se adaptara, asimismo, en esa misma dirección, el cambio global podría realizarse. Algunos manuales y prácticas de autoayuda o gestión de recursos humanos, así como propuestas educativas, o sobre decisiones de consumo responsable, entre otras, se situarían también bajo estas coordenadas.

La economía capitalista, esa hidra sin cabeza, nos domina a través de las mercancías y el dinero. Y los políticos, en cuyas manos delegamos la justicia y el bienestar, alcanzan ya un  grado tal de corrupción y demencia, que han convertido en absurda cualquier apelación a la democracia existente como forma eficaz para resolver problemas. Que logremos sobrevivir en este marasmo no justifica ni que estemos de acuerdo, ni que este estado de cosas deba continuar. Pero ¿por qué no podemos hacer nada? Desconfiamos de la economía, también de los políticos que nos representan, y sin embargo, y sobre todo, ¿por qué desconfiamos de nuestras personas como actores capaces de transformar la sociedad?

¿Qué hacer? Se trataría de actuar para modificar una realidad de la que formamos parte, de la que somos parcialmente responsables, y de la que sin embargo, también depende nuestra actual situación social y de supervivencia; hacia otra realidad en la que se pudieran cumplir aquellos objetivos sociales que consideramos que actualmente se dan de forma insatisfactoria o precaria. Por estas razones, la pregunta sobre ¿qué hacer? se la platean sobre todo aquellas personas que perciben y experimentan carencias, injusticias, explotaciones, desigualdades, etc., de las que son culpables determinados grupos, individuos o instituciones. Y en consecuencia, se tiende a considerar que la respuesta sobre ¿qué hacer? debería consistir en acciones encaminadas a destruir o sustituir el poder de aquellas personas que son directamente responsables de los males sociales que cada individuo padece o desea extirpar de la sociedad.

Pero esta forma de encarar la respuesta adolece de dos puntos flacos, a mi entender. En primer lugar, que tendríamos que saber claramente y sin dudas quiénes son los responsables, y establecer el grado exacto de relación entre las causas y los efectos, entre las acciones voluntarias que ellos realizan y las consecuencias indeseables que nosotros padecemos (luego veremos si esto es posible). Y no menos importante, tener en cuenta que la desaparición o pérdida de poder de estos responsables, por sí sola, no producirá los efectos deseados, a menos que la sociedad se organice de forma alternativa según una estructura que impida la aparición de nuevos candidatos como agentes de maldad.

Las monarquías no cayeron en tantos países porque se hubieran matado o derrocado reyes, sino porque las personas dejaron de creer en ellos y encontraron otras formas alternativas de organización. A un rey depuesto siempre le sucede otro, en muchas ocasiones entronizado por los mismos que ajusticiaron al anterior, a no ser que el imaginario político de la monarquía sea sustituido por otro contrapuesto a él. Tampoco el capitalismo y sus consecuencias tan lamentables para la supervivencia de la humanidad, se extinguirá por eliminar a los capitalistas o nacionalizar sus propiedades, si no se modifica ese fetichismo de la mercancía y del dinero que a todos nos seduce por igual, capitalistas y proletarios, de igual modo a cómo otros fetiches y sacralidades obnubilaron la capacidad de reacción de tantas personas a lo largo de la historia.

Pero tampoco se trata sólo de un problema relacionado con la cultura o con la educación, sobre cómo formar a los nuevos ciudadanos responsables y comprometidos. Un museo o un aula no son cámaras blindadas en las que los niños pudieran ser reprogramados en un imaginario político y social alternativo al existente. Ni nadie está capacitado para diseñar los currículums educativos y culturales alternativos en los que adiestrar a los alumnos. Pero ¿qué profesor o gestor cultural podría realizar esa tiránica tarea al margen no sólo de la familia, del mercado, de las instituciones, de las relaciones sociales actuales, y sobre todo, al margen de sí mismo como reproductor y reflejo del mismo orden social y político que se desea transformar?

Una característica fundamental de esta sociedad es su capacidad paralizante. No significa esto que en otras sociedades pasadas los individuos no estuvieran paralizados acerca de su potencial para transformar el mundo. Pero en la actual sociedad los mecanismos de parálisis no sólo resultan más sofisticados, sino que se dan, sorprendente e irónicamente, junto con otros mecanismos que nos hacen creer que los individuos somos realmente poderosos.

Con ello me refiero, en primer lugar, al hecho de que nos resulta casi imposible responder a la pregunta sobre ¿qué hacer?, más allá de las respuestas que resultan coherentes con la estabilidad del sistema imperante. Por tanto, que resulta fácil y conveniente responder al ¿qué hacer? en relación con qué comprar o qué votar, por ejemplo. Sin embargo,  al margen de estas respuestas permitidas y fomentadas, el sistema nos paraliza con multitud de mecanismos desmotivadores. Pero sorprendentemente, todos nos sentimos con derecho a ser poderosos, a sentir que como personas tenemos derecho a todo, que aun cuando sea evidente que no podemos fácticamente tenerlo todo, el simple hecho de considerar que tenemos un derecho innato y personal nos incita a contentarnos con protestas y súplicas a los poderosos, en lugar de buscar otras vías alternativas y realmente emancipadoras.

Este último derecho a poseer el mundo, a ser dueño de todo lo que nos rodea, a no distinguir entre el sujeto que actúa en la realidad y el hecho de que el mundo sea diferente a nosotros, establece el concepto tan limitado que tiene tanta gente de la libertad, como el derecho a poseer –siempre insatisfecho- que nos otorga el Estado y el sistema que nos debe proteger. A esta patología Freud la denominó narcisismo, una psicosis que se ha convertido en social y que sintomáticamente paraliza la capacidad de actuación del individuo, ensimismado en sí mismo, en la sobrevaloración de su propia persona en detrimento de la realidad social circundante, a la que desprecia y desvaloriza; y consecuente con el propio endiosamiento, la progresiva disolución de la frontera entre las cosas y el individuo, la confusión entre lo que soy y lo que tengo, la perturbación, por tanto, del sentido de realidad, y en consecuencia, de la capacidad para influir sobre ella y decidir libremente ¿qué hacer? para transformarla.

A comienzos del siglo XX Freud utilizó también el mito de Edipo para comprender la psique del ciudadano europeo, sometido a un tipo de poder patriarcal que tanto protegía a todos los miembros de la gran familia burguesa, como los explotaba económica y sexualmente: asesinar al padre para acostarse con su esposa. Esta era la libertad, una pulsión revolucionaria que se vivía, como tan bien supieron detectar Lacan o Deleuze, más como un complejo que como un deseo emancipador. Ante las violencias posmodernas y también frente a esta parálisis social en torno a ¿qué hacer?, me permito avanzar otro complejo, el de Ayax, relacionado con el canto de victimización en el que se dejan mecer tantos ciudadanos (aquí).

El gran guerrero aqueo se creía con derecho a poseer los despojos de Aquiles, recién muerto en la guerra de Troya. En la tragedia de Sófocles aparece enloquecido por la injusticia, víctima de la arbitrariedad, poseído por el síndrome de “me lo merezco”, “es lo mío”, “me pertenece”, “tengo derecho”, una victimización que se tornará en furor asesino contra sus mismos compañeros de combate, a los que creerá haber asesinado presa del odio y del rencor –ya que realmente mató ovejas por engaño de los dioses. El individualismo extremo, en simbiosis con Estados benefactores arbitrarios, genera estos monstruos, niños que ayer soñaban con asesinar al padre y que hoy sueñan con aniquilar a todo aquel que creen culpable de sus cuitas, por no recibir todo lo que como individuos se creen con derecho a merecer.

Son posturas un tanto suicidas –Ayax también acabó dándose muerte- porque, siendo narcisistas, continuamente vamos a errar sobre las acciones que hemos de emprender para provocar cambios sociales reales y consecuentes con nuestros objetivos políticos, y porque la dinámica de querer encontrar siempre culpables que exterminar o sustituir nos lleva también a asesinar continuamente a ovejas o corderos inocentes o sustituibles, como Ayax hizo.

Por estas razones, y en virtud de estos dos complejos psíquicos del narcisismo y del de Ayax, esta apelación al ¿qué hacer? la hemos convertido en una simple elección entre mercancías o partidos políticos. Pero ello no nos exime de la responsabilidad de tener que contestarla, y por tanto, de encontrar un vínculo entre nuestras respuestas y la orientación que le damos a nuestras vidas.

Quizás el origen de esa frustración que nos paraliza cada vez que deseamos contestar la pregunta sobre ¿qué hacer?, se debe a que esta pregunta está estrechamente unida a esta otra: ¿qué conocer? Todos los seres vivos conocen únicamente en función de cómo actúan, y sólo perciben y por tanto, saben del medio en el que viven, en relación a cómo desean actuar y en consonancia con ello, transformar su medio ambiente para poder sobrevivir. Y el ser humano no es diferente.

No podemos percibirlo todo, toda la realidad, por lo que nuestro cerebro, en coordinación con nuestros sentidos, nos ofrece una realidad parcial y modificada coherente con lo que deseamos hacer y cómo deseamos actuar en esa misma realidad. Por ejemplo, no vemos y después actuamos, porque realmente sólo vemos lo que deseamos modificar o utilizar del entorno en el que vivimos, en virtud de los objetivos propios de las acciones que deseamos emprender.

Resulta totalmente erróneo, y paralizante, querer saber antes de actuar. No se puede. Y creo que una de las principales fuentes de frustración que percibe el individuo actualmente al enfrentar la pregunta sobre ¿qué hacer? se debe a que desea conocer y saber previamente a la acción, y como ello resulta imposible, las acciones tendentes a cambiar o transformar el mundo, no se producen.

Como consecuencia de ello, las personas tendemos a realizar sólo aquellas acciones que nos permite el sistema imperante, y consecuente con ello, únicamente conocemos aquella realidad que el sistema nos ofrece. Para ser más exactos, en función del lugar que cada individuo ocupa en el sistema social, económico y productivo, debe realizar acciones que resultan coherentes con el conocimiento parcial y relativo que posee de ese mundo particular que habita. En suma, si evidentemente todos actuamos de forma diferente en relación con el lugar que ocupamos en la sociedad, también estaremos conociendo y percibiendo la realidad de tantas formas como nos estemos enfrentando al mundo y a nuestra realidad circundante.

Hemos oído demasiadas veces el siguiente mantra: que el mundo actual es excesivamente complejo, que existe demasiada información, que resulta imposible discernir entre verdad y falsedad, que todo está tan enmarañado que nunca podremos conocer las causas reales de los males que deseamos superar, que nunca podremos señalar a los reales responsables y culpables del mundo que desearíamos transformar. Por tanto, que si no podemos establecer, previamente a la acción, la cadena de causas y efectos del mundo existente (y por tanto de sus males, injusticias, explotaciones, desastres, etc.), no podremos saber qué debemos hacer para cambiarlo, y por tanto, que nuestra responsabilidad en el mal que acaece resultará subsidiaria de una cadena de hechos que al desconocerlos nos exime de ser responsables, y por tanto, del deber de actuar.

El rey nunca supo de sus súbditos para mandar sobre ellos, no lo necesitaba para actuar sobre su realidad. Su saber para actuar como rey y ejercer el poder residía en otra parte, no en el conocimiento absoluto de lo que ocurría en su reino. Tampoco los capitalistas, o los presidentes de Gobierno, ministros y demás personal considerado poderoso o responsable de lo que está ocurriendo en el mundo. ¿Por qué nosotros deberíamos poder tener todo ese conocimiento para cambiar el mundo? No se necesita, pero es que además, resulta imposible obtenerlo. Porque el conocimiento de los reyes y ahora de los gobernantes está en relación con lo que precisan saber para estar concretamente donde se encuentran, para mantenerse en el lugar que ocupan socialmente, y por tanto, sólo perciben y conocen en función de las acciones que realizan en aras de su supervivencia. Algo idéntico a lo que nos ocurre a cada uno de nosotros, que sólo sabemos en función de lo que hacemos para sobrevivir.

El poder no lo poseen los omniscientes, sino los que han sabido adaptar su conocimiento a la posición que ocupan en la sociedad. El mismo dios no supo nada del mundo hasta que lo creó. Fabricar y conocer van juntos, son inseparables, hasta el mismo hecho de dar nombres a las cosas resulta consustancial al acto de crearlas a través del conocimiento que poseemos de ellas. ¿Qué hacer? y ¿qué conocer? se dan siempre a la vez, porque se conoce únicamente en relación a un modo concreto de actuar, y sólo se puede actuar si se sabe cómo hacerlo.

La falta de conocimiento no debería paralizarnos. Si deseamos coger un vaso de agua, tanto la acción como el conocimiento asociados a cogerlo van juntos y se producen cooperativamente durante el tiempo que duran ambos. Existe un acoplamiento dinámico entre el movimiento de nuestra mano (acción) y el movimiento de nuestros ojos, la cabeza o la propiocepción para saber cómo guiarla hacia el vaso (conocimiento).  Sería paralizante que los ojos escudriñaran previamente toda la habitación recogiendo toda la información existente –infinita o inabordable- antes de empezar a mover la mano. El mismo efecto paralizante sobre la acción política lo provoca el querer colocar el conocimiento antes de la acción. Sería tan absurdo como querer aprender a tocar una flauta antes de tocarla.

Por ello, muchas de las prácticas que utiliza el poder en la fase actual del capitalismo consisten en conseguir la dispersión de la atención. El bombardeo masivo de datos e información al que estamos expuestos sobre asuntos sobre los que no poseemos ninguna capacidad de acción. La dificultad que encontramos para concentrarnos y acometer tareas sin interrupciones, ni perturbaciones producidas por datos ajenos a las acciones que deseamos realizar. La ubicua presencia del prójimo y su vida casi en tiempo real,  en todos los lugares y situaciones en las que nos podamos encontrar, por esa conectividad extrema que mantenemos en las redes sociales.  En fin, tal cúmulo de información y datos superfluos, que desbordan nuestra capacidad de organizarlos o transformarlos en conocimiento, porque se encuentran desconectados de las acciones importantes que desearíamos realizar, y porque tal dispersión de la atención nos impide decidir lo que realmente deseamos querer hacer en cada momento de forma total y plena.

Querríamos saber qué hacer. Pero percibimos un círculo vicioso, porque para decidir qué hacer hay que saber, y porque sólo se puede saber si actuamos en alguna dirección. Sin embargo, ya estamos actuando de una forma determinada y conocida (trabajamos, compramos, votamos, etc.) y por tanto, conociendo las cosas que están relacionadas con nuestras acciones habituales. Lo que también se percibe como otro círculo vicioso del que no parece fácil poder salir, porque cómo vamos a querer hacer cosas diferentes a las habituales si no tenemos conocimiento sobre cómo hacerlas. Me permito pensar que estos círculos viciosos son los que nos impiden, a tantas personas, poder actuar políticamente para cambiar la realidad y así transformar nuestras vidas y nuestro entorno, en suma, para ejercer nuestra libertad de forma plena en un mundo en descomposición.

Pero también creo que la única forma de romper esta parálisis tan frustrante reside en el deseo. Porque el deseo es el único motor que puede empujarnos a querer darle un patada a un balón en lugar de coger un vaso de agua. Y si consiguiéramos desear lo inhabitual, si lográramos extirpar de nuestro deseo las obligaciones que otros nos imponen, podríamos emprender el camino de la emancipación, que no es otro que el de decidir libremente ¿qué hacer? para transformar mi mundo y hacerlo mejor.

Pero nuestro deseo también depende del entono vital en el que vivimos y se ve influido por las necesidades, por aquello que la religión tachó de tentaciones y la publicidad de estímulos. Aquí también el capitalismo ha impuesto su lógica a través de sucesivos y acumulables instrumentos moduladores del deseo de consumidores y masas, ya sea por la creación artificial de escasez, la creación artificial de necesidades y ya en nuestra época, por la fabricación del deseo. Así como contra el ¿qué hacer? se erige la apatía o la parálisis que generan las prácticas de dispersión de la atención que utiliza el capitalismo, del mismo modo, contra la fabricación autónoma de un deseo libre se levanta la fábrica del deseo en que se ha transformado el capitalismo fabril del siglo pasado. El capitalismo no se contenta ya con fabricar mercancías y estimular su consumo creando su necesidad, sino que ahora la mercancía se ha transformado en un puro deseo tan sólo saciado por la experiencia de consumir. En cierta manera, la materia que forma la mercancía se transforma en el soporte de la experiencia, que siempre va ligada a la obtención de una determinada identificación vital, o sea, identidad.

Estos deseos que el capitalismo suscita en nosotros son reales, creemos fervientemente en ellos, los elegimos libremente en el bazar de los deseos y los asumimos como propios con todas las consecuencias. Pero cada vez resulta más difícil encontrar deseos ajenos a esta influencia, y menos aún, encontrar deseos que se puedan satisfacer al margen del consumo de mercancías y que puedan promover acciones realmente transformadoras. Pero la producción de mercancías en el sistema capitalista posee una lógica aplastante, en virtud de su especial ley de creación de valor que encuentra en la competencia tecnológica por conseguir la máxima rentabilidad, tanto su motor de progreso, como de ruina: en la medida en que los sucesivas mejoras tecnológicas asumidas de forma general por todo el sistema, disminuyen progresivamente el valor de las mercancías que el sistema produce. Una crisis existencial sistémica que el capitalismo ha conseguido postergar, primero con la expansión continuada de los mercados, y cuando estos ya no han podido crecer, con la virtualización actual de la economía, ya sea del propio dinero que fluye por las redes, como de las mercancías que se producen, que cada vez están más cargadas de experiencias e identidad.

Cada vez existe más capital tecnológico en manos de las empresas, pero cada vez resulta menor la rentabilidad marginal que el capital ofrece. Las empresas están sobrecapitalizadas, y como en la crisis de 1929, existe una situación sorprendente de sobreproducción y de valor descendente de las mercancías, en conjunción con una creciente mano de obra expulsada del sistema o en condiciones precarias de contratación. Por  tanto, una masa cada vez más elevada de consumidores deseantes que no poseen el poder adquisitivo suficiente para satisfacer sus deseos. Una fábrica de deseos que así desvela su verdadero signo, convertida en fábrica de infelicidad.

Esta sublimación del deseo que el capitalismo conecta necesariamente con el consumo de sus mercancías, junto con el fetichismo de la mercancía y la creencia religiosa de que la sociedad sólo puede funcionar a través de la conversión de las mercancías en dinero, es lo que dificulta la aparición de deseos autónomos en las personas, y por tanto, la posibilidad de que podamos contestar a la pregunta sobre ¿qué hacer? para transformar el mundo en el que vivimos.

¿Qué hacer? ¿Qué conocer? Y por tanto, ¿qué desear? como fundamento de las dos primeras preguntas y sus consiguientes acciones transformadoras. En virtud de esa conexión inexorable con la que el sistema vincula deseo y mercancía, lo lógico sería que cada persona consiguiera fabricar deseos autónomos, deseos que salieran de la lógica del sistema y por tanto, que tuviéramos inexorablemente que satisfacerlos sin consumir mercancías. ¿Parece absurdo, verdad?

Las deliberaciones sobre ¿qué hacer? se tienen que dirimir en una lucha por la atención y el deseo, por fabricar un deseo autónomo conectado con la necesidad que sentimos de transformar nuestra realidad, y por tanto, por conquistar una atención coherente con el deseo, una dirección de nuestra percepción orientada por nuestros deseos autónomos y no por la dispersión de la atención que fomenta el sistema. Y lo asombroso va a consistir en comprobar cómo en el acto mismo de fijar nuestra atención, y por tanto, de conocer en conexión con nuestro deseo, van a surgir las acciones coherentes que irán conformando nuestro ¿qué hacer?

Pero ¿por qué desear otras cosas a las que ahora deseamos, y por qué además desear al margen de las mercancías? Parece lógico pensar que si queremos transformar el mundo es porque deseamos otro mejor. Y precisamente ese deseo de mejorar conforma la necesidad de buscar un nuevo deseo vital alternativo al que sustenta las acciones letales que estamos realizando y que ayudan a sustentar el mundo que deseamos transformar. Porque las mercancías producidas en el sistema capitalista se fabrican bajo la lógica de la máxima acumulación de dinero, porque sólo satisfacen deseos en la medida en que son capaces de producir dinero, y porque todo el mundo tiende a ser consumido por ese fetichismo del dinero en el que se basa esa hambre voraz por acumularlo en detrimento de las propias personas y de la naturaleza. Porque el sistema expulsa cada vez a más personas por inútiles a su fin de acumulación, hemos de ser capaces de encontrar deseos alternativos que conviertan en útiles y valiosas a las personas y a las cosas que son capaces de producir cosas de valor.

¿Qué desear? y por tanto, ¿qué hacer y qué conocer? Tres respuestas conectadas que debería resolver cada persona en su particular lucha por recobrar la atención y el deseo, y que creo que se puede desarrollar en dos frentes, estrechamente vinculados: ¿qué desear?, a través de la  conectividad, el tiempo y la experimentación artística. Y ¿qué hacer y qué conocer? utilizando la narración alternativa, la búsqueda de semillas y la experimentación vital.

Continuará.

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