
La poesía se transmite como escritura y se la conoce a través de la lectura solitaria. Esta es la forma preferente de acceso a la poesía que se ha consolidado en Occidente, sobre todo a partir del Romanticismo. Pero no siempre fue así. Porque la poesía casi siempre se había transmitido oralmente, vinculada a otras artes escénicas, fundamentalmente la música, pero también la danza y el teatro. Recientemente le he dedicado unas reflexiones a “Sobre la interpretación de la poesía”. Ahora me gustaría desarrollar aquellas ideas relacionadas sobre cómo decir la poesía, y por qué recitarla.
No descarto la importancia de la lectura. La posibilidad que nos ofrece el texto escrito de conocer y disfrutar del hecho poético. La letra guarda una versión de la memoria poética y hace posible que la poesía pueda emigrar a través de la historia. Como las partituras musicales, la poesía escrita facilita la transmisión. Pero de forma similar a la música, creo que la poesía alcanza su más alta cota de expresividad y comunicación cuando se la interpreta, cuando un actor, juglar o rapsoda ofrece su voz al público.
Esta forma de considerar la poesía, esencialmente como interpretación y representación, no satisface a una parte de los poetas. A pesar de que el recital poético, a cargo de los mismos escritores, se haya convertido en una actividad concomitante a la difusión de la poesía, sobre todo en librerías que venden a su vez los correspondientes poemas. Pero la versión oral que nos regala la mayoría de los poetas, lamentablemente, le ofrece un parco favor a sus propios poemas. De forma similar imagino, por ejemplo, a Verdi cantando las arias de La Traviata, o a Calderón de la Barca actuando como Segismundo en La Vida es Sueño. Siempre me causa extrañeza que después de estas representaciones compremos, tan devotamente, sus libros de poesía.
Sin embargo, a mí estos actos me parecen entrañables, a pesar de la dicción poco clara, el soniquete monótono y convencional, la grandilocuencia del gesto o la voz falsa e impostada. La representación de la poesía se ha convertido así en un acto social de acercamiento a la figura del poeta, que se soporta por la emoción de la cercanía al personaje o al amigo, y por la posibilidad de que nos firmen un ejemplar de su libro. No me parece mal. Y a mí me gusta asistir a estas puestas de largo. Pero la representación pública de la poesía debería ir mucho más lejos y ofrecer una versión veraz y apropiada de la palabra poética, y que la voz, como máxima expresión de la palabra encarnada, consiguiera comunicar y transmitir de forma elevada y profunda la voz poética del poeta, que no coincide, claro está, con su voz personal hablada. El estimable testimonio que casi cualquier poeta insigne nos ofrece, a través de grabaciones históricas de lecturas de sus propios poemas, realmente resulta emotiva y memorable, pero suele carecer de valor artístico y sobre todo, nos regala una versión bastante pobre del verdadero valor poético que poseen sus poemas.
Existe al respecto una cierta esquizofrenia. Por un lado, y de forma un tanto sibarita, el poeta actual considera que la poesía ha sido escrita para ser leída en soledad y para componer un libro para la posteridad. Que el verdadero valor de la poesía reside en su lectura y que es en la lectura cuando se capta lo esencial de la poesía. Por otra parte, a todos los poetas les encanta leer sus propios poemas, a pesar de que tales manifestaciones adolezcan de múltiples defectos. Y por contra, consideran un ultraje que actores, rapsodas o profesionales del teatro y de la voz, toquen e interpreten sus poemas y ofrezcan una versión pública que pueda perturbar la que dejaron escrita o la que ellos mismos ofrecen, tan precariamente, en sus recitales.
Más allá de estos subterfugios de representación, la poesía hay que interpretarla en público, convertirla otra vez en una experiencia artística total, en esa forma de representación oral que antes solía acompañarse de música, danza, etc. Yo concibo la poesía más ligada a la juglaría, al rito, al juego escénico y festivo que a la lectura solitaria. Aunque ambas formas de degustarla y vivirla resulten plenamente compatibles. No por ello perdería seriedad la poesía (cuando deba tenerla). Y de esta forma se podría construir una vinculación entre la voz (física y material) poética y las personas que participan como público, reconstruir un vínculo poético y performativo que en Occidente se ha perdido en favor de la lectura solitaria y un tanto elitista.
El género poético está degradado. La poesía casi no se lee. Las ediciones poéticas son reducidísimas, e incluso personas que se consideran lectoras asiduas, suelen confesar sin pudor que apenas leen poesía, porque no la entienden o porque les cuesta demasiado esfuerzo entrar en las oquedades lingüísticas de tantos poetas. Se podrían aducir muchas razones para ello. Desde el lector: la pereza, la poca práctica o la escasa imaginación. Desde el escritor: la excesiva oscuridad o complejidad, el onanismo o la tendencia hacia el elitismo. Pero sin lugar a dudas, el que la poesía no se interprete ni represente con asiduidad y acierto, que la voz poética no la oigamos con veracidad y sentido dramático y juglaresco, repercute muy negativamente en la mínima receptividad que posee la poesía en nuestra sociedad. Por dos razones. Porque la poesía los poetas la escriben fundamentalmente para que otros poetas la lean. Y porque al escribirla, los poetas tienden a realizar juegos florares al margen del decir, al margen de la oralidad de las palabras, de cómo sonarían y sobre el efecto que la voz tendría sobre la audiencia. Todo ello convierte a la poesía en un género minoritario y autorreferente, muy alejado del verdadero poder transformador al que debería aspirar.
El poeta desea poseer el máximo protagonismo, que nadie le usurpe la comunicación del sentido de sus poemas, tener en propiedad la única llave maestra de la interpretación, ya sea por haber quedado la palabra impresa a perpetuidad, como por considerar que la única voz autorizada para recitarla en público debe ser la propia, aunque no suene bien, ni sea capaz de transferir a la audiencia el significado que él mismo como recitador desearía mostrar. Pero esto resulta absurdo. Sería tan disparatado como creer que el tenor Caruso le estuviera quitando protagonismo al compositor Verdi, cuando realmente se la está ofreciendo, gracias a la correcta y veraz interpretación de su obra. O que el magnífico actor L. Olivier le estuviera usurpando el protagonismo a Shakespeare cuando recitaba los versos de Hamlet.
La vida de la poesía procede de decirla en público, de que se la cante en canciones, de que la voz encarnada sea vertida sobre un escenario o en la calle. Y también de que sea transformable, de que se la diga o improvise según el contexto, el lugar, la audiencia o el sentido y el parecer del actor que en cada ocasión la interprete. También la música estaría muerta si sólo leyéramos sus partituras e impidiéramos que con libertad y capacidad los músicos la interpretaran en público.
Darío Fo, el gran actor y dramaturgo italiano, compartía esta forma de considerar la manifestación poética. E iba aún más lejos cuando en “Manual mínimo del actor” defendía la figura del juglar adaptada a los tiempos actuales, y por tanto, que también los actores se dedicaran a escribir los textos que iban a interpretar en público, y se produjera una imbricación total entre la palabra pensada y la palabra dicha, que la voz fuera el hilo vehicular entre la mente del poeta y la mente del oyente. No creo que sea la única forma de componer y transmitir la poesía. Pero confío en que esta forma de unir palabra y voz, de contemplar la poesía como algo público, representado e interpretado a través de la voz y amalgamada con otras artes (música, imagen, danza, etc.), tuviera la capacidad de volver a dotar a la poesía de capacidad transformadora, de que las palabras poéticas pudieran volver a representar y encarnar la protesta, la acción y la revolución de las vidas.
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