La soberanía nacional reside en el pueblo. Frase escueta, contundente, que extraigo de la Constitución española. Advierto, no se dice soberanía estatal. Tampoco que esta soberanía resida en el individuo. Los individuos somos reales, existimos. Los Estados también. En cambio, las naciones y los pueblos son creaciones humanas, sueños o mitos que los individuos reales soñamos. La soberanía que propugna ésta y otras constituciones similares resulta falaz, se basa en quimeras. En este caso, en una tautología, porque el pueblo forma la nación. Podría haber afirmado que la soberanía reside en la soberanía. No otra cosa significa este artículo de la constitución.
La soberanía significa poder absoluto. Y esta capacidad de decidir, la nación, el pueblo, la delega en unos representantes. La representación política. En cierto modo, la representación funciona como el mercado, un método de elección entre la oferta parlamentaria. La representación, por tanto, pretende solucionar un problema de escala, el de transformar, en grandes Estados, esa soberanía abstracta que reside en el pueblo en decisiones políticas concretas. Transformar un sistema pretendidamente considerado caótico en una sociedad ordenada.
La masa no es el caos. Porque la masa posee una psicología que se deja manipular fácilmente por sus líderes. Tampoco el pueblo, cuya unidad indisoluble se expresa en una soberanía nacional que sus representantes interpretan y ejecutan. La realidad de las masas y de las naciones se intenta traducir en un mundo de orden que se expresa a través de una jerarquía política y económica, de una cultura y de una comunicación de masas. En cambio, el mundo de la multitud se percibe como algo caótico que resulta necesario evitar. Orden y caos.
Sobre este binomio se podrían afirmar muchas cosas, tanto a nivel económico, como social, científico, político o ético. El orden se suele definir por su carácter predecible, ya sea por la costumbre o por la ley. Aunque no deja de poseer cierta subjetividad esta distinción, tanto en la ciencia como en la sociedad. Unos piensan que el caos de ayer se transformará, por el conocimiento, en el orden del mañana. Otros, que el aparente caos que percibimos en algunos fenómenos esconde un orden desconocido o no evidente a primera vista. O que el orden podría consistir en una cierta originalidad del caos. Orden y caos no son conceptos antagónicos, ni opuestos. Existe una dialéctica del orden y del caos de la que afloran todos los fenómenos de nuestra existencia social, biológica y física.
El orden pone a cada uno en su sitio. Por ello, la opinión que cada individuo posee del orden en el que vive dependerá del lugar que ocupa dentro de la estructura social estable, conocida y predecible. El orden social le parecerá magnífico e indispensable al afortunado, pero horripilante al que le oprime y lo siente como algo que intenta suprimir su libertad. El orden puede parecer justo o injusto. El caos, sin embargo, resulta amoral.
Llama la atención que hayamos desterrado la idea de dios para comprender el orden de la naturaleza o del universo, y que sin embargo, para encontrar un orden social no hayamos podido todavía extirpar la necesidad de tener que concebirlo como la emanación de un soberano o de una soberanía popular. Creemos todavía que la única manera de alcanzar un cierto orden social consiste en que alguien sea capaz de pensarlo, y que en consonancia con esa estructura mental, planifique unas decisiones concretas de las que inexorablemente debería depender el orden social. La democracia representativa considera que el ejercicio libre de la voluntad de cada individuo nunca va a poder producir orden social, y que la única manera de alcanzar una sociedad ordenada consistiría en confiar en que unos representantes elegidos expresen su propia voluntad, a través de acciones concretas de administración que, si son racionales, producirán el orden deseado.
Para que una red ferroviaria funcione debe haber un orden social del que emanen unas decisiones concretas sobre estructura, gestión, planificación, horarios, energía, tecnología, etc. Percibimos el orden porque los trenes circulan, los semáforos se accionan, las tiendas tienen productos y sale agua por el grifo de nuestra casa. Hemos logrado disminuir la entropía de nuestra sociedad incrementando el caos que nos rodea. Pura física. Pero esa predictibilidad del grifo o del tren creemos que únicamente puede darse si un experto, un gestor con conocimiento, ha concebido en su cabeza la estructura del problema y le ha dado una correcta solución técnica y organizativa. Es decir, si la voluntad delegada que le hemos otorgado la ha empleado con racionalidad. Nuestro concepto del orden resulta jerárquico, piramidal, porque concebimos que las cosas, los mecanismos, las organizaciones, las fábricas sólo pueden funcionar bajo un esquema de órdenes y obediencias estructurados en un sistema decidido por un experto, un político, un funcionario o un empresario.
¿Tenemos miedo a las multitudes? ¿Preferimos a las masas y a los pueblos? Cada cual contestará según le vaya en el orden que las masas y los pueblos imponen en cada momento histórico. Si para que el tren llegue a su hora a la estación, el orden imperante le impone un salario de hambre y una precariedad absoluta al ferroviario que limpia la vía, su opinión no será la misma que la del ingeniero que planifica el tráfico o del usuario que se monta en el tren. Quizás el primero prefiera el caos, u otro orden distinto, quizás una racionalidad menos jerárquica y más justa.
Pensemos en las leyes, esos textos que reparten deberes y derechos, que nos dictan cómo tenemos que realizar las cosas, cómo estructurarnos. Todas están diseñadas con un esquema piramidal e incluyen siempre unos apartados dedicados a cómo una autoridad, que puede ser la policía, los funcionarios, un juez, debe supervisar su cumplimiento e imponer penas, condenas, multas a los infractores. ¿Y es que sólo resulta adecuado el recurso último a la fuerza, a la expresión de la soberanía y de la autoridad para que los pactos y los acuerdos se cumplan? Nos han educado en un sistema de fortalecimiento de las conductas adecuadas, exclusivamente fundado en el drama de los castigos y de las recompensas, que nos impide ver otras posibilidades, otras formas de fortalecer el cumplimiento de los acuerdos y evitar que los farsantes o los aprovechados se lucren injustamente.
Hay que escribirlo todo, codificar todos los detalles de la vida, prever todas las posibilidades y plasmar toda la casuística universal en papel timbrado con el sello del Estado, estar seguro que nada queda al margen de la ley y de la reglamentación, que la propia vida y nuestra biología y mente y salud también resultan codificadas para tener la certeza de que vamos a ser justos, racionales, de que la eficacia va a caracterizar el orden que deseamos crear a nuestro alrededor. Como si la sociedad fuera un mecanismo artificial, todos los resortes que lo van a formar deberían, previamente a su construcción, haber sido plasmados en un plano de diseño concebido por un ser inteligente y previsor. Así concebimos el orden social del que depende nuestro bienestar. Unos representantes, y representantes de los representados que cada uno en su ámbito realiza un diseño racional de una parte de la realidad. Pero invito a que nos preguntemos un par de cosas: ¿La integración de todos esos fragmentos racionales compone un todo armonioso y racional? ¿El último representante del que deriva toda la jerarquía de la representación posee realmente en su mente el esquema completo del mecanismo?
Todos los sistemas naturales funcionan sin un jefe, sin autoridad, sin una delegación de soberanía. ¿Por qué la sociedad humana debería funcionar de otra manera? Los ecosistemas funcionan así, y encuentran siempre el equilibrio, el orden. Pero lamentablemente le tememos demasiado a nuestra animalidad. Hemos de defendernos del ladrón, del asesino, del gorrón, del mentiroso, del farsante. No lo dudo. Pero el problema reside en la forma, si la manera tradicional de decidir sobre lo común, las estructuras de convivencia basadas en la jerarquía y el conocimiento centralizado resultan las más adecuadas a tal fin.
Las sociedades democráticas funcionan con contrapesos. Ya lo defendió Montesquieu, recogiendo una larga tradición, y de este modo nos hemos querido proteger del poder excesivo acumulado en la jerarquía, repartiéndolo entre muchas cabezas cuyas decisiones no resultan autónomas del todo, porque deben contar con la aquiescencia de algunas de las restantes. Pero, ¿por qué no ampliar progresivamente este sistema de contrapesos hasta llegar al individuo? Se me antoja que somos demasiadas las personas aprisionadas entre estos engranajes tan poderosos que dialogan entre sí con tan poca racionalidad. Sin embargo, creo que gracias a este sistema descentralizado de decisión se alcanzan mejores decisiones y más justas que del derivado de una sola cabeza o centro de poder. Pero ¿por qué le tememos tanto al hecho de multiplicar las cabezas hasta hacer que coincidan con la de cada uno de los individuos de la sociedad? ¿Por qué tememos a las multitudes?
Creo que las experiencias recientes alrededor del crowd (multitud), o los desarrollos científicos sobre sistemas complejos empiezan a mostrarnos que resulta posible alcanzar equilibrios y orden sin recurrir ni a la jerarquía, ni a la delegación de la soberanía individual, a través de las dinámicas libres de esos átomos sociales que somos los individuos. Que sin convertir a la sociedad en una máquina, sin necesidad de asimilarla a un organismo regido por uno o varios cerebros delegados, sus infinitas partes acordando libremente podrían alcanzar un funcionamiento estable, sostenible ¿y justo?
Recomiendo consultar en Wikipedia el concepto de collective intelligence (inteligencia colectiva). La propia Wikipedia es un ejemplo ilustrativo de la inteligencia de las multitudes, de su capacidad de cooperar y crear conocimiento colectivo sin estructuras jerárquicas. Siempre nos han sorprendido las colonias de insectos, los corales, los hongos, los rizomas, cómo el comportamiento aparentemente errático, no previamente codificado en unos genes de seres que apenas poseen inteligencia, pueden crear estructuras tan ordenadas. De cómo es posible que del caos de millones de organismos interactuando, comunicándose con precarias inteligencias, sin una jerarquía de mando y obediencia, sin una inteligencia superior ordenancista, sea capaz de aflorar estructuras eficaces. Y los científicos sociales, los psicólogos y los neurólogos, los filósofos, multitud de disciplinas científicas se vienen preguntando durante ya más de cien años si algo parecido podría también ocurrir en las sociedades humanas.
Téngase en cuenta que hasta los sistemas de inteligencia militar están utilizando esta sabiduría de la multitud (o colectiva) para analizar escenarios de riesgos futuros, para anticipar eventos en la política internacional, utilizando la mejor capacidad de los grupos para trabajar de forma distribuida y sin jerarquías para solucionar problemas complejos.
La investigación académica sugiere que en el intento de anticipar eventos futuros los expertos lo hacen escasamente mejor que un chimpancé tirando dardos a una diana.
Por un lado, los herederos de Hobbes, del miedo y del recurso a la autoridad, los defensores del pueblo, los propagandistas de las masas, del orden como jerarquía donde unos elegidos desde la cúspide del sistema lanzan instrucciones a las masas que soportan la base de estas mega-estructuras rígidas y ya anticuadas. Por otro lado, los herederos de Spinoza, los que hemos ido acumulando evidencias sobre la capacidad de la multitud para gobernarse a sí misma sin representantes, de producir orden y estructuras complejas que funcionan con racionalidad y eficacia sin necesidad de que nadie tenga que comprender, ni compendiar en su mente las relaciones, las instrucciones, las leyes, sino que por pura comunicación y sinergia entre pares, entre individuos que poseen sólo un conocimiento muy parcial de la realidad, al final, de la capacidad de interactuar surgirá una inteligencia colectiva mucho más potente que la tradicional que se basaba en la jerarquía.
La política del pueblo y de las masas ya resulta aburrida. No sólo provoca ya indignación, sino sobre todo hastío. Creo que al final será el aburrimiento que nos provoca el espectáculo de la democracia de masas y la curiosidad por encontrar nuevas y más divertidas formas de vida, la que irá derrocando este sistema serio, adusto de autoridad, jerarquía y soberanía popular. Como afirma Mario Perniola en su libro sobre los situacionistas:
Las viejas nociones de pobreza y riqueza, fundamentadas exclusivamente en el proceso económico, deberán sustituirse por un concepto nuevo que haga referencia a la plenitud y a la satisfacción del deseo. Las energías de la nueva revolución provienen del rechazo del aburrimiento y de la insignificancia en que la inmensa mayoría de la gente se ve obligada a vivir.
Debemos ser capaces de torcer el perfil lacerante que destila el desarraigo y la precariedad, la destrucción de los sistemas estatales de protección social, el desmoronamiento de la propiedad pública, la corrupción política y económica, la presión fiscal abusiva sobre las clases medias, los privilegios hacia los poderosos y el gran capital, la austeridad en connivencia con los rescates multimillonarios. Hemos de reescribir la historia de la sociedad capitalista. A pesar de la política de masas, las multitudes han sido capaces de sobrevivir como náufragos rodeados de tempestades: la enajenación de lo público y de los bienes comunes por el capital, la supeditación del individuo al puesto de trabajo y al salario, la mutilación del saber experto de la mente del trabajador, el adiestramiento en la división del trabajo, la aniquilación de los movimientos sociales y de las asociaciones de ayuda mutua, etc. En suma, los intentos de transformar a la persona libre y autosuficiente en un borrego que depende de un capitalista y de la burocracia para poder vivir con algo de bienestar. En lugar de ciudadanos libres, el intento exitoso de habernos casi convertido en clientes del mercado laboral y multinacional, de las jerarquías funcionariales del Estado del Bienestar.
No hace falta lanzarse al vacío. Empecemos a cooperar, a crear redes de iguales, a comunicarnos, a poner en acción nuestra capacidad lingüística para poner en marcha proyectos en común, compartamos el conocimiento, convirtámonos en transistores, en condensadores de un nuevo circuito caótico de vínculos. Iremos advirtiendo progresivamente el frenesí, la emoción que nos asaltará según vayamos comprobando cómo va surgiendo esa inteligencia colectiva de la que somos parte. Que sin entender la complejidad de muchos problemas, seamos capaces de encontrar juntos una solución que no es de nadie y sí de todos, pero que quizás ninguno de nosotros somos capaces de definir y compendiar en nuestra mente, pero que sorprendentemente funciona.
Si recordamos a Le Bon y su psicología de las masas, podemos extraer una idea fuerza que recogía de la tradición y que proyecta modernizada hacia las generaciones futuras, la aseveración de que las masas son irracionales, que la inteligencia del grupo resulta muy inferior que la de los individuos que lo componen, y que la verdadera inteligencia se expresa en ciertos individuos dotados cuando trabajan en soledad aislados de la influencia perturbadora de las masas. En cambio, las experiencias alrededor de la lógica distribuida y los nuevos sistemas de empoderamiento de la ciudadanía, la holacracy, los estudios sobre dinámicas de sistemas sociales de N. Luhmann alrededor del concepto de autopoiesis, los algoritmos de tipo adaptativo y genético, la estigmergia aplicada a las sociedades humanas, las experiencias en sistemas expertos y en cibernética, las modernas teorías de la comunicación social, la creación de lenguajes abiertos y libres, la cultura hacker y el éxito del software libre, la economía compartida (sharing economy), bitcoin y otras monedas comunitarias, bitgov, los movimientos políticos basados en la inteligencia del swarm (enjambre), la financiación compartida (crowd-funding), la ciencia compartida (crowd-sourcing), la fabricación de impresoras 3D auto-replicantes, la internet de las cosas (Internet of Things), los espacios de co-working, los laboratorios ciudadanos de producción, viveros de emprendedores, las empresas sin jerarquías, etc.; conforman un legado vivo, experimental, útil, propositivo de enorme calado que expresa con fuerza la idea contraria a la habitual y tradicional sobre sistemas sociales, que las multitudes son inteligentes y que del caos social que parece formar la red distribuida de relaciones libres entre nudos-individuos iguales, surgirá un orden más estable, resistente, eficaz y quizás justo que el derivado de las jerarquías y de la soberanía popular.
Las evidencias se acumulan, valga de ejemplo el siguiente artículo Evidence for a Collective Intelligence Factor in the Performance of Human Groups, publicado en la revista Science en 2010, en el que los investigadores evalúan un factor de inteligencia colectivo similar al coeficiente intelectual y demuestran la capacidad de los grupos humanos para expresarse racionalmente con mejor puntuación que la de sus miembros.
No sólo estamos ante nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, sino ante nuevos paradigmas, experiencias, necesidades sociales, idearios de revuelta, propuestas políticas, ambiciones económicas que cuestionan la fabricación capitalista y soberana de la realidad tal y como la hemos conocido hasta ahora. Conflictos en los que las tecnologías, como siempre, podrán adoptar, en función del resultado de estas luchas, muy diferentes papeles, ya sea en apoyo de la libertad de las personas, o como instrumentos de opresión y vigilancia en una nueva cultura y política de masas aún más injusta. Las nuevas tecnologías pueden hacer efectivo el “reinado” de las multitudes, pero también solaparse con las estructuras de poder y de soberanía ya existentes y frenar su promesa liberadora. Lewis Mumford, en Técnica y Civilización, ya nos expuso un ejemplo histórico de tal tipo de perversión, cuando la nueva tecnología de los motores eléctricos parecía inaugurar un mundo industrial distribuido de pequeñas instalaciones locales, del que se hicieron eco los anarquistas, y en concreto, Kropotkin, pero que desgraciadamente se aplicó según las mega-estructuras centralizadas de la antigua industria hidráulica y de máquinas de vapor. Algo similar podría ocurrir en la actualidad: espionaje masivo en internet y en las redes sociales, centralización abusiva y control de las comunicaciones por las actuales jerarquías, utilización de nuevas técnicas de control social y de manipulación política, privatización del conocimiento social y de la cultura, etc.
Somos los actores de un período histórico de gran importancia en el que la ciencia, las experiencias sociales, tecnológicas y económicas nos permiten atisbar una realidad política al margen de la soberanía y fundada sobre el poder y la inteligencia de las multitudes. La figura tenebrosa de Hobbes y de su Leviatán opresivo podrá quizás al fin ser extirpada de la experiencia política. Las herramientas necesarias y la voluntad de la multitud se han puesto en marcha para conseguirlo. No será un camino fácil, ni libre de conflictos ni de luchas. El posicionamiento político de los demócratas de la representación, del gran capital, resulta clara, y utilizarán todos sus recursos para que la política de las masas, y sus correlatos del consumo y la producción de masas, sigan caracterizando el futuro de la humanidad. Está en nuestras manos, en los individuos y en las multitudes inteligentes que formamos, la capacidad de frenar esta atroz involución de las masas.
La involución de las masas (4ª Parte) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
muy interesante y sobre todo emocionante, incluso vertiginoso… me llega esa dialéctica orden caos, su constelación, el interjuego de los espacios y los lugares, y no precisamente desde lo racional, sino desde lo más orgánico y poético, desde esa inteligencia múltiple, desde algo sistémico, poliédrico, analógico, creativo, intuitivo, paradójico;
tu artículo me parece muy vital y optimista, pero de momento no siento que colectivamente podamos prescindir de Dios, del Otro, o de la Ley para conectar y confiar en algo interno que nos pertenece y que es soberano, que puede crear unión y armonía, tus apuntes son bellos, pero creo que aún tenemos demasiado miedo, que nuestro lugar socia está atravesado por un montón de condicionamientos que ni siquiera cuestionamos, y que la existencia resulta muy angustiosa si no tenemos matrices donde proyectar, representar o encontrar límites y sentidos,
gracias
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Gracias, Samaraland. Comparto los temores, pero también la oportunidad histórica en la que nos encontramos.
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