Elecciones o por qué se odia más al traidor que al enemigo

El 36% del electorado no votó en las últimas elecciones autonómicas y municipales de mayo de 2023 en España. Cifra similar a la de otras convocatorias electorales. Se habla de la mayoría silenciosa, aun cuando las causas de que se abstenga tanta población son diversas y por supuesto, no los agrupa como una opción política homogénea frente a los partidos que reciben los votos del resto de ciudadanos. Pero una abstención tan alta realmente erosiona la legitimidad del sistema, a la par que constituye un grupo de potenciales votantes a los que, sobre todo la izquierda, pero también la derecha, permanentemente llama a retreta en cada nueva convocatoria electoral.

Un dato importante es que, sobre todo, se abstienen de votar los pobres, o las personas discriminadas o excluidas. Y que cuanto menor es el nivel de estudios, o cuanto más precaria es la situación de una persona, menos vota. Este dato lleva siempre a pensar a la izquierda que movilizando a los abstencionistas va a incrementar su porcentaje de voto. La izquierda clama por ello, aunque los datos indiquen que las personas que poseen menores ingresos, o los parados, no siempre votan a la izquierda. La izquierda se sobresalta y considera absurdo que municipios, o barrios pobres, marginados y con altos niveles de población precaria, no los voten y sí lo hagan, sin embargo, a la derecha.

Entre los abstencionistas hay muchas personas que no simpatizan con este sistema, ya sea porque se sienten abandonados, discriminados, o porque sencillamente no comparten los valores de esta democracia o no se sienten representados por ninguna de las opciones políticas existentes. Por ello los partidos de la izquierda defienden el voto útil, para hacer entender al mayor número de abstencionistas, y también de votantes sociológica y políticamente equivocados, que voten por lo menos malo para sus intereses personales, considerando que lo mejor para el pobre, o para reducir la desigualdad, es el voto a la izquierda, a ellos.

Nadie sabe con certeza lo que es mejor, sobro todo porque los valores o criterios que sirven para estimar el mejor o peor rendimiento de una opción política no son unánimemente reconocidos por todos, y porque los programas políticos e incluso las ideologías que pregona cada opción política no deja de ser percibido por una mayoría de los ciudadanos como mero papel mojado. Cada vez resulta más claro que cada cual vota tal como consume o compra, en función de una publicidad y una identidad cultural que se asienta en el hecho irrefutable de que ninguna opción política ha cumplido lo que pregona, pero que puede ofrecer la garantía de que probablemente será mejor que las otras, que atenderá mejor que otras las necesidades personales de cada votante, y que en un mundo tan convulso e incierto, será capaz de aportar mayor seguridad personal.

Se dice que los trabajadores ya no votan a la izquierda. Nunca lo han hecho unánimemente. Quizás una parte de los proletarios sí lo hizo. Casi nunca los proletarios anarquistas, por ejemplo. A la izquierda también la vota mucho universitario y gente culta “bien pensante”, mucho “progre”. ¿Los ricos? Pues también han votado en un alto porcentaje a la izquierda. Recuerdo que en la época izquierdista liderada por Felipe González hubo mucho voto y apoyo empresarial al PSOE, porque frente a la derecha torpe y retrógrada existente en aquel momento, el socialismo ofrecía inversión extranjera, impuestos con subvenciones y suculentas desgravaciones fiscales, un medio óptimo para favorecer la competencia y el espíritu de empresa, las herramientas en las que confiaba el socialismo para favorecer la creación de empleo, aun cuando las desigualdades económicas se ampliaran durante sus mandatos electorales. Recordemos a los ministros de economía socialistas: Boyer, Solchaga, Solbes, Espinosa, todos tan liberales como sus homónimos de la derecha.

Los partidos de derecha y de izquierda, evidentemente son diferentes. No se afirma que sea indiferente votar a unos que a otros, que los mandatos de la izquierda sean iguales que los de la derecha. Pero casi nadie posee la certidumbre de lo que van a hacer unos y otros, tan sólo la confianza que depositamos en un detergente frente a otro, nunca basada en un hecho científico o en un cálculo económico racional, sino en una simple opinión basada en la propaganda política cuasi publicitaria, en el espectáculo, aun cuando haya personas, indudablemente, que supuestamente bien instruidas siempre votarán a la izquierda o a la derecha en aras del interés general, ocurra lo que ocurra, y esté quien esté a los mandos de cada partido. Son los hinchas.

Sin embargo, el voto de la mayor parte de las personas se decide en negativo, porque no se vota tanto al partido con el que te identificas, sino contra el enemigo, contra aquellos políticos que el oponente político ha conseguido exorcizar en la conciencia de los votantes. El voto se decide sobre todo a través de la identificación cultural y de la emotividad, más que en la supuesta ideología que esgrimen izquierdas y derechas. El contexto económico que impone la fase actual por el que transita el capitalismo exige a unos y otros un pragmatismo difícil de soslayar, salvo por matices relacionados con la capacidad individual de los posibles responsables políticos, independientemente de su signo. Así no resulta difícil de entender que votantes potenciales de la izquierda voten a la derecha, e incluso viceversa, porque el cálculo que hace cada votante está mediado únicamente por la desconfianza hacia el adversario político. Tampoco debería llamar la atención el alto grado de abstención, y que ésta afecte en mayor medida a ese potencial electorado de la izquierda, al que los partidos de izquierda le reclaman su voto en virtud de que se presentan a sí mismo como los defensores de los pobres, los marginados, los perdedores.

Hay mucho trabajo precario en este país. O más bien, muchas personas que viven en la precariedad, con muy bajos salarios, y sobre todo con una incertidumbre elevada sobre su futuro, no sólo laboral, sino esencialmente sobre su capacidad para elaborar un mínimo plan de vida futura. Y mucho miedo, sobre todo fomentado por los medios de comunicación y por los políticos, miedos que no se basan en un mínimo de concurrencia estadística de los males pregonados, pero que constituyen el fermento que conmueve a los votantes, influidos más por la emotividad de las imágenes o las historias que se cuentan, que en la racionalidad de los hechos y sus consecuencias.

Existen muchos trabajadores españoles asustados por la inmigración, porque los inmigrantes incrementan la oferta de trabajo y están dispuestos a trabajar por menos dinero. El español con estudios, el trabajador competitivo y bien formado, o el funcionario, no teme por ello, pero sí el que trabaja como camarero, albañil, tendero o jardinero, en fin, en ámbitos laborales que requieren menor formación. Tienen miedo, real o exagerado. Pero lo tienen. Muchos de ellos no son racistas, se consideran solidarios, comprenden que los inmigrantes vengan, que tienen derecho como personas a moverse en función de sus necesidades, deseos, o simplemente porque los persiguen en sus países de origen. Comprenden que sus abuelos también fueron inmigrantes españoles en Europa y América, y que estos nuevos inmigrantes tienen el mismo derecho. Pero a pesar de que la izquierda afirme compartir estos valores, quizás el trabajador precario español acabe votando a la derecha, o simplemente se abstenga.

La izquierda se define a sí misma, en este y en otros casos, como la única defensora real de los derechos humanos, inspirada por ideales humanitarios de libertad, y sobre todo, de igualdad, aspira a ser el único representante de estos, y por tanto, llama a las urnas basándose esencialmente en cuestiones morales, culturales o de identidad. Pero la defensa real que hace la izquierda en el poder de estos valores resulta bastante mediocre, si no cuajada de múltiples hipocresías. Porque esos partidos que se autodenominan de izquierda aceptan unas reglas del juego a nivel político, y económico, totalmente incompatibles con la defensa de esos ideales, a menos que alguno de ellos pueda servir para, en algún momento histórico, apoyar al Estado nacionalista y al capitalismo que ellos también defienden. Eso ocurrió con el Estado del Bienestar, por ejemplo, y con esas instituciones públicas potentes que trabajaron por la salud o la educación. Se crearon porque el capitalismo necesitó, en aquel período histórico, buenos trabajadores bien formados, sanos y fieles a sus empresas, y porque la mejor forma de superar los fallos de las economías de mercado, consistió en promover la acción estatal en defensa de unas grandes empresas que podrían pagar aceptables sueldos a sus trabajadores. En un contexto internacional en el que los países del Estado del Bienestar explotaban a un Tercer Mundo que todavía no se había convertido en gran productor y competidor del nivel de vida de los trabajadores nacionales.

Pero el Estado del Bienestar ya no va a volver, a pesar de que la izquierda pregone que con impuestos progresivos y ya casi expropiatorios sobre las clases medias y los autónomos va a ser posible volver a dotarnos de buenos servicios públicos. Porque al capitalismo financiero le estorban esas instituciones del Estado del Bienestar, porque el saber tecnológico que poseían los trabajadores “mimados” del Estado del Bienestar, el capitalismo lo está encapsulando en máquinas y ya sólo precisa o trabajadores muy creativos y superdotados, o una ingente masa de gente intercambiable y sin formación que ejecute los trabajos más degradantes o miserables.

La izquierda nunca va a recibir a los pobres del mundo, nunca va a dejar abiertas las fronteras, jamás va a permitir que los inmigrantes entren en nuestro país de forma libre. Pero hablan como si eso fuera lo deseable, y por tanto, acaban defendiendo un tipo de fronteras “humanitarias” que ofrecen como contrapartida de las fronteras racistas y casi asesinas de otros países derechistas. Esta manifiesta hipocresía la entienden muchos trabajadores y se manifiesta de forma patente, por ejemplo, en el caso de los luctuosos sucesos de la verja de Melilla, donde, en resumen, lo que impera es la misma razón de Estado, y el mismo pragmatismo que defiende la derecha. Esta izquierda por tanto, no le ofrece a su potencial electorado la confianza de intentar aunar la moral humanitaria que pregonan con los hechos, tanto en la política migratoria, como a nivel de salud, educación, desigualdades, trabajo, etc. Esto crea desconcierto, que junto con el miedo, crea el caldo de cultivo perfecto para que esos votantes potenciales de la izquierda voten a la derecha o se abstengan. Porque resulta imposible, por un lado, aceptar las reglas que impone el capitalismo y la razón de Estado, y por otro conseguir cumplir con los derechos humanos y con la política humanitaria que pregona la izquierda, al igual que también resulta imposible conciliar, con las reglas del sistema imperantes, el libre movimiento internacional de personas y trabajadores, con el trabajo seguro de los españoles.

El que los partidos de izquierda se consideren los únicos defensores reales de los derechos humanos conlleva que en todo momento defiendan la institucionalización como la única forma de defenderlos. Es decir, si la mujer evidentemente todavía está discriminada en nuestro país y no goza de los mismos derechos y libertades que los hombres, pues crear un Ministerio de la Mujer que defienda ese derecho, en contra de otros intentos y luchas sociales que también lo promueven. Los partidos de izquierda no existen tanto para defender a ultranza los derechos humanos, cuanto para canalizar hacia ellos e institucionalizar estatalmente su gestión. En un intento, bastante exitoso, de hacer compatible un mínimo cumplimiento de derechos con el desarrollo del capitalismo y la aplicación de la razón de Estado.

El PSOE y el PCE de la transición española cumplieron este papel de forma magistral y admirable, institucionalizando las demandas de igualdad y libertad que representaban muchos movimientos sociales, canalizando y por tanto apaciguando la demanda social, despolitizando a la sociedad, y erigiéndose, con su hipocresía de izquierdas, en los embalsamadores de la radicalidad social, en los mamporreros del capitalismo socialista que tantos beneficios ha procurado a la sociedad española. Cada vez que aparece en la sociedad española una demanda social, la izquierda aparece en su papel de apaciguador, que no es otro que el de hacer compatible la demanda con el desarrollo capitalista del Estado. Ello está ocurriendo con el PSOE actual o con PODEMOS, con la llamada política feminista, pero también con la Ley de memoria histórica, o con las demandas de los movimientos sociales de 15M, políticas que la izquierda institucionaliza con el único objetivo de desmontar su radicalidad, incluyendo reformas legislativas agradables que los convierten en adalides de la única política posibilista que se puede permitir este país en relación con la libertad y la igualdad.

No resulta tan absurdo y falto de coherencia que tantas personas a las que dicen defender las izquierdas, no les voten: porque muchos trabajadores odian más a la izquierda traidora que al enemigo de la derecha. Las izquierdas se consideran los únicos defensores de la salud y la educación pública, son los únicos que creen en el cambio climático y sus destructoras consecuencias, los únicos que defienden a los precarios y a los pobres, los que se dicen antirracistas y antifascistas, los que luchan contra la desigualdad, por el transporte público, por el agua pública, y tantas cosas que serían tan buenas para tantos ciudadanos que sin embargo, votan por lo contrario, por la derecha, en contra de sus propios intereses, o se abstienen. No estoy defendiendo que los pobres voten a la derecha o que se abstengan. Tan sólo deseo comprender por qué no votan por sus defensores de la izquierda. Y creo que la razón estriba en que se ha afianzado un sistema político emocional y basado en alistamientos culturales, una política del miedo que agita la polarización social a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, y de una izquierda hipócrita que a sabiendas de que nunca podrá compatibilizar el capitalismo con los derechos humanos, sin embargo, intenta a toda costa desmotivar la independencia política de los movimientos sociales e institucionaliza sus demandas por medio de políticas reformistas y apaciguadoras.

Deja un comentario

Web construida con WordPress.com.

Subir ↑