Hace tiempo escribí sobre la música de las esferas, algo que a la par de poseer un cierto correlato científico, también padece, por influencia de los pitagóricos e idealistas, de un cierto regusto totalitario, como un canto de sirenas un tanto perturbador, porque aquellas personas que así consideran la música, como reflejo de la armonía universal y celestial, también en cierto modo continúan anclados en un concepto de ciencia como descubrimiento, como desvelamiento de las leyes inscritas por la divinidad en todas las cosas. Por ello en «La impotencia del logos» intenté mostrar una perspectiva más constructivista y pragmática de lo que significa la armonía y las posibles analogías entre la música vivida como experiencia estética y las leyes del universo.
Recuerdo ahora estos textos porque acabo de leer tres libros que tratan este tema de la armonía, de la relación entre la música y las leyes de la naturaleza. En la editorial Siruela ensayo, J. Godwin nos habla de «El resurgimiento de la música especulativa«. Posee abundante información sobre cómo diferentes músicos, filósofos y científicos han considerado esta relación armónica del logos. Junto con algunos de los libros de Ramón Andrés en la editorial Acantilado, suponen una intensa y fructífera incursión por el esoterismo musical. Me quedo con esta frase del escritor inglés:
El pensamiento armónico reconoce que cada apariencia exterior posee igualmente un valor interno. Juzga sin sentido la acumulación de montones de conocimiento que no guardan relación con el hombre como totalidad, y que a la postre le dejan insatisfecho. Desde el punto de vista armónico, el propósito del conocimiento es encontrar un significado que satisfaga las necesidades del alma del hombre.
En «El jazz de la física» el astrónomo y músico S. Alexander nos habla del vínculo entre la música y la estructura del universo, desde un punto de vista bastante sugerente, no sólo científico, sino también vital, en la medida en que este científico ha encontrado en el jazz y en su manera de tocar el saxofón una inspiración para acometer el reto de desentrañar leyes y misterios cosmológicos en relación con la improvisación. De su relación con Brian Eno (al que llama «el cosmólogo sonoro») nos muestra algo que yo he reconocido en muchos compositores contemporáneos, la necesidad de encontrar semillas o teselas sonoras que como por ley interna se desplieguen generando casi automática o instintivamente la composición musical completa:
Como recurso composicional, me gusta la idea de que uno pueda establecer ciertas condiciones y dejar que se desarrollen, esto hace que la composición se parezca más a la jardinería que a la arquitectura.
Lo fascinante de este libro consiste en advertir cómo a partir de la ubicuidad de la vibración, entendida como la sustancia o proceso material presente tanto en lo micro (cuántico) como en lo macro (teoría de cuerdas), nos propone el fenómeno de la resonancia casi como una empatía cósmica que subyace a los fenómenos que más han llamado la atención del ser humano. Y nos describe cómo fueron, concretamente, las ondas sonoras que se crearon tras el Big Bang las que produjeron las condiciones precisas de diversidad o heterogeneidad en el interior de esa gran sopa cósmica en expansión y contracción rítmica en la que pudieron nacer las protogalaxias como núcleos y filamentos seminales de lo que hoy es el universo. Porque la presencia de picos resonantes en las frecuencias del fondo de microondas (testigo de la explosión primigenia) convierte las especulaciones cosmológicas en ejercicios musicales, en casi experiencias artísticas por sí mismas, como si el universo fuera la gran cuerda vibrante de un salterio cósmico.
Y finalmente, «La baba del caracol«, un libro de la poetisa y ensayista Chantal Maillard, y en el que defiende un tercer modo de acercarse al mundo desde la poesía y la ciencia, ni como revelación (realismo), ni como construcción, sino considerando la realidad no como algo estable sino como un suceder en el que
(…) veríamos trayectorias ahí donde creíamos ver objetos y sujetos. La noción de ritmo reemplazaría las de materia y forma (lo que sucede, sucede con un ritmo). Hablaríamos de resonancia. Y de escucha. ¿Y el poeta? El poeta no haría ningún ruido. Abriría la mano, tan sólo, para el poema.
Y nos recuerda que algunos mitos indios entienden que el universo se creó por resonancia, y que la gran exhalación del comienzo de los tiempos se propagó como sonido, música, consonantes y finalmente palabras.
La resonancia tiene, más que nada, el carácter de inducción empática. Si el oyente está dispuesto, las palabras resonarán en su interior haciendo aflorar las imágenes desde la memoria sinestésica (…) así es como puede decirse que en lo singular yace lo universal.
Sinestesia, metáforas encarnadas, empatía, armonía micro y macrocósmica, acoplamiento estructural, vibración, etc., todo un dispositivo conceptual de resonancias míticas que nos ofrece un campo fértil de especulación y activismo en las conexiones entre lo artístico y lo científico, lo racional y lo espiritual. En fin, un tema recurrente que adquiere tantas vertientes como incógnitas, pero que posee la capacidad afortunada de alimentar la imaginación. Como el círculo de improvisaciones armónicas que realizó John Coltrane para el físico Y. Lateef (figura adjunta), y cuyo significado todavía no ha sido encontrado, pero que guarda profunda relación con el interés que el músico mantenía con la física de la relatividad, y con las armonías que incluyó en sus últimos trabajos: Stellar regions, Interstellar space o Cosmic sound.
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