EL FIN DE LA MÚSICA

A excepción de un corto período histórico, la música siempre ha servido a un fin más allá de ella misma, ya sea para acompañar el baile, para ayudar a recitar y guardar en la memoria las leyendas y las epopeyas, para cantar el rito o la tragedia, y recientemente en el cine, con objeto de potenciar el poder expresivo de las imágenes. Tan sólo durante el romanticismo y hasta los últimos estertores de la música contemporánea culta, apenas 200 años, la música clásica ha pretendido ser algo más que compañía y ayuda, instrumento para un fin, desvinculándose de referencias ajenas a la propia música.

Bach se consideró un artesano musical que no tenía inconveniente en utilizar melodías de otros compositores y en reciclar las propias para confeccionar las músicas eclesiásticas y profanas que le encargaban sus patrones. A la originalidad se la denominaba buen oficio, y el objetivo de la música bachiana no fue otro que ayudar al culto, potenciar con su música el texto sagrado y las imágenes del evangelio y de los cantos de la biblia, empleando en muchas ocasiones las simples melodías luteranas compuestas con anterioridad.

En el teatro griego la música y el coro tenían esa misma función, de acompañamiento y énfasis de la palabra y de la acción, como más tarde en la tragedia lírica francesa del siglo XVIII, donde los libretistas y poetas como Corneille o Racine llegaron a alcanzar mayor éxito que los propios compositores de las músicas, Lully o Rameau. Música para danzar, o para ayudar, junto con la rima, a recordar la poesía o el mito. Los textos homéricos se recitaban-cantaban para enfatizar y también para no ser olvidados, porque la música, su ritmo, compás y melodía ayudan a la memoria.

Sin embargo, en ciertas épocas se manifestó esa tensión latente que discurre bajo las relaciones entre música y texto, cual es la posibilidad de que la música desencajando tanto las palabras las transformara en mero pretexto, en lugar de causa, del hecho musical. Recuérdense las amonestaciones de tantos Papas contra los excesos polifónicos de algunos compositores de la Edad Media, o la nueva ópera de Glück erigida para resaltar la palabra poética contra las extravagancias del Bel Canto y recuperar el viejo equilibrio perdido, el nacimiento del madrigal barroco y su teatralidad basada en recuperar la palabra escondida tras el contrapunto renacentista, y más recientemente, el drama musical wagneriano con su pretensión de volver a amoldar música y texto en un nuevo equilibrio creativo.

Pero lo que inaugura Beethoven como paradigma de compositor abstracto jamás se había dado antes de él y guiaría los derroteros de la música clásica hasta nuestros días, la pretensión de componer música sin un fin, de que la música fuese escuchada por si misma sin necesidad de tener que acompañar ningún otro  acto social o artístico, que la música, sobre todo la instrumental, fuera capaz por si sola y sin referencias exógenas, de conmover y de narrar un drama sin necesidad de acompañarlo de explicaciones, textos o poesía. Evidentemente, el propio Beethoven compuso música programática, pero la semilla que plantó con sus sinfonías, sonatas y cuartetos influiría decisivamente en la historia de la música, lo que convertiría a los músicos posteriores en artistas de pleno derecho con igual o mayor rango que el poeta, el pintor o el escultor.

Otros compositores habían iniciado este proceso con anterioridad. No olvidemos la melancolía de Zelenka o las sinfonías Sturm und Drang de Haydn, las lachrimae de Dowland o la música de viola de gamba de Monsieur de Sainte Colombe, pero fue Beethoven y sus seguidores los llamados a concebir y hacer perdurable la música como un arte autónomo que fuera capaz, sin necesidad de explicar o de retratar la realidad, de conmover y desatar los más excelsos sentimientos con tan sólo las abstracciones narrativas escritas en un pentagrama e interpretadas por un artista. Su legado perdura con tal intensidad que hoy nos parece que el verdadero arte musical debería poseer esa capacidad evocativa que sin necesidad de ser vinculada a un texto, una imagen o una escena, aspira a revelar la esencia del ser humano y a ayudarle a alcanzar una mayor comprensión del mundo que le rodea, como una especie de hermenéutica de sonidos.

El oyente de música clásica no debe moverse, cerrará sus ojos y relajado en el sillón tan sólo debería contemplar, dejarse llevar por las oleadas de sonidos con el objetivo último de lograr el éxtasis. Porque la música le hablará directamente al corazón, no caben las racionalizaciones de la palabra, un sentimiento que debe aflorar directamente de impresiones sonoras, de forma similar a como un cuadro abstracto nos conmueve con el puro color, su geometría carente de objetos y sobre todo, sin formas extraídas de esa misma realidad cuya verdad desea hacer sensible sin representarla.

Pero este camino histórico iniciado en el romanticismo, y que hoy nos parece que colma, erróneamente, toda la historia de la música, cuando apenas ha durado un par de siglos, no fue por todos entendido de la misma forma. Me vienen a la memoria Berlioz y Liszt, y sus famosos poemas sinfónicos, como un modo de volver a explicar las abstracciones musicales con textos ajenos que a modo de inspiración y guía marcaran el camino a seguir para comprender la música por ellos escrita. La Sinfonía Fantástica o Mazeppa poseen un guion que la música persigue y que el oyente debería conocer para alcanzar el clímax. ¿O quizás no? Resulta elocuente comprobar que si el sinfonismo programático lo oyéramos sin sus textos correspondientes, seguiría conmocionándonos con igual intensidad, tal poder de abstracción posee la música romántica, tan independiente de otras referencias ajenas a ella misma que el texto añadido podría ser intercambiado sin menoscabo ni de la música, ni del sentimiento. Como si en una exposición de cuadros abstractos hubiéramos mezclado los títulos de los lienzos.

Esa música abstracta busca la trascendencia, hacer sentir al oyente el sentido de la realidad, la verdad escondida, ya sea como iluminación o por evocación. La verdad sería algo inefable, imposible de racionalizar y explicar mediante un discurso, experimentable únicamente por el sentimiento en esos escasos y valiosos momentos en que la música alcanza el clímax y la emotividad se desborda.  Resulta ilustrativo que este proceso coincida históricamente con el de creación de los grandes sistemas filosóficos en occidente, con las racionalizaciones más profundas y extensas jamás llevadas a cabo para explicar la verdad del mundo de forma precisa e incuestionable por medio de la palabra. Kant, Hegel y Schopenhauer son coetáneos de este movimiento musical al que podríamos denominar también trascendente. Dos caminos antagónicos que sin embargo se influyeron mutuamente.

Cabe precisar que una cosa es el entusiasmo (Aristóteles) que la música despierta, y que el barroco caracterizó como la música de los afectos, y otra muy distinta, asignarle a la música la capacidad de poder desvelar y romper el velo que oculta la verdad del mundo. En esta última intención reside la originalidad de gran parte de la música romántica, la de tocar el alma y ponerla en comunicación con el universo no a través del amor, la ira, el dolor o la ambición, sino consiguiendo una especie de sintonía, algo parecido a la reminiscencia de la que hablara Platón y que el idealismo filosófico recogió como trascendencia, como la capacidad de la música para atravesar el estrecho cerco de la realidad sensible y ayudarnos a escalar hasta el Olimpo de las verdades (o ideas perfectas). No en vano Kant llamó a su sistema filosófico “idealismo trascendental”. Diría Hegel al respecto que la música “debe elevar el alma por encima de sí misma, crear una región donde, libre de toda ansiedad, pueda refugiarse sin obstáculos en el puro sentimiento de sí misma”. Y Schopenhauer que “la música es un ejercicio de metafísica inconsciente, en la cual el espíritu no sabe que hace filosofía”. Parecería como si los filósofos románticos hubieran renunciado a su pretensión de racionalizar creando grandes sistemas omnicomprensivos y que hubieran cedido esa capacidad para manifestar la verdad a un ente meramente sensorial como es la música, sonidos estructurados numéricamente y que expresan mejor que la propia palabra y el resto de las bellas artes, la verdad de las cosas.

De esta renuncia nace la admiración profunda, profesada sin reservas por parte de tantos filósofos hacia “sus” músicos, cuyo grado sumo se evidenció en Wagner, influido por Schopenhauer y a su vez inspirador de la obra de Nietzsche. El músico alemán creó el Drama musical, o “la obra de arte del futuro”, una aspiración imposible por fundir las racionalizaciones de la palabra con la trascendencia musical, esa simbiosis que Nietzsche caracterizó tan acertadamente en la fusión de los espíritus dionisíacos y apolíneos en la tragedia griega y por extensión, también en el espíritu de la música. Como diría Wagner refiriéndose a sus óperas-dramas musicales, el texto debería hablarle a la mente y la música sólo al corazón, porque “la música empieza donde acaba el lenguaje”. En toda la obra wagneriana se evidencia esa tensión y hermanamiento entre la palabra y la música: esos grandes monólogos tan reflexivos en los que la música va dibujando atmósferas (por ejemplo, Wotan en el segundo acto de La Valkiria), o los clímax donde las palabras se rompen y las voces desgajadas se funden al resto de la orquesta (final de Tristán e Isolda).

Creo que esta herencia romántica ahoga la percepción y disfrute, por parte de nuestros contemporáneos, de la llamada música clásica. Ese deseo tan pretencioso de anular la palabra por la música, de querer ir más lejos que la metafísica en la aspiración de comprender la realidad de las cosas, no sólo ha agostado la gran música “filosófica” del XIX y del XX, sino en cierta manera también la anterior, en la medida en que la pretensión romántica se ha extendido como objetivo espurio de toda música en toda época. Porque incluso una parte de los amantes de la música clásica clasifican la historia de la música bajo ese patrón, valorando más a aquellos compositores y obras que parecen anticipar ese carácter filosófico exclusivo de los últimos dos siglos de música occidental.

Nuestra época elude la trascendencia y ama, en cambio, el espectáculo, y una sinfonía de Bruckner, por ejemplo, que parece emerger de las anfractuosidades del submundo como una fuerza telúrica que  conmueve conciencias y almas, desentona con el sentido que de lo artístico posee nuestro mundo. También los sistemas filosóficos contemporáneos a la creación de aquellas músicas, demasiado pesados se hunden en la levedad que impregna el pensamiento contemporáneo. No reivindico nada, expongo el estado de mutua ignorancia que afecta a estos dos mundos artísticos, ya que la música que más se oye en la actualidad ha recobrado aquel carácter instrumental que siempre mantuvo, el de servir para acompañar y enfatizar otras actividades, el baile, la recitación, el cine, y en tal sentido ha recuperado la melodía y el ritmo predecible como elementos consustanciales.

Beethoven ha sido considerado el adalid de aquel proceso, genio incomprendido que influyó tan poderosamente en toda la música posterior. Pero a menos que uno lea sus cartas y su ideario, el sordo de Bonn no se deja atrapar por su propio estandarte, bandera de tantos músicos posteriores que vieron en él al mentor e inspirador de sus objetivos artísticos. Realmente el compositor poseía ese pensamiento trascendente acerca de la música, de la que dejó plena muestra entre sus coetáneos: “la música es una revelación más alta que toda la filosofía. Qué otra cosa es la filosofía sino vivir arrastrándose en las pobrezas de este mundo feroz. No es captadora de imaginación sino de razonamientos afines a las impurezas”.

Sin embargo, también la música de Beethoven poseía un marcado carácter político. Influido por la revolución francesa y la ilustración, quiso que su música ayudara a la emancipación de los pueblos, a la transformación de los individuos, a expresar esa libertad que debía extenderse por Europa al compás de una música a la par que liberadora, trascendente. No sólo su Oda a la “libertad”-alegría (la censura hizo cambiar Freiheit por Freude), sino las Criaturas de Prometeo, Fidelio, las oberturas Leonora o Egmont, jalonan ese crescendo hacia la libertad humana. En cierta manera Beethoven recogería el relevo de Mozart y su ideario de la fraternidad masónica que tanto influiría en su música y que quedó cercenado por su temprana muerte al poco de haber compuesto La Flauta Mágica.

Sin duda alguna la música se convirtió durante el romanticismo en el arte más innovador e influyente, al que gran número de pensadores y artistas definían como la máxima expresión del genio humano por su capacidad para llegar al corazón. Pero a pesar de los vehementes deseos expresados por filósofos y músicos de pretender que esta música expresara la verdad del mundo, creo, sin embargo, que la música abstracta no puede aportar sabiduría. Sí el éxtasis, algún tipo de comunión con el universo, la visión de lo sublime o la experiencia del Más Allá, pero no conocimiento y menos aún ese pretendido saber filosófico o trascendente. Por esta razón Wagner quiso añadirle la palabra al sinfonismo romántico y que su drama musical aportara el sentimiento de la sabiduría, gracias a esa extraña simbiosis que fue su ideal entre el sonido y la palabra.

Quizás la fuente de ese autoengaño proceda del hecho de que la música romántica, heredera del clasicismo racional e ilustrado, incorporó a su lenguaje musical las características del discurso racional y de la escritura, fundamentalmente a través de la forma sonata, que consiste, esencialmente, en un diálogo o confrontación entre temas musicales-ideas cuyas modulaciones centrales se resuelven a través de una síntesis conclusiva. La dialéctica hegeliana parece decirnos que la historia avanza como la música, gracias a ese juego de tesis, antítesis y síntesis que como un trasfondo desvela lo que se esconde tras el telón. El músico romántico usará de la tramoya clasicista, y a través de acentos, silencios, cambios de ritmo, timbres, atmósferas, etc., convertirá la discusión tranquila de la sonata clásica en poesía incendiaria, algo similar a lo que Nietzsche pretendió con su Zaratustra, una obra filosófica que usa la poesía para impactar sobre nuestras conciencias.

Ciertamente la música, cuanto más abstracta, y por tanto, menos instrumental sea a un fin exógeno, menos verdad contendrá, al contrario de lo que manifestaban los filósofos decimonónicos. La interpretación que realizan la mente y el corazón de la música será más arbitraria cuanto más abstracta o absoluta sea ésta, lo que podrá dar pie a que una misma obra pueda aprovecharse para apoyar muy diferentes sentimientos.

Se ha proclamado que la música ofrece consuelo vital, Daniel Baremboim la usa para ayudar a la pacificación de Oriente Próximo (la Orquesta West-Eastern Diván) y Juan Antonio Abreu (Sistema Nacional de Orquestas infantiles y juveniles) para integrar a los niños desheredados de los barrios marginales venezolanos. Wagner buscó la redención por la música, que ofrece así una especie de bálsamo para el sufriente y las víctimas. En la actualidad, la mayoría de los actos de solidaridad por una causa o un colectivo humano encuentran su máxima expresión en un concierto benéfico, en el uso de la música para conciliar corazones. Sin embargo, la música clásica también ha dado consuelo a los verdugos. Por esta razón Adorno consideró que una música, la romántica, que había influido tanto en las extravagancias políticas y en los asesinatos cometidos por tantos melómanos durante la Segunda Guerra Mundial, escondía entre sus sonidos la semilla del mal y de la opresión, por lo que una nueva música no discusiva y todavía más abstracta debía sustituirla para inaugurar nuevos tiempos de libertad. Sin embargo, esa nueva música a la que el Tercer Reich tachó de degenerada, apenas ha conseguido trascender más allá de reducidos conciliábulos, y por supuesto, tal es su grado de abstracción que  sí, verdaderamente resulta difícil que un dictador la usara para encontrar inspiración, pero tampoco un demócrata para expresar la libertad.

Considero que cuanto menos instrumental a un fin, más abstracta es una música, mayores horizontes interpretativos puede abrir, y que en el extremo, será cada individuo el que reciba e incorpore su propio mensaje o sentimiento, más original cuanto menos concreta sea la música. Cuando la música se escribe para danzar o amenizar reuniones, para recitar o apoyar un drama, como banda sonora de una película o coral de un rito, cuando la música se compone para otros fines más allá de oír pura música, el individuo está siempre acompañado por aquella otra actividad a la que la propia música apoya. Sin embargo, cuando la música se escribe para ser oída en exclusividad, el oyente está solo, y aunque esté rodeado de otro público, todos buscarán la soledad, encontrar un estado en el que él y la música se comuniquen en exclusividad. Creo que fue esta especial disposición comunicativa que inauguró el romanticismo la que confundió las cosas e hizo concebir a tantos que la música era más potente que la ciencia o la filosofía para hacernos comprender el mundo. No es el mundo, sino cada uno de nuestros mundos, personas, lo que la música “abstracta” inaugurada en el romanticismo nos ayuda a entender u ocultar cuando es capaz de crear un espacio comunicativo en que los sonidos amurallan nuestra mente y los ojos se reviran hacia el interior de nuestras conciencias. Que ese acto de introspección acompañado de música sirva para hacernos mejores, para hallar consuelo, redención o alegría, que pueda ser útil para acallar las voces de los sufrientes o edulcorar los actos más infames, no depende de la música, porque ni Mozart ni Schubert tienen culpa del hilo musical que se ponga en la carnicería, tampoco en la iglesia o en nuestro particular purgatorio.

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El fin de la música by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

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