Hace unos días acabé de leer Liberación, del escritor húngaro Sándor Márai, escrita en 1945 y contemporánea de los hechos que narra, la liberación de Budapest por las tropas soviéticas en enero de aquel año. Erzsébet, hija de un eminente científico perseguido por los fascistas, nos cuenta su vivencia de los 24 días de asedio de la capital de Hungría, esa espera anhelante y espectral de un fin de los tiempos que borrara el cataclismo moral que se cernió sobre Europa, especialmente sobre esa antigua Centroeuropa, durante los 20 años previos a ese enero de 1945.
Desgraciadamente no conozco Budapest, ni he visto el Danubio, ese río que conforma uno de los espacios más diversos, singulares y repletos de historia y cultura de toda la vieja Europa. Por ello, cada vez que leo algo sobre aquellas tierras me vienen a la memoria todas las lecturas que se desarrollan en aquel territorio que para mí posee un halo de misterio y un poder evocador que coincide con las palabras de Claudio Magris en su magnífica novela Danubio: “El eclectismo de Budapest y su mezcla de estilos evoca, como cualquier Babel actual, un eventual futuro bullicioso de supervivientes de alguna catástrofe. Cualquier heredero habsbúrguico es un auténtico hombre del futuro, porque ha aprendido, antes que otros muchos, a vivir sin futuro, en la interrupción de cada continuidad histórica, es decir, no a vivir sino a sobrevivir”.
Esta singular capacidad de supervivencia, y lo que ella significa en el mundo que hoy nos ha tocado vivir, han sido los pensamientos que me rondaron cuando leía la novela de Sándor Márai, porque ese período de 24 días de asedio durante los que se impone la supervivencia a toda costa, en los que cada minuto es una prueba y un reto a la ética y a la vida, y en el que el futuro se anhela como una liberación, el presente como una espera, se parece a la referencia de Magris a ese aprendizaje de la supervivencia que precisa otro mucho más arcaico cual es el de aprender “a vivir sin futuro”, o como diría otro escritor húngaro, Imre Kertész, en el título de una de sus mejores novelas, a vivir Sin destino.
Si Liberación narra los últimos días de una hecatombe, Sin destino comienza con una Budapest que vive sus últimos días de paz antes del inicio de la segunda guerra mundial. Un contraste en cuya necesidad e ineluctabilidad reside la clave interpretativa de todos esos procesos históricos que sumen a sus supervivientes en la perplejidad. Si Erzsébet vive la contienda escondiéndose y ayudando a su padre a escapar de la persecución, en cambio, el judío aún adolescente, György Köves, trasladado a un campo de concentración, la vive ya desde el inicio como una prisión, ambos sumidos en la incertidumbre de un día a día donde la arbitrariedad que define la frontera entre la vida y la muerte se ha aliado con la maquinaria inexorable de la guerra y del exterminio.
No puede ser más distinto el estilo en el que están escritas ambas novelas, mientras Liberación recurre a un narrador impersonal que describe las situaciones, y sobre todo, los pensamientos de la protagonista, en cambio, Sin destino la escribe el propio adolescente, casi como un diario, sin concesión alguna a la retórica, sin deseo alguno de comprender más allá de los acontecimientos que se van sucediendo de forma lineal y absorbente. Si el drama lo vivimos porque Márái nos lo describe, en cambio, es el listado sucesivo y casi agobiante de situaciones que padece György la que nos desvela sin adjetivos ni juicios de valor, la debacle de la guerra y de la persecución. La devastación física y moral de aquella guerra surge en Kertész de la cotidianeidad, porque el diario está escrito como si el adolescente narrara los hechos más livianos y tópicos de la vida de cualquier joven. Sin embargo, en Liberación existe una necesidad imperiosa de comprender, de creer en el ser humano, de dar un sentido moral a la degradación moral y al derrumbe del mundo.
Ambas novelas me parecen imprescindibles. No hay que temer, porque ninguna nos ofrece un catálogo de horrores. Su valor reside en que nos desvelan al ser humano en un momento de crisis, y que sin aspavientos nos muestran las claves psicológicas y sentimentales de la supervivencia. Como dice György Köves: “Lo principal era no abandonarse, algo siempre pasará porque nunca ha pasado que algo no pasara, eso me enseñó Bandi Citrom, afirmación llena de sabiduría que él había aprendido en el campo de trabajo”.
Si György nunca reflexiona sobre la sinrazón, ni sobre el sentido de tanta maldad, que la revive en el diario como cualquier aventura adolescente, en cambio, Erzsébet continuamente busca una salida, una explicación, se afana en encontrar una luz al final del dolor y del sacrificio. Si György sobrevive únicamente como otra forma de vivir, en cambio, Erzsébet necesita darle un sentido al impulso de sobrevivir, ya que su supervivencia la vive como la espera de algo mejor. En su diálogo, casi monólogo con algo muy dentro de ella misma, que realiza con el viejo tullido en la soledad del refugio antiaéreo, poco antes de llegar la “liberación”, se expresa ese conflicto tan hondo que ha colmado la historia de la humanidad entre los que aún esperan y los que ya no esperan nada, el estoicismo y el nihilista. Dice el viejo:
– “¿Qué esperan? Ah, claro, la liberación… Han bajado al infierno por propia voluntad, han echado carbón al fuego, entre las brasas han metido millones de toneladas de explosivos para que el fuego prenda mejor, y ahora se asombran del calor que ha producido…-Ríe en silencio, niega con la cabeza y añade-: Así somos los humanos. –Luego calla, sus labios lívidos (una línea que corta su rostro pálido y barbudo) se mueven en silencio, como si contara en voz baja-. Están sentados en el infierno a la espera de algo –dice al cabo-. Pero Voltaire afirma que sólo es feliz quien nada desea. –Y ríe de nuevo, divertido ante esa idea seria e irónica a la vez-. Se imaginan que vendrá alguien, los rusos o un profeta, que sucederá algo y así ellos, los que avivaron el fuego del infierno, un día emergerán a la superficie y todo irá mejor.
– No mejor –dice ella, abriendo los ojos-, sino de modo más digno.
– Si fuera así –replica él, de nuevo serio, con tono más grave, como si hablaran por fin de algo que no admite bromas, ni sarcasmos ni dudas-, si fuera así, señorita, entonces valdría la pena soportarlo todo, hasta el infierno (…)”
Quizás György exprese otra posible salida distinta a la de Erzsébet, quizás la de Epicuro, la de no esperar nada concreto y sin embargo ser capaz de encontrar la felicidad y la dignidad en la simple ejecución de las tareas más ordinarias.
“Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los ‘horrores’, cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten”.
En cierta manera los títulos de estas dos novelas poseen una relación íntima que puede vislumbrarse en la siguiente, quizás única reflexión que se permite el personaje central de Sin destino: “Si existe la libertad, entonces no puede existir el destino, por lo tanto, nosotros mismos somos nuestro propio destino”. Algo que cruelmente entendió la protagonista de Liberación al enfrentarse, al final del asedio, a su fatídico destino y comprobar que su libertad sólo podía empezar a ejercerla más allá de su propia liberación, cuando ya no esperara nada del futuro.
Budapest, esa ciudad cosmopolita heredera de la gran tradición cultural europea, símbolo de la vorágine que se llevó por delante aquel mundo refinado de la primera mitad del sigo XX, capital asomada al Danubio en cuya configuración urbanística y dualidad ribereña se enfrentan y también se hermanan dos de las culturas antagónicas y mutuamente dependientes que crearon Centroeuropa, aparece en la novela de Sándor Márai como las cuadernas de un barco varado al fondo de la historia, que sin la cursilería de Viena nos retrotrae a ese mundo de vanguardias, lenguas y espíritus que configuró el mascarón de proa de aquella nave en la que aún nos miramos y reconocemos a través de algunos de sus más preclaros personajes: Bartok, Lukacs, Benjamin, Zweig, Freud, Kafka, Koestler, Capa, entre otros muchos de los habitantes de aquella Mitteleuropa de la que nos habla Magris y que lamentablemente se ha perdido en el marasmo del olvido.
En ambas novelas aparece el judío, ese elemento imprescindible para entender la vida de esas grandes ciudades atravesadas por la cuenca del Danubio. En el caso de Sin destino, su joven protagonista lo es, en la novela de Sándor Márai, afloran diversas conversaciones alrededor del antisemitismo, y varias de las personas que comparten esos días de reclusión y espera también lo son. Budapest posee la mayor sinagoga de Europa, y las juderías centroeuropeas, devastadas por el fascismo, se nos presentan como el símbolo más claro de la devastación cultural y física que vivió la cultura europea, porque esos barrios bulliciosos y activos que los totalitarismos convirtieron en guetos y minas humanas explotadas y vaciadas perviven en nuestra memoria como una pesadilla, un germen de la maldad que nos alerta sobre el peligro que también acecha allí donde el refinamiento, el bienestar y la educación despliegan sus más exquisitas creaciones.
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Queria plantearte al hilo de tu excelente artñiculo :
¿ Somos dueños de nuestro propio destino ?
¿Hasta donde llega el limite de la supervivencia humana?
¿ Marca el inicio y fin del ser humano como ser racional ?
Antonio Cerceda
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Antonio,
Pues no sabría responderte a lo que planteas. Empezando por el final, y en relación con la supervivencia en situaciones límite, existen dos extremos interpretativos, las teorías del lobo, al estilo de Hobbes, y que puede leerse en el «Ensayo de la ceguera» de Saramago, o las de la colmena, por ejemplo, en «La Peste» de Camus. La cuestión del límite psicológico o anímico, que me parece que es lo que planteas, pues yo creo que muy lejos, en «La carretera» de McCarthy encontramos un buen ejemplo de ello. Y finalmente sobre la capacidad que poseemos para dominar nuestro destino, ese es nuestro drama, que no lo sabemos, aún cuando nuestras acciones y sobre todo las de los poderosos influyan en el futuro incierto de millones de personas. Gracias por tus comentarios.
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