A veces nos topamos con la belleza, o la perfección. En cualquier ámbito de nuestras vidas. Algo tan personal como el sabor de un guiso, un pase de fútbol, el movimiento de una pieza de ajedrez, el tono de una luz, algún sonido, una imagen habitual que se transforma, un pensamiento, el recuerdo de algo íntimo. Son momentos efímeros, poco comunes, que se producen por una rara concatenación entre esa cosa que nos conmueve y nuestra predisposición momentánea. Repito, se trata de algo muy personal, como si deseáramos que ese estado se pudiera mantener eternamente. Algo parecido a la felicidad.
Recurro a grandes palabras, incluso peligrosas: belleza, perfección, felicidad, conceptos que vivo como algo pasajero, que no aspiro a que se conviertan en mi objetivo vital. Tampoco sabría definirlos, y la mayor parte de las ocasiones denuncio su carácter totalizante, pero en esos momentos tan especiales existe una especie de reconocimiento de algo –me da miedo escribirlo- que se parece a un ideal. No busco con especial ahínco esos momentos, sino que surgen, aparecen, y no necesariamente ligados al arte, la cultura, el espectáculo, esos grandes episodios en los que socialmente se suele buscar la belleza, la perfección, la felicidad.
Como esos momentos ya forman en mi vida una muestra suficientemente representativa sobre mi predisposición a conmoverme, he empezado a realizar su recuento y a intentar detectar ciertas características comunes a todos ellos. Como ven, no puedo eludir mi formación en matemáticas, estadística, esas herramientas tan atrozmente maravillosas. Y he logrado desvelar algo que me tiene intrigado porque también desconozco si otras personas coincidirán en ello conmigo, y es el hecho de que durante esos momentos, a la par que un deseo intensísimo de compartir, se produce un agudo sentimiento de dolor. No sé si ambas cosas guardan algún tipo de relación. Y evidentemente, el dolor no es físico. Sería como si todos los elementos propios al dolor estuvieran presentes, pero sin la sensación neuronal del dolor en sí mismo. Resulta raro.
La experiencia más reciente de este tipo me ocurrió hace unas semanas en un museo arqueológico tan limpio, tan bien dispuesto, organizado con tanto rigor, con tan cuidada ordenación, tan esmerado gusto en la colocación de cada pieza, de su iluminación, de la contextualización y rótulos acompañantes.
Otra experiencia, esta reincidente, aunque sólo operativa en muy contadas ocasiones, proviene del color del aceite de oliva, cuando recuerdo los artilugios de vidrio –bombas manuales- que se utilizaban para dispensar aceite en las almazaras: el líquido ascendiendo, las burbujas sólidas, el olor tan profundo y salvaje de la materia primigenia concentrada y servida por unas señoras tan antiguas como las viejas diosas del destino.
¿Pero por qué dolor? Sin duda, cada uno de nosotros atesoramos enigmas cuya exteriorización nos sorprende y hallamos incomprensible.
Estoy seguro que estos momentos fugaces se almacenan en algún lugar especial de nuestra mente y que en mi caso, su presencia va ligada al deseo de expulsarlos de allí, no de mi persona, sino de transferirlos desde ese lugar extraño de nuestro cerebro donde se guarda la belleza, la perfección, la felicidad, para poder integrarlos en otros depósitos menos traumáticos. No he dicho olvidarlos, sino transformarlos para que no sigan doliendo. No como podría doler una pesadilla, ni como laceran los malos recuerdos o los hechos concretos ligados a un dolor físico o psíquico, sino como lo que son, recuerdos de un tipo tan especial de impresión sensorial, que nos deja absortos, suspendidos, pero también inmersos en el dolor de su misma belleza, de su perfección.
Me ha dado también por pensar que el deseo de creatividad que poseemos los humanos pueda proceder de aquí, de la necesidad de comunicar lo inefable, estos momentos fugaces tan intensos que resultan dolorosos. Porque la posibilidad de poder compartirlos, escribirlos, musicalizarlos o simplemente decirlos, quizás les vaya extrayendo esa componente punzante que tanta sorpresa nos produce. Encuentro que quizás la necesidad humana de arte proceda de aquí, no tanto de poder contemplarlo, cuanto de fabricarlo. Desgraciadamente, muchas personas hemos perdido las facultades sensitivas y sociales requeridas para compartir estos momentos tan especiales en los que el placer y el dolor se juntan tan enigmáticamente. ¿No consistirá, quizás, la labor más valiosa de la política, en que las personas podamos recuperar nuestra capacidad para ser verdaderos productores de arte?
Gracias, hermano, íntimas y profundas apreciaciones… el amor, la belleza, la plenitud duelen, quizá porque buscan eternidad y en este mundo todo pasa (y todo queda…, que diría Don Antonio…) quizá la belleza nos duele porque incluye y contiene una muerte, una disolución, o quizá una trascendencia… cuando «fabrico arte» la belleza no deja de dolerme, ese proceso me rompe, pero también me recrea, y compartirlo es para mí una necesidad y una bendición… siento que la espiral de la vida es alquimia y continua receptividad y creación… tu artículo me ha tocado, me ha traído una sensación de deslumbre y vértigo, similar a la que me transmiten las palabras Laurie Anderson ante la muerte de su compañero de vida… Lou Reed
«Tuve en mis brazos a la persona que más amaba en el mundo y estuve hablando con él mientras moría. Su corazón se detuvo. El no tenia miedo. Pude caminar con él hasta el final del mundo. Pude ver la vida «Tan bella, tan dolorosa y deslumbrante» en su máxima expresión. Y la muerte? Creo que el propósito de la muerte es la liberación del amor.
En este momento me siento plenamente feliz. Estoy muy orgullosa de la forma en que vivió y murió, de su increíble fortaleza y de su gracia.
Estoy segura de que regresará a mis sueños y que en ellos parecerá estar vivo de nuevo. Y de repente me doy cuenta de que estoy aquí sola, de pie, asombrada y agradecida. Que extraño!, emocionante y milagroso es el hecho de que hayamos podido ayudarnos el uno al otro a evolucionar, que hayamos podido amarnos tanto a través de nuestras palabras, nuestra música y la realidad de nuestras vidas».
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Gracias, Fátima, veo que mis rarezas son más comunes de lo que creía, lo cual me reconforta.
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